viernes, 19 de abril de 2024

BIFICCIONES (CUATRO)

 



ALGO INALCANZABLE

Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

 

Me sumo en el sueño.

Veo un unicornio correr, intento alcanzarlo, quiero montarme en su lomo, sé que si lo consigo alcanzaré la tan ansiada felicidad que me fuera negada en mi niñez y adolescencia. Siempre ocurre lo mismo, el animal escapa, como absorbido por una bruma y yo quedo solo, tragando polvo hecho de nada. Despierto llorando, la enfermedad corroe mi cuerpo, pienso en la belleza del unicornio, en su perturbadora lejanía.

Otra vez debo rendirme ante la realidad de esta constante derrota. Tengo que conformarme viendo los trofeos de mi habitación. Esas cabezas de elfo que tengo en la pared, las hadas en la jaula. El lugar vacío que guardo para el unicornio domado, su cuerno alzado, su cuerpo feteado, listo para el banquete que imagino a diario.



LAS RIENDAS

Carmina Shapiro & Judith Shapiro

 

Va a sentir el olor de los productos químicos, formaldehído, alcohol y otras cosas, pero no se asuste.

Estaban detenidos ante el último tramo de escaleras que llevaba a la morgue.

¿Está preparada?

Sí. No es la primera vez que vengo.

Entonces pase, señora.

El cadáver fue reconocido. Estaba casi perfecto, el rostro intacto y el cuerpo entero, salvo por el hundimiento en el pecho por donde había entrado la viga de acero. Le dio pena verlo así, tieso y desvalido en la camilla, pero era de esperarse que sucediera. Aunque ella insistía con las medidas de seguridad, a los albañiles en la Luna les parecía una buena idea usar la falta de gravedad a su favor. Todo les resulta un juego, pensó, y nunca creen que van a ser ellos los próximos en caer. La tragedia siempre es ajena.

Luego del reconocimiento la llevaron a otra oficina a firmar los papeles. La empresa se haría cargo de todos los gastos. Un funeral decentemente preparado para satisfacer el cotilleo de los medios de comunicación, pero a cajón cerrado. Lo sentía por la familia, pero eran las cláusulas del contrato que cada trabajador firmaba: si la muerte ocurría por un accidente laboral, se taparía todo, solo si aparecía alguna causa endémica se darían los datos y se abriría una investigación. Infinialls Habitational Enterprise - Sociedad Anónima Espacial llevaba su nombre con mucho orgullo y los empleados sabían que la imagen de la empresa estaba primero.

Antes de salir, el médico forense le dijo que a las dieciséis horas le enviaría el informe de la autopsia. Luego la señora Ming se fue a tomar un café con un bocadillo al bar de la estación lunar interplanetaria que funcionaba como central de viajes, hospital, comisaría, morgue, casa velatoria, y algunas cosas más. La señora Ming había venido a una inspección contable, y como la responsable mayor de la empresa en la Luna, le habían pedido que reconociera el cuerpo del trabajador. Había sido un viaje tranquilo y rutinario y agradecía que todo estuviera en orden.

No tenía nada más que hacer, así que terminó su café y su sándwich tostado, y se acomodó en uno de los sillones en los andenes a esperar su partida.

A las dieciséis horas su smartwatch mostró el ícono de un tubo etiquetado, señal de que el informe de la autopsia acaba de entrar en su casilla de mensajes. Prácticamente se sabía de memoria las palabras que solían contener esos informes. Había salido todo tan bien en la inspección y en el viaje en general, que no quería arruinar la racha ni entristecerse por las familias desmembradas, por lo que proyectó su computadora portátil desde el smartwatch y se puso a completar los últimos puntos del informe contable. Trabajó concienzudamente y terminó rápido.

Estaba tan satisfecha que no concibió que el informe de la morgue pudiera afectarla demasiado. Tocó el smartwatch y la proyección táctil de la computadora cambió a la forma de un archivo de cartulina. La señora Ming abrió la tapa y pasó las hojas hasta llegar a la descripción del cuerpo con las hipótesis de muerte.

¿Qué es esto?, pensó al llegar a la sección de los pulmones. No cabía duda de que la causa de muerte del obrero había sido el golpe en el pecho, pero nunca había visto un apartado genético en una descripción torácica. Buscó ayuda en su smartwatch para entender de qué se trataba. A medida que la suave voz del asistente virtual modulaba la explicación, sentía cómo le subía el pulso y se le aceleraban los pensamientos. Los pulmones del obrero habían sufrido algún tipo de metamorfosis a nivel alveolar que podía ser una mutación individual congénita o producto de la interacción con el ambiente lunar. Ese hombre necesitaba menos oxígeno para vivir y había empezado a respirar en la pseudo atmósfera lunar.

Llamó al médico forense mientras construía en su mente múltiples horizontes de acción posibles. Como vocera de la empresa puedo conseguir cierta visibilidad en el mundo de los negocios lunares, pensó.

¿Esto es lo que yo creo?

Esperaba su llamado, señora.

Tuve que buscar información en Internet, la genética no es mi campo de expertise.

Si cree que el hombre podía respirar en la Luna, sin oxígeno, sí, es así. ¡Que me parta un rayo si pasé algo por alto! el médico sonaba electrificadamente exaltado.

No hay rayos en la Luna, no jure en vano, licenciado le espetó la señora Ming, que no aguantaba que le hablaran con sarcasmo. El médico resopló del otro lado de la línea. Soy la segunda en saber, pensó, y el conocimiento es poder. ¿Puede haber otros casos como éste?

Nada lo impide, señora… Las reglas dictan que hay que informar al CEO y pedir la cesión de derechos a la familia. Estaba preparando el envío para maña...

Yo me encargo lo cortó en seco la señora Ming. Si barajaba bien las cartas, tal vez podría llegar ella misma a ser CEO de la empresa—. ¿Le mandó el informe a alguien más?

A nadie todavía.

Bien. Esto es nuestro, de quienes arriesgamos el pellejo en la Luna. Mientras los peces gordos no puedan acceder a la información, nosotros tenemos las riendas. Es hora de que algunas cosas cambien por aquí… dijo la señora Ming y una sonrisa le arqueó los labios.



LA ENTREVISTA

Luciano Lara & Oscar De Los Ríos

 

Cuando el edecán le anuncia que una mujer pedía una entrevista personal, lo primero que le viene a la mente es que está cansado de los problemas que trae ejercer el derecho de  pernada en la estancia. Cuántos han jurado que escupirán sobre su cuerpo luego de ultimarlo. Seguramente se trata de una mujer repudiada por llevar un hijo suyo en las entrañas. Por este motivo, Justo José de Urquiza está a punto de desentenderse del asunto haciéndose negar, cuando le informan que se trata de una periodista norteamericana. Sorprendido, halagado, pide que se averigüe el motivo de semejante viaje. El edecán sale y al rato vuelve con la respuesta: la batalla de Pago Largo y la muerte de Berón de Astrada.

Urquiza acusa el impacto de esas palabras que traen al presente hechos ocurridos treinta años atrás. Su mente lo traiciona y lo instaura en la contienda: los gritos desaforados de los hombres y el relincho de los caballos, se mezclan con las nubes de polvo, los estertores agónicos de los moribundos y el olor a sangre. Está preso de un estado casi hipnótico, cuando la voz de una bella mujer con un claro acento extranjero, rompe el hechizo y un aroma a lilas frescas disipa el olor de la sangre.

—Buenos días. Marlene Taylor, del New York Tribune.

Urquiza se pone de pie y antes de empezar a caminar hace chocar sus botas produciendo un sonido seco que retumba en los cuatro costados de la habitación. Se dirige hacia la extraña, le toma la mano y hace una reverencia.

—Bienvenida —dice con voz firme pero suave; intenta ser amable y no espantarla.

—Gracias —responde ella mostrando una incipiente sonrisa.

—¿Qué la trae por estos pagos? Me imagino que habrá algún motivo que justifique semejante travesía. —Marlene hace una pequeña mueca y de inmediato despega sus labios como anunciando que la expresión de sus argumentos es inminente, pero Urquiza la interrumpe—: Espere, señorita —le dice mientras le extiende la mano para que ella haga lo propio y se deje conducir—. ¡Qué poco caballero he sido! La invito a tomar asiento. ¿Le gustaría tomar un té?

Ella sonríe, asiente y se deja llevar hacia una especie de living que se encuentra armado en uno de los costados del cuarto. Se sientan. Se miran. Ella vuelve a sonreír, pero Urquiza no puede disimular su preocupación.

—Ahora sí —dice el entrerriano— la escucho atentamente…

Marlene toma aire. Suspira. Parece nerviosa. Hace otra mueca extraña. Vuelve a tomar aire y comienza:

—A mi país han llegado todo tipo de rumores acerca de la muerte y el posterior ultrajamiento del cadáver del gobernador de Corrientes Berón de Astrada.

—¿Ha venido a condenarme? —la interrumpe Urquiza vehementemente—. No sé qué le habrán contado, pero desde ya le aviso que soy inocente.

—No es eso lo que busco, excelencia —responde la mujer en un tono un poco más enérgico—; como le dije, han llegado todo tipo de versiones y, como la historia ha sido de gran interés para la chusma de mi país, se han escrito ríos de tinta; hasta se han inventado ficciones al respecto. —Urquiza eleva su palma derecha como para interrumpir el discurso de la mujer, pero ella hace caso omiso a sus gestos—. Lo que quiero decirle es que yo no he venido a condenar a nadie; incluso ni siquiera he venido a usted para que me cuente la verdad, pues, dadas las circunstancias, dudo que la conozca. —Justo José de Urquiza mira maravillado a la muchacha, rubia, de ojos saltones celestes y labios gruesos. Nunca hubiese imaginado una situación similar—. Le decía —insistió ella—, yo no vine a buscar la verdad, sino una buena historia creíble…

El anciano se siente atraído por la periodista. No es como las rusticas campesinas de su estancia, a las que ya casi no frecuenta. Ella quiere una historia, y él le ofrecerá algo más. Claro qué...

―Quiero una retribución ―le dice sintiendo la boca seca. Es la primera vez que, en vez de tomar a una mujer, tratará de comprarla.

―Nunca imaginé que alguien en su posición quiera vender su pasado.

―No es dinero lo que busco ―dice con la voz entrecortada. Se siente intimidado. Justo él, a quien jamás le había temblado el pulso en plena batalla cuando el enemigo cargaba a degüello sable en mano.

―Usted se ha equivocado conmigo ―responde ella con desprecio y se dirige hacia la puerta del despacho airada.

―Espere, al menos escúcheme; le estoy ofreciendo la prueba de que todo lo que le contaron es real.

Con una mano en el picaporte del despacho, la mujer espera como si no se atreviera a marcharse; está temblando. Urquiza se le acerca por detrás y pone en sus manos una manea adornada con argollas y virolas de plata mientras la conduce hacia un sillón y comienza a desvestirla. La joven lo deja hacer, mientras excitada, acaricia el fetiche hecho de piel humana que aun sostiene en sus manos y no suelta en ningún momento. Olvidada del hombre que se balancea sobre ella, piensa en volver a su país con la manea.

Al marcharse, Marlene, se lleva con ella el aroma a lilas.

Dentro del despacho se vuelven a oír relinchos, el olor de la sangre y el fragor de la batalla. Liberado del embrujo de Marlene, el general comprende que no puede dejarla ir con un pedazo de historia y le hace una seña a su edecán, que sale tras ella...





GATO POR LIEBRE

Lucila Adela Guzmán & José Luis Velarde

 

El gato de Lobsang Rampa se fue a dar un paseo. Estaba harto de ser considerado gato pensante y más harto aún del escritor que lo perseguía día y noche. El hombre redactaba con mano febril cualquier miau y ronroneo. En la cabecita del siamés las palabras aparecidas eran tan ruidosas que le producían una extraña vibración a la altura de los bigotes. Punto sensible y neurálgico en cualquier felino; una especie de tercer ojo como el que le había puesto al escritor en la primera novela dictada hasta constituir un best seller.
El ojo resultó un fiasco. Lobsang Rampa aún carecía de imaginación y demandaba más historias del maestro. Así que el gato se escabulló por las azoteas como hacen los gatos que desaparecen, pero el escritorzuelo convirtió aquella huída en un viaje astral.

Consiguió publicar otros libros.

Ninguno tan exitoso como el dictado por Fifi Greywhiskers.



LA INTERVENCIÓN
Claudia Isabel Lonfat & Guillermo Corte


—Estas esculturas están completamente confeccionadas en uróboro —dijo el guía mientras los visitantes ingresaban a la sala.

Alberto se acercó a una de ellas, que tenía la forma de un hombre arrodillado mirando al cielo. El material parecía ser una especie de mármol blanco con tintes rosados.

—¿Le agrada? —indagó el expositor—. Se trata de “la unidad de los opuestos”, que fue catalogada como su magnum opus.

—Cautivante —respondió Alberto, cordial.

Mientras apreciaba la obra, un absurdo pensamiento le vino a la cabeza: «no puede moverse dentro del mármol».

De repente, uno de los brazos de la estatua comenzó a sacudirse, como si quisiera liberarse de su propia estructura. Alberto sintió un profundo temor, que se incrementó cuando la figura movió también su cabeza, enfocando su rostro hacia él.

Preso del pánico, atinó a escapar, pero resultó imposible: su cuerpo entumecido, quedó inmóvil, mientras un hormigueo lo recorría. La criatura intentaba comunicarle algo, pero antes de que pudiera percibir su mensaje, se despertó sobresaltado.

«Fue una pesadilla», pensó, feliz de comprobar que era obra de su subconsciente. Recordó la última parte: «Uróboro, uróboro... ¿de dónde me suena?».

Movido por la intuición, se acercó a su biblioteca y tomó un viejo y gastado libro, “Las obras completas de Dieter Clemmens”, donde encontró un pasaje que se refería a uróboros: “…la serpiente que se come la cola, la unidad de los opuestos, la cinta de Moebius, el infinito, como representación de lo cíclico, de aquello que no termina; el eterno volver, el esfuerzo inútil… Este símbolo ancestral, presente en diversas culturas sin relación entre sí, muestra la necesidad que tiene el hombre de perpetuarse, y es representación cabal de su miedo a desaparecer.”

Miró los dibujos que graficaban el texto de Clemmens, y no pudo encontrar la relación que tenían con el sueño que lo había dejado tan inquieto. Además, pudo comprobar que entre las esculturas de la galería de arte no había ningún uróboro. Trató, sin éxito, de establecer alguna conexión lógica entre la simbología, las esculturas, y esa especie de puja del hombre queriendo salir del mármol. Pensó en el castigo que los dioses le impusieron a Sísifo, empujando la piedra cuesta arriba, y esta rodando de nuevo hasta la base, desde donde debía reiniciar eternamente la escalada. Repetir la misma acción; repetir cómo una manera de aniquilar la creatividad, no poder descansar en paz. Quizás, como dijo Camus tratando de develar el mito: “No hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”.

  —Al final, el argelino tenía razón —dijo en voz alta, intentando clarificar sus ideas—; la vida es un proyecto inútil; un uróboros.

Entonces, recordó dónde había leído el término. Se trataba de un ensayo sobre el existencialismo que le había enviado recientemente la doctora Romero Feris, una antigua colega suya. Aún medio dormido, encendió su laptop y buscó el párrafo en el archivo:

“... la muerte pone punto final al proyecto de ser, y, por lo tanto, todo esfuerzo se torna infructuoso, destinado al vacío. Esta lucha se puede simbolizar mediante la mítica figura del uróboros. Por una parte, representa lo infinito y, por ende, la búsqueda de lo eterno. Sin embargo, es su propio carácter cíclico y repetitivo el que la convierte a su vez en imagen de lo absurdo.”

   —La unidad de los opuestos: lo eterno y lo absurdo. Ser y nada; como pensaba Hegel, dónde uno comienza termina el otro, cabeza y cola en el mismo punto —se explicó a sí mismo. Sentía que estaba cerca de una idea importante—. Pero... en el sueño, la estatua estaba hecha de un material al que se denominaba uróboros. Al moverse, la figura buscaba escapar de la rigidez que la sustancia le imponía. Por lo tanto, lo que quería decime es que es posible escapar de esta noción. Pero... ¿qué es lo opuesto al gasto inútil?

La respuesta la encontró en otro pasaje del libro de Clemmens: “…en alquimia, lo opuesto a uróboros es el magnum opus, la gran obra. Para los alquimistas, el logro de la piedra filosofal. Por ende, lo contrario al gasto inútil es el esfuerzo que no es baladí, lo que logra concretarse, trascender...”

   —¡La vida! La vida no tiene sentido, es un gasto inútil, pero es lo inútil... que busca un significado, eternidad, su aventura es justo lo que le confiere un propósito. Persigue lo que carece, está en el punto medio entre tener y no tener... ¡la unidad de los opuestos!

Emocionado, escribió un correo a su antigua amiga:

“Graciela,

Hoy pude completar la lectura de tu ensayo y estuve pensando en el reto que me pusiste cuando cenamos la última vez. Ya tengo la respuesta, me vino en un sueño: ¡vida! El vacío de sentido inserto en ella, el inexplicable deseo de no ser en vano, es lo que le da sentido.

Espero que podamos vernos pronto, para debatir estas ideas. Siempre es un placer.

Saludos. Beto.”

Graciela Romero Farías ya había escrito su nota de suicidio cuando el pitido de su móvil alertó sus pensamientos. Su copa de vino, repleta de somníferos le garantizaba un pase directo al otro mundo. Pero el maldito sonido, que odiaba, le llevó a leer el mensaje de su antiguo colega. Un minuto después, vació la copa en el retrete.


EXTRAÑEJA

Suray Annys & Hernán Bortondello

 

Quiero hacer un trío, le dijo él. Eran una dupla extraña. Luego de una década de amistad les creció el deseo de compartir más. Sin duda se amaban pero se parecían demasiado. Esto les llevaba a identificaciones incómodas. Vivian a mucha distancia y la virtualidad era el lugar de encuentro más frecuente. Con el tiempo comenzaron a verse los fines de semana. Tantas cosas amaban compartir que se escurría la arena de sus relojes internos sin que se dieran cuenta.

Se acariciaban con palabras. Se dedicaban trazos y pensamientos. Se obsequiaban tiempo que era lo más valioso que poseían. Se lo brindaban en dosis homeopáticas porque el resto lo tenían comprometido.

Ese sábado ella se quedó mirándolo en silencio.

El balbuceó: espero que te guste la idea, me dijiste que deseabas estar con una mujer.

—¿Quién es ella?

—Alguien que conocí por internet. 

—¿Y cómo es?

—Se parece mucho a vos, es alegre, inteligente, modesta.

—¿Pero cómo es? ¿Tenés una foto?

Entraron juntos a sus redes y voayeurearon comentando sus pareceres.

—Me agrada, pero no estoy segura de desear compartirte.

—No me compartirías, es para darte el gusto a vos.

—Jaaa, si quisiera darme ese gusto buscaría yo alguien de mi agrado.

—Acabás de decirme que te agrada.

—No estoy segura, ¿ya probaste la intimidad con ella?

—Nooo, ¿cómo voy a probar nada sin avisarte?

—Bueno, entonces vela, probala, y si a vos te gusta seguramente a mí me gustará. Sondeala a ver qué es lo que busca, cuáles son sus intenciones. Tiene que tener claro que nosotros somos una extrañeja y que ella será solo un juguete sexual.

Una inquietud se instalo entre ambos. Se juntaban por la noche en sus pantallas, ella lo interrogaba sobre sus avances, él le contaba sus encuentros tan superficialmente que ella, al tercer fin de semana, le preguntó directamente:

—¿Ya te la cogiste?

Que sí, que no, que un poco, que no tanto, que bien pero no mucho, que tenemos que juntarnos los tres.

Por ese entonces un ex marido de ella también había resurgido del pasado más bien reciente. Así que avisó que se estaba hablando con él y que pronto se encontrarían a “tomar un café”. Por otro lado la jugueta era viuda desde hacía tanto que ya podía ofrecer una cuasi virginidad.

Él comenzó a llamar más temprano acusando cansancio o malestar sacándose el trámite de encima para quedar libre para su nuevo criptoamor. Ella reemplazo esas sensausencias con fluidez virtual; con su ex.

Comenzó a profundizarse tanto la incomunicación que un viernes al encontrarse, se dijeron casi al unísono que el sábado cada quien tendría visitas.

Vendrían la jugueta y el x. Que hacer o no hacer. Cancelar imposible. Recibirían a los terceros pero dejarían de lado los intereses sexuales. Ellas se conocerían, ellos se tratarían, y superado el trance, al volver a ser dos, intercambiarían impresiones e intenciones.

Ella recibió primero a su ex y luego a su él con la viuda. Llegaron con poco tiempo de diferencia y se olía la nerviosidad en el aire. Se instalaron en una sombra con infusiones y golosinas y comenzó el diálogo. La viuda se reía histérica de todo y cualquier cosa. El x no se reía por nada. Asentía con la cabeza y hacia una mueca apretada que simulaba una sonrisa. Ella hablaba histriónicamente buscando caer simpática, pero marcando territoautoridad en cada frase. El exageraba su lirismo hasta volver su discurso difícilmente inteligible. Las risas forzadas y estridentes semejaban el cluequeo de aves de corral.

Toda aquella incomodidad fue haciendo crecer la tensión psicológica hasta un punto en que ya fue insoportable, o al menos lo fue para x. Aspiró profundo, y, tras una larga expiración, se puso de pie, dio los dos pasos que lo separaban de la viuda y le extendió ambas manos. La jugueta apenas vaciló el tiempo de tres parpadeos tras el cual extendió las suyas estrechando las que la invitaban. X la jaló firme pero cuidadosamente hasta ponerla de pie frente a él y luego de intercambiar significativas miradas, x deslizo sus manos por debajo de su vestido, y, apretándole con fuerza ambas nalgas comenzó a besarla apasionadamente; la viuda se dejó poseer y contestó los besos con frenético hambreardor. Por unos instantes los anfitriones no pudieron evitar que sus miradas se vieran atraídas por el magnetismo de la escena que se desarrollaba ante ellos, sin embargo, él, el él de ella, se levantó también de su asiento y acercándose al dúo atrajo hacia sí a la jugueta aferrándola de la larga cabellera negra que caía sobre su espalda. Ahora la boca caliente de la viuda cambió de dueño con pasiva continuidad al tiempo que esas otras manos desgarraban su escote y comenzaban a sobar sus pechos con cierta violencia.  X, no se inmutó por el arrebato, simplemente abrazó el vientre de la mujer por detrás apretando su sexo contra su trasero.

A todo esto, ella, la ella de él, la ex de x, seguía absorta en los dos que ahora era tres; tres que ya no estaban de pie y eran un algo que se entrelazaba y retorcía sobre el sofá de tres cuerpos. ¿Tres cuerpos arriba de tres cuerpos?, pensó con un sarcasmo no meditado, y el divertido pensamiento rompió el hechizo del espectáculo. De pronto ella, la ella de ella, la de nadie más, alisó su falda, apagó su cigarrillo en el cenicero de la mesa ratona, dirigió una última mirada a eso, y se evaporó, desapareció, no estuvo más, ni volvió a estar.

 

Al día siguiente, despertando entre dos cuerpos, él supo que la extrañeja no existía más.



SOLDADOS DE LA FE

Iván Bojtor & Sergio Gaut vel Hartman


Nos habíamos escondido bajo tierra, en un sótano, como ratas. Estábamos escondidos porque los soldados de la fe, los extremistas que mastican las mentes de los que no creen en Dios, estaban de nuevo al ataque. Nosotros, los pocos ateos que seguíamos vivos en el mundo, estábamos protegidos por un pequeño grupo de intelectuales y artistas, pero ellos eran cada vez menos, y nosotros también.

—No tiene sentido —se lamentaba Kurtz, como siempre.

—Algo ocurrirá y todo dará un vuelco; esto no puede seguir así indefinidamente.

—No seas ingenuo. ¿De verdad crees que los Grandes Benefactores Galácticos volverán a la Tierra para restaurar esta ruina? ¡Ridículo!

Me vi obligado a ceder ante este argumento.

A dos pasos de mí, Susan, que aún llevaba un pañuelo como si acabara de llegar, se sentó a mi lado, y también el doctor Stephan, que llevaba días jugando al ajedrez contra un ordenador, soñando con ganar, pero ninguno de los dos interfería nunca en nuestras discusiones.

—Tiene que haber una solución —dijo Gallagher—. Tiene que haber un fallo en el sistema. Tiene que haberlo.

—Si hay un fallo en el sistema y lo encontramos, ¿qué hacemos? Podríamos hacerlos más fuertes.

Nos quedamos en silencio mirando las paredes encaladas.

¿Cuánto tiempo deberemos quedarnos aquí sentados? ¿Cuánto tiempo deberemos escondernos? Pasa un día tras otro y no hacemos nada, ni siquiera lo intentamos.

—¡Mate! -gritó Stephan, levantándose de un salto de la silla—. ¡He ganado!

Todos nos reunimos frente al ordenador y nos quedamos mirando la pantalla.

—¿Hiciste trampas? —preguntó Gallagher.

-No hice trampas. Con este programa no se pueden hacer trampas. He ganado y ya está —gruñó Stephan.

—¡Empieza otra partida! —dijo Gallagher.

Prestamos atención. Y cuando Stephan volvió a ganar en la duodécima jugada, Gallagher y yo nos miramos horrorizados. Ambos lo habíamos entendido todo. Salté y arranqué los cables del ordenador de la pared; Gallagher destrozó la máquina con un tubo de hierro que había encontrado en un rincón del sótano.

Los demás se quedaron paralizados, con los ojos fuera de las órbitas.

Kurtz fue el primero en darse cuenta.

—¡Saben que estamos en este lugar! Estamos condenados.

—Salgamos de aquí, tan rápido como podamos —dijo Susan mientras se ajustaba el chal.

Empezamos a hacer las maletas, reuniendo lo imprescindible.  El doctor Stephan no se movió, seguía mirando los restos del ordenador. Estábamos en la entrada del sótano, con los abrigos puestos y las bolsas en la mano, pero no se movió.

—¡Venga! ¿Qué espera? —le gritó Gallagher.

—Si salimos ahora nos atraparán en un minuto o dos. No tenemos forma de que nos ayuden, no conocemos la zona. Y llamaríamos la atención con estas bolsas tan grandes. ¿No crees? ¿Y a dónde iríamos? ¿Alguno de ustedes puede decirlo? —Entendimos que tenía razón. Nos quedamos clavasdos al piso, como si nos hubieran disparado—. Saben que estamos aquí, en alguna parte –insistió Stephan—. Bueno, solo saben que estuvimos aquí desde hace unos pocos minutos. Aún no han averiguado exactamente dónde, porque porque de lo contrario ya habrían llegado. Pensemos como si estuviéramos jugando al ajedrez, tratando de anticipar algunos de sus movimientos. Ellos saben que nosotros sabemos que ellos saben. ¿Cuál sería nuestro movimiento lógico? Ellos creen que ese movimiento sería huir de aquí; creen eso. ¿Estoy en lo cierto? Nos estarán buscando en todas las direcciones del vecindario. Solo vendrán aquí como último recurso porque creen que nos hemos ido hace tiempo; las creencias ante todo.

Su argumento no me pareció convincente, así que no fui yo quien bajó primero sus maletas, sino Susan, que en un movimiento inesperado se desató por fin el pañuelo de la cabeza, lo arrojó resignada sobre el ordenador destrozado y se quitó la chaqueta.

Kurtz, por supuesto, gimoteó.

—Esto no va a funcionar. Tarde o temprano vendrán. Vámonos.

Gallagher también dejó caer sus bolsas al suelo y empezó a pasearse nervioso por el pequeño espacio que habitábamos, diciendo lo suyo.

—Puede que ahora no nos sirva de mucho, pero tengo la sensación de que este puede ser justamente el fallo de todo el sistema: la fe, lo que ellos creen es rígido, inamovible.

No entendí de qué estaba hablando.


Los autores: Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Carmina Shapiro, Claudia Isabel Lonfat, Guillermo Corte, Hernán Bortondello, Iván Bojtor, José Luis Velarde, Judith Shapiro, Luciano Lara, Lucila Adela Guzmán, Oscar De Los Ríos, Sergio Gaut vel Hartman, Suray Annys 

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