miércoles, 17 de diciembre de 2025

DEBAJO DE LA PIEL

Duda Falcão

 

1. El carnicero

El hachón afilado cortaba la carne y partía los huesos. Jonas –así se llamaba desde hacía un tiempo– blandía su herramienta de trabajo con más fuerza de la necesaria. En los labios, la saliva se acumulaba. La hoja atravesó el fémur, haciendo vibrar la mesa de acero inoxidable. El ambiente olía a hierro, grasa y desinfectante. Los distintos cuchillos descansaban sobre la bancada, mientras las carcasas colgadas goteaban sangre despacio, un líquido oscuro y espeso. El carnicero usaba el delantal empapado desde la madrugada. No se lo cambiaba. No sentía asco. Pero sentía hambre.

Suspiró. La mayor parte del buey ya estaba descuartizada.

—Esta no es la carne que te gusta.

La voz rozó su nuca, como si se la susurraran desde dentro de los oídos.

—Biomasa sin alma. Sin sabor. Sin terror. —Jonas se detuvo. Clavó el metal afilado en un cuarto trasero. Miró la pared de azulejos, blanca, helada, manchada de salpicaduras antiguas. Respiró hondo, intentando silenciar la presencia—. No sirve de nada. —La voz no venía de afuera. Sonaba detrás de la oreja—. Sabes que esto no te alimenta.

El hombre cerró los ojos. La lámpara colgante oscilaba en el techo. El olor de la carne fresca, de la sangre, de la limpieza, lo impregnaba todo. Tragó saliva. Agarró un trozo crudo y lo mordió. Masticó como quien cumple una condena.

Pero era como si el estómago siguiera vacío.

Al final del turno, se lavó las manos con jabón, se las restregó hasta los codos. Se quitó el delantal, se cambió de ropa y se tapó el rostro con una gorra. Se despidió, sin expresar emociones, del compañero que atendía el mostrador y salió del supermercado. No habló con otros empleados. Fue al restaurante de la esquina y se sirvió de todo tipo de carne disponible: de cerdo, de ave, de vaca y de pescado. El plato casi rebosaba, y no tenía ninguna otra variedad de comida. La dueña ya estaba acostumbrada a él y había dejado de insistir para que comiera otros tipos de proteínas que no fueran de procedencia animal. Era una pérdida para el negocio.

Masticaba los pedazos de carne asada o frita. Pero aquella cosa no lo satisfacía.

—Siempre recuerdas el sabor, ¿no? De la deliciosa carne caliente después de ir a la olla. ¿La sangre escurriendo? ¿Las lágrimas y la mirada suplicante?

Lo recordaba. Pero era arriesgado obtener lo que deseaba. Dejaba pasar tiempo entre una matanza y otra. Sin embargo, ahora se estaban volviendo cada vez más frecuentes. No conseguía contenerse.

Más tarde, casi al anochecer, solo en su casucha cerca de la ruta, se sentó en una mecedora bajo el alero. Unos pocos faros desafiaban la niebla. Percibió que un par de ellos se detenían en la entrada de su propiedad.

Jonas se levantó sin prisa, y caminó hasta el auto estacionado delante de la tranquera abierta. Bajó un muchacho, celular en mano.

—¡Buenas tardes!

—¡Creo que ya da para decir “buenas noches”!

—Tiene razón. Me quedé sin nafta. Creo que tuve algún problema con el indicador de combustible. Y, para colmo, no hay señal en el celular para llamar al seguro.

—Sí. Acá no agarra señal. Pero quédate tranquilo. Creo que tengo algo de nafta en mi bidón de reserva. Ven conmigo.

—¿Puedo dejar el auto acá?

—Claro. Sin nafta nadie lo va a sacar de ahí, ¿no es cierto?

El muchacho siguió a Jonas hasta la galería. El anfitrión abrió la puerta.

—Puedes pasar.

—Puedo esperar acá, señor. No quiero molestar.

—Como prefieras. Ya vuelvo.

El visitante observó el terreno de pasto alto, sin cortar. La cerca que delimitaba la propiedad con la ruta era vieja, con maderas rotas. Había basura suelta y pedazos de chatarra tirados. Cuando oyó el crujido de una madera floja en el piso detrás de él, se dio cuenta de que el hombre que lo había recibido estaba volviendo. Se dio vuelta para hablar. Pero antes de decir nada, vio lo que lo esperaba.

Jonas empuñaba un hachita y, con el objeto, le acertó de lleno a la víctima en la cabeza, justo en el medio de la frente, entre los ojos. El sujeto no tuvo tiempo de esbozar reacción alguna, salvo mirar a la muerte en persona, con los ojos vidriosos y el cuerpo tembloroso.

Primero, el asesino arrastró el cuerpo hacia adentro de su guarida. Luego empujó el auto, guiándolo hasta el fondo del matadero. Cubrió el vehículo con una lona oscura y sucia, ocultándolo con ayuda de un matorral alto y seco. Se desharía de eso en algún momento; tenía dónde desovar, pero antes se ocuparía de preparar la carne.

—No eres cauteloso. Necesitas tener más cuidado. No se sacrifica el alimento en la puerta de casa. ¡Escúchame bien! El próximo error será el último.

Jonas, íntimamente, le pedía a la voz que se callara mientras realizaba su trabajo preferido: cortar, deshuesar y colgar en los ganchos.

 

2. El detective privado

Juarez apretaba el volante con fuerza. El frío ayudaba con el dolor que atormentaba las articulaciones de sus dedos. Había dormido mal otra vez. Detuvo el automóvil.

Afuera, solo monte y niebla. Kilómetros de vacío.

Encendió la grabadora del celular que había dejado en el asiento del acompañante.

—Tercera desaparición en dos meses. Más o menos el mismo tramo de la ruta. Sin testigos, sin rastros. El patrón empieza a repetirse.

Apagó.

En el asiento de atrás, los recortes de diario estaban desparramados. Todavía prefería manipular papel: le daba un poco más de confianza. Parecía que los viejos tiempos aún seguían casi como antes, usando esas fuentes. En las noticias veía información de personas que se habían esfumado en los últimos días. Gente que no volvió a aparecer. La mayoría eran mujeres jóvenes. Desaparecían siempre de noche y cerca de un pueblito olvidado del interior del estado.

Juarez había sido contratado por un comerciante rico de la región para localizar al hermano que había desaparecido sin dejar rastro. Y todo apuntaba a un área específica. Entre la ciudad y la ruta. En especial, a una casucha decadente al costado del camino. Un lugar feo y descuidado.

El hombre bajó del auto y se apoyó en el capó. Se llevó los binoculares a los ojos. Así podía espiar mejor la casa casi escondida entre los árboles. Pequeña y deformada por el tiempo, parecía bastante amenazadora. Ningún movimiento. Pero sabía que el propietario se llamaba Jonas Machado. El individuo vivía solo. No tenía parientes. No tenía cuenta bancaria. Prefería cobrar en efectivo de su patrón. No tenía historia clínica, ni siquiera CPF. Casi un fantasma.

¿Cómo la policía todavía no había dado con él?, se preguntaba. ¡Incompetentes! Él resolvería solo aquel caso y volvería a ser respetado, cosecharía los laureles del éxito.

—Que se jodan. ¡Voy a resolver esto ahora mismo!

Sería un mérito indiscutible para su empeño: la resolución de esas desapariciones. Juarez subió al auto y abrió la guantera. Sacó un revólver de seis balas. Un RM64 calibre 38.

—Es solo por las dudas. No voy a necesitar usarlo.

Como detective privado, no tenía permiso para usar armas de fuego. Pero creía que la ley no estaba hecha para él.

Caminó sigiloso por el monte que antecedía el terreno de la casucha y saltó la cerca de madera vieja y gastada. Pasó junto a basura y escombros. Ningún movimiento en la casa. Fue hasta atrás y vio una lona grande que cubría algo en medio de un matorral. Vio marcas de neumáticos cuando se acercó. Fotografió todo. Después, con cuidado, tiró del material de poliéster poco flexible e identificó un vehículo. Fotografió también la patente. Parecía abandonado hacía un tiempo. En las ruedas había barro y la carrocería estaba sucia.

Se acercó a la puerta de atrás. Estaba entornada. La empujó con cuidado. Aun así, las bisagras chirriaron. Encendió la linterna del celular y entró. El olor a podrido invadió sus narices. Era una cocina; sin embargo, parecía que hubiera penetrado en el interior de un gigantesco cuerpo muerto y podrido.

 

3. Corte profundo

Jonas caminaba despacio por la calle lateral de la plaza. Parecía una persona cualquiera volviendo del trabajo a una hora avanzada de la noche. Veía casas de paredes bajas, con postigos en las puertas y las ventanas con las persianas cerradas. Los postes parpadeaban cuando pasaba. El pueblito siempre se dormía demasiado temprano. Los gatos desaparecían ante su presencia y buscaban los mejores escondites para alejarse de él.

La luz del bar del otro lado de la calle todavía estaba encendida. Oía risas apagadas y música mala, en su opinión. Fue entonces cuando la puerta se abrió. Una joven salió del local. Tambaleaba, empuñando una botella de alcohol.

—Esa está distraída y a punto.

—¿Y si aparece alguien más? —susurró Jonas.

—Tonterías. Acá nadie ve nada. Nadie escucha. Estas calles fueron hechas para olvidar gente.

—Prefiero parar.

—¿Parar? ¿Desde cuándo decidiste que puedes parar? No me hagas reír.

Jonas apretó los dientes. La mandíbula chasqueó como si no estuviera encajada en el lugar correcto. Un músculo de la cara se movió mal bajo la piel.

—Conoces el gusto. Sin embargo, puedes elegir. Pero no puedes porque no quieres. Prefieres echarme la culpa a mí o a los otros.

El carnicero se acercó con pasos rápidos y le cubrió la cabeza con una capucha. Sorprendida y asfixiada, la víctima se desmayó sin poder resistir más. Jonas tenía fuerza suficiente en los brazos y las piernas para cargar a su presa inconsciente. La puerta del acompañante de su camioneta estaba apenas entornada. Fue fácil arrojar el cuerpo sobre el asiento.

El vehículo dejó la plaza sin ser visto por ningún testigo. Para relajarse, Jonas encendió la radio mientras entraba en la ruta. Sonaba un blues lento, marcado por cuerdas de guitarra de acero y una armónica. Antes de llegar a casa, el carnicero fue sorprendido por los gemidos de la prisionera. Se había despertado y se agitaba intentando sacarse la capucha. Todavía acostada en el asiento amplio de la camioneta, golpeó con un brazo el volante, haciendo que Jonas casi perdiera el control. El vehículo llegó a derrapar en el asfalto, dejando marcas de goma. Aun así, logró frenar a tiempo, antes de irse a la banquina.

La mujer apoyó una mano en el tablero y consiguió sentarse. Estaba a punto de sacarse la capucha de tela gruesa y negra que le impedía ver y respirar con normalidad. Jonas, por su parte, no estaba desprevenido. Debajo del asiento de cuero del conductor sacó una cuchilla afilada con mango hecho de hueso bovino. La víctima arrancó la capucha y se sobresaltó ante la mirada vidriosa de su verdugo. Gritó una vez antes de recibir un corte profundo y preciso que le abrió la garganta. La sangre brotó a borbotones, empapando la ropa y la cabina del vehículo.

—¡Qué mugre!

—¡Quedate quieta!

Jonas giró la llave en el encendido y siguió camino hacia su guarida.

 

4. Cámara fría

El haz de la linterna blanca recortaba el polvo del aire estancado. El piso era de tablas que crujían bajo los pasos del detective. Una única lámpara apagada colgaba del techo, casi sobre el centro de una mesa de madera. Había surcos profundos en el tablero engrasado, como si una hoja pesada hubiera sido arrastrada muchas veces por los mismos caminos. Sobre la cocina había una olla de hierro y una pava tiznada por el uso intensivo.

Juarez se acercó a la olla y levantó la tapa. Un olor a muerte invadió su olfato. Pero no se alejó. Agarró una cuchara de madera que estaba en la pileta sucia, donde se amontonaban platos y cubiertos. Revolvió la salsa roja y vio pedazos cortados de algún tipo de carne. Tal vez de cerdo; no se podía saber.

Tapó la olla y tiró la cuchara. Notó que las ventanas estaban cerradas con clavos hundidos en los marcos. No entraba ni un rayo de luz de la ruta. Eso era una prueba de que su sospechoso tenía mucho que ocultar. Que la puerta de atrás hubiese quedado abierta era un golpe de suerte para Juarez y un descuido fatal para el criminal, según el razonamiento inmediato del investigador.

De pronto, el motor de la heladera de un blanco glacial empezó a funcionar. Emitía un sonido agudo y chillón, de electrodoméstico muy viejo. Era de las que tienen pestillo y alrededor se distinguían marcas de dedos sucios. Para asegurarse de no dejar huellas digitales en ningún sitio que pudiera inspeccionar, Juarez usaba guantes. Eran de cuero de yacaré, un regalo especial de un amigo estanciero del interior del Pantanal. Se acercó a la puerta y la abrió. Tenía un mal presentimiento sobre lo que encontraría.

El hedor lo golpeó. Por instinto retrocedió un paso y se cubrió la nariz con el antebrazo. Pero mantuvo los ojos abiertos. Dentro de la heladera había carne apilada de manera meticulosa. Pero no como uno esperaría. En una parte, aun sin piel, se notaba que era un pie humano cortado a la altura del tobillo. Además, lado a lado, había dedos sin manos, colocados dentro de un vaso de vidrio. La puerta empezó a cerrarse sola, sin que Juarez la detuviera.

Las pruebas de que Jonas era un asesino estaban ahí, delante de él. Pero el detective no esperaba que el criminal además fuera caníbal. Abrió otra vez la heladera y fotografió lo que había visto. Era hora de irse. Pero antes de salir de la casucha, advirtió detrás de una estantería de madera una puerta. Tocó la culata del revólver escondido en una funda de pecho. Esto me mantiene seguro, pensó, convencido de que tenía razón.

La curiosidad pudo más. Empujó el mueble sin preocuparse por rayar el piso. Sobre los estantes había apenas algunos libros grasientos y polvorientos. No le costó demasiado.

Cuando pudo, giró el picaporte redondo de la puerta oculta y encontró una escalera con escalones toscos de madera, flanqueada a ambos lados por paredes de piedra. Antes de entrar miró la puerta trasera abierta. Podría irse, pensó, pero prefirió el riesgo de seguir adelante.

Cuando empezó a bajar escalón por escalón, una luz blanca se encendió sola en el techo inclinado. Por un momento se asustó. Pero enseguida se dio cuenta de que debía ser automática. Entonces oyó el zumbido bajo de algo que funcionaba como un generador. Al llegar al sótano encontró un lugar claro, iluminado por varias luminarias. Hacía un frío intenso y el piso estaba cubierto de aserrín oscuro. Podía ver el aire de su propia respiración. Era una especie de cámara frigorífica. Entendió al instante la razón de esa climatización artificial.

Dos cuerpos colgaban boca abajo, sostenidos por ganchos clavados en sus piernas. Uno era de un niño y el otro de un hombre. En el primero, más cerca de Juarez, el abdomen abierto dejaba ver costillas apretadas y los brazos estaban sin manos. En el del adulto faltaba una pierna, y el rostro estaba desfigurado hasta el cráneo, como si la piel hubiera sido estirada y recolocada por un cirujano plástico poco experto.

Sobre una gran mesa rectangular de acero inoxidable había palanganas de aluminio. Dentro, se almacenaban riñones, hígados y pulmones. En una de las paredes había un panel de madera con instrumentos de corte colgados: desde bisturíes pequeños hasta machetes. En shock, paralizado por el horror, el detective no logró moverse durante un tiempo.

Solo cuando escuchó un ruido proveniente de la planta de arriba recuperó la movilidad. Hasta el corazón parecía habérsele detenido en los segundos anteriores.

La luz de la planta baja se encendió. Juarez no moriría allí, en esa tumba congelada. Subió corriendo la escalera y sacó el revólver. Cuando llegó a la cocina vio a Jonas dejando caer el cuerpo de una mujer sobre la mesa. El peso muerto provocó un golpe sordo en el tablero de madera.

—¡Animal! —gritó el investigador, disparando cuatro tiros seguidos. Tres le dieron en el pecho y el cuarto, en el rostro.

Jonas cayó, sorprendido por el ataque. Juarez se secó el sudor frío de la frente con la manga del abrigo y rodeó la mesa lentamente. Estaba seguro de haber matado al caníbal. Diría que había sido legítima defensa. Paciencia. No podía haber entrado sin orden judicial; lo sabía. Era la palada de cal que le faltaba a su carrera. Tal vez fuera mejor irse y hacer una denuncia anónima indicando dónde estaba el secuestrador: así se ahorraba problemas.

Pero antes de poder lamentarse, vio que Jonas se levantaba.

—Quedate donde estás o yo… —dijo Juarez, ya sin disimular el temblor de las manos.

—¡No eres más que ganado! ¿Qué puedes hacer? ¿Vas a intentar matarme otra vez? —preguntó Jonas, incorporándose sin mayores dificultades mientras se arrancaba una de las balas del pecho.

La piel de su rostro, tras el disparo de rozón, se había soltado. Debajo, el horror absoluto revelaba algo que no era humano.

Un auto pasó por la ruta frente a la casucha. Las luces altas estaban encendidas para intentar atravesar la maldita niebla. Si no hubiera sido por el volumen altísimo con el que el conductor escuchaba el noticiero policial de la región, habría oído un grito de puro desesperación acompañado de dos disparos de revólver.

Duda Falcão es escritor, profesor de escritura creativa, editor, guionista y doctor en Educación. Cuenta con más de una década de experiencia en el ámbito literario. Ha escrito las colecciones de cuentos: Mausoléu (2013), Treze (2015), Comboio de Espectros (2017), Mensageiros do Limiar (2020) e A Tumba do Maestro (2024);; las novelas: Protetores (2012), O Estranho Oeste de Kane Blackmoon (2019) e Eadgar nas Sombras da Grécia Antiga (2025) y el ensayo Guia de Literatura Fantástica (2023), nominado al Premio de Literatura Açorianos. Ha publicado cuentos en más de cincuenta antologías colectivas, ha organizado y editado más de treinta libros y publica, de distribución gratuita, la revista Odisseia de Literatura Fantástica. Es el organizador del evento y del Premio Odisseia de Literatura Fantástica, que se realiza en la capital de Rio Grande do Sul desde 2012.

 

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