Duda Falcão
1. El carnicero
El hachón afilado cortaba la carne
y partía los huesos. Jonas –así se llamaba desde hacía un tiempo– blandía su
herramienta de trabajo con más fuerza de la necesaria. En los labios, la saliva
se acumulaba. La hoja atravesó el fémur, haciendo vibrar la mesa de acero
inoxidable. El ambiente olía a hierro, grasa y desinfectante. Los distintos
cuchillos descansaban sobre la bancada, mientras las carcasas colgadas goteaban
sangre despacio, un líquido oscuro y espeso. El carnicero usaba el delantal
empapado desde la madrugada. No se lo cambiaba. No sentía asco. Pero sentía
hambre.
Suspiró. La mayor parte del buey ya
estaba descuartizada.
—Esta no es la carne que te gusta.
La voz rozó su nuca, como si se la
susurraran desde dentro de los oídos.
—Biomasa sin alma. Sin sabor. Sin
terror. —Jonas se detuvo. Clavó el metal afilado en un cuarto trasero. Miró la
pared de azulejos, blanca, helada, manchada de salpicaduras antiguas. Respiró
hondo, intentando silenciar la presencia—. No sirve de nada. —La voz no venía
de afuera. Sonaba detrás de la oreja—. Sabes que esto no te alimenta.
El hombre cerró los ojos. La
lámpara colgante oscilaba en el techo. El olor de la carne fresca, de la
sangre, de la limpieza, lo impregnaba todo. Tragó saliva. Agarró un trozo crudo
y lo mordió. Masticó como quien cumple una condena.
Pero era como si el estómago
siguiera vacío.
Al final del turno, se lavó las
manos con jabón, se las restregó hasta los codos. Se quitó el delantal, se
cambió de ropa y se tapó el rostro con una gorra. Se despidió, sin expresar
emociones, del compañero que atendía el mostrador y salió del supermercado. No
habló con otros empleados. Fue al restaurante de la esquina y se sirvió de todo
tipo de carne disponible: de cerdo, de ave, de vaca y de pescado. El plato casi
rebosaba, y no tenía ninguna otra variedad de comida. La dueña ya estaba
acostumbrada a él y había dejado de insistir para que comiera otros tipos de
proteínas que no fueran de procedencia animal. Era una pérdida para el negocio.
Masticaba los pedazos de carne
asada o frita. Pero aquella cosa no lo satisfacía.
—Siempre recuerdas el sabor, ¿no?
De la deliciosa carne caliente después de ir a la olla. ¿La sangre escurriendo?
¿Las lágrimas y la mirada suplicante?
Lo recordaba. Pero era arriesgado
obtener lo que deseaba. Dejaba pasar tiempo entre una matanza y otra. Sin
embargo, ahora se estaban volviendo cada vez más frecuentes. No conseguía
contenerse.
Más tarde, casi al anochecer, solo
en su casucha cerca de la ruta, se sentó en una mecedora bajo el alero. Unos pocos
faros desafiaban la niebla. Percibió que un par de ellos se detenían en la
entrada de su propiedad.
Jonas se levantó sin prisa, y
caminó hasta el auto estacionado delante de la tranquera abierta. Bajó un
muchacho, celular en mano.
—¡Buenas tardes!
—¡Creo que ya da para decir “buenas
noches”!
—Tiene razón. Me quedé sin nafta.
Creo que tuve algún problema con el indicador de combustible. Y, para colmo, no
hay señal en el celular para llamar al seguro.
—Sí. Acá no agarra señal. Pero quédate
tranquilo. Creo que tengo algo de nafta en mi bidón de reserva. Ven conmigo.
—¿Puedo dejar el auto acá?
—Claro. Sin nafta nadie lo va a
sacar de ahí, ¿no es cierto?
El muchacho siguió a Jonas hasta la
galería. El anfitrión abrió la puerta.
—Puedes pasar.
—Puedo esperar acá, señor. No
quiero molestar.
—Como prefieras. Ya vuelvo.
El visitante observó el terreno de
pasto alto, sin cortar. La cerca que delimitaba la propiedad con la ruta era
vieja, con maderas rotas. Había basura suelta y pedazos de chatarra tirados.
Cuando oyó el crujido de una madera floja en el piso detrás de él, se dio
cuenta de que el hombre que lo había recibido estaba volviendo. Se dio vuelta
para hablar. Pero antes de decir nada, vio lo que lo esperaba.
Jonas empuñaba un hachita y, con el
objeto, le acertó de lleno a la víctima en la cabeza, justo en el medio de la
frente, entre los ojos. El sujeto no tuvo tiempo de esbozar reacción alguna,
salvo mirar a la muerte en persona, con los ojos vidriosos y el cuerpo
tembloroso.
Primero, el asesino arrastró el
cuerpo hacia adentro de su guarida. Luego empujó el auto, guiándolo hasta el
fondo del matadero. Cubrió el vehículo con una lona oscura y sucia, ocultándolo
con ayuda de un matorral alto y seco. Se desharía de eso en algún momento;
tenía dónde desovar, pero antes se ocuparía de preparar la carne.
—No eres cauteloso. Necesitas tener
más cuidado. No se sacrifica el alimento en la puerta de casa. ¡Escúchame bien!
El próximo error será el último.
Jonas, íntimamente, le pedía a la
voz que se callara mientras realizaba su trabajo preferido: cortar, deshuesar y
colgar en los ganchos.
2. El detective
privado
Juarez apretaba el volante con
fuerza. El frío ayudaba con el dolor que atormentaba las articulaciones de sus
dedos. Había dormido mal otra vez. Detuvo el automóvil.
Afuera, solo monte y niebla.
Kilómetros de vacío.
Encendió la grabadora del celular
que había dejado en el asiento del acompañante.
—Tercera desaparición en dos meses.
Más o menos el mismo tramo de la ruta. Sin testigos, sin rastros. El patrón
empieza a repetirse.
Apagó.
En el asiento de atrás, los
recortes de diario estaban desparramados. Todavía prefería manipular papel: le
daba un poco más de confianza. Parecía que los viejos tiempos aún seguían casi
como antes, usando esas fuentes. En las noticias veía información de personas
que se habían esfumado en los últimos días. Gente que no volvió a aparecer. La
mayoría eran mujeres jóvenes. Desaparecían siempre de noche y cerca de un
pueblito olvidado del interior del estado.
Juarez había sido contratado por un
comerciante rico de la región para localizar al hermano que había desaparecido
sin dejar rastro. Y todo apuntaba a un área específica. Entre la ciudad y la
ruta. En especial, a una casucha decadente al costado del camino. Un lugar feo
y descuidado.
El hombre bajó del auto y se apoyó
en el capó. Se llevó los binoculares a los ojos. Así podía espiar mejor la casa
casi escondida entre los árboles. Pequeña y deformada por el tiempo, parecía
bastante amenazadora. Ningún movimiento. Pero sabía que el propietario se
llamaba Jonas Machado. El individuo vivía solo. No tenía parientes. No tenía
cuenta bancaria. Prefería cobrar en efectivo de su patrón. No tenía historia
clínica, ni siquiera CPF. Casi un fantasma.
¿Cómo la policía todavía no había
dado con él?, se preguntaba. ¡Incompetentes! Él resolvería solo aquel caso y
volvería a ser respetado, cosecharía los laureles del éxito.
—Que se jodan. ¡Voy a resolver esto
ahora mismo!
Sería un mérito indiscutible para
su empeño: la resolución de esas desapariciones. Juarez subió al auto y abrió
la guantera. Sacó un revólver de seis balas. Un RM64 calibre 38.
—Es solo por las dudas. No voy a
necesitar usarlo.
Como detective privado, no tenía
permiso para usar armas de fuego. Pero creía que la ley no estaba hecha para
él.
Caminó sigiloso por el monte que
antecedía el terreno de la casucha y saltó la cerca de madera vieja y gastada.
Pasó junto a basura y escombros. Ningún movimiento en la casa. Fue hasta atrás
y vio una lona grande que cubría algo en medio de un matorral. Vio marcas de
neumáticos cuando se acercó. Fotografió todo. Después, con cuidado, tiró del
material de poliéster poco flexible e identificó un vehículo. Fotografió
también la patente. Parecía abandonado hacía un tiempo. En las ruedas había
barro y la carrocería estaba sucia.
Se acercó a la puerta de atrás.
Estaba entornada. La empujó con cuidado. Aun así, las bisagras chirriaron.
Encendió la linterna del celular y entró. El olor a podrido invadió sus
narices. Era una cocina; sin embargo, parecía que hubiera penetrado en el interior
de un gigantesco cuerpo muerto y podrido.
3. Corte profundo
Jonas caminaba despacio por la
calle lateral de la plaza. Parecía una persona cualquiera volviendo del trabajo
a una hora avanzada de la noche. Veía casas de paredes bajas, con postigos en
las puertas y las ventanas con las persianas cerradas. Los postes parpadeaban
cuando pasaba. El pueblito siempre se dormía demasiado temprano. Los gatos
desaparecían ante su presencia y buscaban los mejores escondites para alejarse
de él.
La luz del bar del otro lado de la
calle todavía estaba encendida. Oía risas apagadas y música mala, en su
opinión. Fue entonces cuando la puerta se abrió. Una joven salió del local.
Tambaleaba, empuñando una botella de alcohol.
—Esa está distraída y a punto.
—¿Y si aparece alguien más?
—susurró Jonas.
—Tonterías. Acá nadie ve nada.
Nadie escucha. Estas calles fueron hechas para olvidar gente.
—Prefiero parar.
—¿Parar? ¿Desde cuándo decidiste
que puedes parar? No me hagas reír.
Jonas apretó los dientes. La
mandíbula chasqueó como si no estuviera encajada en el lugar correcto. Un
músculo de la cara se movió mal bajo la piel.
—Conoces el gusto. Sin embargo, puedes
elegir. Pero no puedes porque no quieres. Prefieres echarme la culpa a mí o a
los otros.
El carnicero se acercó con pasos
rápidos y le cubrió la cabeza con una capucha. Sorprendida y asfixiada, la
víctima se desmayó sin poder resistir más. Jonas tenía fuerza suficiente en los
brazos y las piernas para cargar a su presa inconsciente. La puerta del
acompañante de su camioneta estaba apenas entornada. Fue fácil arrojar el
cuerpo sobre el asiento.
El vehículo dejó la plaza sin ser
visto por ningún testigo. Para relajarse, Jonas encendió la radio mientras
entraba en la ruta. Sonaba un blues lento, marcado por cuerdas de guitarra de
acero y una armónica. Antes de llegar a casa, el carnicero fue sorprendido por
los gemidos de la prisionera. Se había despertado y se agitaba intentando
sacarse la capucha. Todavía acostada en el asiento amplio de la camioneta,
golpeó con un brazo el volante, haciendo que Jonas casi perdiera el control. El
vehículo llegó a derrapar en el asfalto, dejando marcas de goma. Aun así, logró
frenar a tiempo, antes de irse a la banquina.
La mujer apoyó una mano en el
tablero y consiguió sentarse. Estaba a punto de sacarse la capucha de tela
gruesa y negra que le impedía ver y respirar con normalidad. Jonas, por su
parte, no estaba desprevenido. Debajo del asiento de cuero del conductor sacó
una cuchilla afilada con mango hecho de hueso bovino. La víctima arrancó la
capucha y se sobresaltó ante la mirada vidriosa de su verdugo. Gritó una vez
antes de recibir un corte profundo y preciso que le abrió la garganta. La
sangre brotó a borbotones, empapando la ropa y la cabina del vehículo.
—¡Qué mugre!
—¡Quedate quieta!
Jonas giró la llave en el encendido
y siguió camino hacia su guarida.
4. Cámara fría
El haz de la linterna blanca
recortaba el polvo del aire estancado. El piso era de tablas que crujían bajo
los pasos del detective. Una única lámpara apagada colgaba del techo, casi
sobre el centro de una mesa de madera. Había surcos profundos en el tablero
engrasado, como si una hoja pesada hubiera sido arrastrada muchas veces por los
mismos caminos. Sobre la cocina había una olla de hierro y una pava tiznada por
el uso intensivo.
Juarez se acercó a la olla y
levantó la tapa. Un olor a muerte invadió su olfato. Pero no se alejó. Agarró
una cuchara de madera que estaba en la pileta sucia, donde se amontonaban
platos y cubiertos. Revolvió la salsa roja y vio pedazos cortados de algún tipo
de carne. Tal vez de cerdo; no se podía saber.
Tapó la olla y tiró la cuchara.
Notó que las ventanas estaban cerradas con clavos hundidos en los marcos. No
entraba ni un rayo de luz de la ruta. Eso era una prueba de que su sospechoso
tenía mucho que ocultar. Que la puerta de atrás hubiese quedado abierta era un
golpe de suerte para Juarez y un descuido fatal para el criminal, según el
razonamiento inmediato del investigador.
De pronto, el motor de la heladera
de un blanco glacial empezó a funcionar. Emitía un sonido agudo y chillón, de
electrodoméstico muy viejo. Era de las que tienen pestillo y alrededor se
distinguían marcas de dedos sucios. Para asegurarse de no dejar huellas
digitales en ningún sitio que pudiera inspeccionar, Juarez usaba guantes. Eran
de cuero de yacaré, un regalo especial de un amigo estanciero del interior del
Pantanal. Se acercó a la puerta y la abrió. Tenía un mal presentimiento sobre
lo que encontraría.
El hedor lo golpeó. Por instinto
retrocedió un paso y se cubrió la nariz con el antebrazo. Pero mantuvo los ojos
abiertos. Dentro de la heladera había carne apilada de manera meticulosa. Pero
no como uno esperaría. En una parte, aun sin piel, se notaba que era un pie
humano cortado a la altura del tobillo. Además, lado a lado, había dedos sin
manos, colocados dentro de un vaso de vidrio. La puerta empezó a cerrarse sola,
sin que Juarez la detuviera.
Las pruebas de que Jonas era un
asesino estaban ahí, delante de él. Pero el detective no esperaba que el
criminal además fuera caníbal. Abrió otra vez la heladera y fotografió lo que
había visto. Era hora de irse. Pero antes de salir de la casucha, advirtió
detrás de una estantería de madera una puerta. Tocó la culata del revólver
escondido en una funda de pecho. Esto me mantiene seguro, pensó, convencido de
que tenía razón.
La curiosidad pudo más. Empujó el
mueble sin preocuparse por rayar el piso. Sobre los estantes había apenas
algunos libros grasientos y polvorientos. No le costó demasiado.
Cuando pudo, giró el picaporte
redondo de la puerta oculta y encontró una escalera con escalones toscos de
madera, flanqueada a ambos lados por paredes de piedra. Antes de entrar miró la
puerta trasera abierta. Podría irse, pensó, pero prefirió el riesgo de seguir
adelante.
Cuando empezó a bajar escalón por
escalón, una luz blanca se encendió sola en el techo inclinado. Por un momento
se asustó. Pero enseguida se dio cuenta de que debía ser automática. Entonces
oyó el zumbido bajo de algo que funcionaba como un generador. Al llegar al
sótano encontró un lugar claro, iluminado por varias luminarias. Hacía un frío
intenso y el piso estaba cubierto de aserrín oscuro. Podía ver el aire de su
propia respiración. Era una especie de cámara frigorífica. Entendió al instante
la razón de esa climatización artificial.
Dos cuerpos colgaban boca abajo,
sostenidos por ganchos clavados en sus piernas. Uno era de un niño y el otro de
un hombre. En el primero, más cerca de Juarez, el abdomen abierto dejaba ver
costillas apretadas y los brazos estaban sin manos. En el del adulto faltaba
una pierna, y el rostro estaba desfigurado hasta el cráneo, como si la piel
hubiera sido estirada y recolocada por un cirujano plástico poco experto.
Sobre una gran mesa rectangular de
acero inoxidable había palanganas de aluminio. Dentro, se almacenaban riñones,
hígados y pulmones. En una de las paredes había un panel de madera con
instrumentos de corte colgados: desde bisturíes pequeños hasta machetes. En
shock, paralizado por el horror, el detective no logró moverse durante un
tiempo.
Solo cuando escuchó un ruido
proveniente de la planta de arriba recuperó la movilidad. Hasta el corazón
parecía habérsele detenido en los segundos anteriores.
La luz de la planta baja se
encendió. Juarez no moriría allí, en esa tumba congelada. Subió corriendo la
escalera y sacó el revólver. Cuando llegó a la cocina vio a Jonas dejando caer
el cuerpo de una mujer sobre la mesa. El peso muerto provocó un golpe sordo en
el tablero de madera.
—¡Animal! —gritó el investigador,
disparando cuatro tiros seguidos. Tres le dieron en el pecho y el cuarto, en el
rostro.
Jonas cayó, sorprendido por el
ataque. Juarez se secó el sudor frío de la frente con la manga del abrigo y
rodeó la mesa lentamente. Estaba seguro de haber matado al caníbal. Diría que
había sido legítima defensa. Paciencia. No podía haber entrado sin orden
judicial; lo sabía. Era la palada de cal que le faltaba a su carrera. Tal vez
fuera mejor irse y hacer una denuncia anónima indicando dónde estaba el
secuestrador: así se ahorraba problemas.
Pero antes de poder lamentarse, vio
que Jonas se levantaba.
—Quedate donde estás o yo… —dijo
Juarez, ya sin disimular el temblor de las manos.
—¡No eres más que ganado! ¿Qué puedes
hacer? ¿Vas a intentar matarme otra vez? —preguntó Jonas, incorporándose sin
mayores dificultades mientras se arrancaba una de las balas del pecho.
La piel de su rostro, tras el
disparo de rozón, se había soltado. Debajo, el horror absoluto revelaba algo que
no era humano.
Un auto pasó por la ruta frente a
la casucha. Las luces altas estaban encendidas para intentar atravesar la
maldita niebla. Si no hubiera sido por el volumen altísimo con el que el
conductor escuchaba el noticiero policial de la región, habría oído un grito de
puro desesperación acompañado de dos disparos de revólver.
Duda Falcão es escritor, profesor
de escritura creativa, editor, guionista y doctor en Educación. Cuenta con más
de una década de experiencia en el ámbito literario. Ha escrito las colecciones
de cuentos: Mausoléu (2013), Treze (2015), Comboio de Espectros
(2017), Mensageiros do Limiar (2020) e A Tumba do Maestro (2024);; las novelas: Protetores
(2012), O Estranho Oeste de Kane Blackmoon (2019) e Eadgar nas
Sombras da Grécia Antiga (2025) y el ensayo Guia de Literatura Fantástica
(2023), nominado al Premio de Literatura Açorianos. Ha publicado cuentos en más
de cincuenta antologías colectivas, ha organizado y editado más de treinta
libros y publica, de distribución gratuita, la revista Odisseia
de Literatura Fantástica.
Es el organizador del evento y del Premio Odisseia de Literatura Fantástica,
que se realiza en la capital de Rio Grande do Sul desde 2012.

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