Ivana Gavrić
—¿Cree usted en los
vampiros, señorita? ¿No? ¿Cómo? ¿De verdad? ¿Y en la inmortalidad? ¿Tampoco? Hmm…
¿El concepto de inmortalidad y de muerto viviente le resulta ajeno, dice?
¿Inaceptable? Interesante… ¿pero por qué? La idea de la existencia de los
vampiros es casi tan antigua como la propia humanidad. Y de la extensión de esa
misma idea mejor ni hablar. Y eso en una época en la que la información no
podía viajar ni de lejos tan fácil y rápido como hoy. Casi entre todas las
naciones, culturas y religiones existe desde tiempos inmemoriales la creencia
en el muerto que camina y que bebe la sangre de los vivos. ¿Y sabe usted de
dónde proceden la palabra y el concepto “vampiro”? Hmm… ESO sí lo sabe, me
alegra. Así es: la palabra vampiro proviene precisamente de esta zona, de
Serbia, y es la única palabra serbia que ha sido aceptada universalmente desde
hace siglos para ese concepto –o mejor dicho, ese fenómeno– tan temible y
misterioso. Entonces, ahora esta definición la ha picado un poco, ¿verdad?
Ahora esta cadena de información la ha empujado a pensar un poco mejor, más
amplio y profundo sobre esto. Quizá justo ahora está hablando con un ejemplar…
jajajajaja.
Esta era la típica cantilena con la
que me topaba regularmente en las fiestas de Halloween. No sé por qué todas las
chicas siempre se esforzaban en vestirse de vampiras: siempre cuanto más corto,
más negro y vulgar, mejor. Al final todo se reducía al mal gusto. En cambio,
los disfraces originales, ingeniosos, me sorprendían siempre para bien. Aun
así, no es parte de nuestra cultura, pero lo reconozco: es divertido. Y yo,
desde que tengo uso de razón, adoro los disfraces, aunque nunca me vestí de
vampira, eso no me atraía. Esta noche soy monja: una monja caída en desgracia;
y he sabido ser Campanilla, bruja, Morticia Addams… No estoy, para ser sincera,
acostumbrada a vampiros hombres, sobre todo no a vampiros mayores, no tan mayores.
Aun así, me resultaba agradable charlar de una manera un poco más intelectual
con alguien, por variar.
—Bueno, lo admito: me ha
interesado. Me parece que esto puede ser un camino excelente para abrir más
puertas sobre el tema.
Este señor –lo admito, simpático y
sexi–, con ese maquillaje tan fuerte, de verdad recordaba irresistiblemente a
un vampiro de Hollywood. Tenía cierto encanto oscuro, y yo siempre caía en eso.
—Por ejemplo, si se convirtiera en
vampiro alguien que es ateo, ¿le afectarían igual el crucifijo y el agua
bendita? O, digamos, un vampiro musulmán: ¿cuál sería el remedio contra esos
chupasangres? Tiene que existir algo universal.
—Hablas con sabiduría, niñita —se rio
el vampiro, y se alejó visiblemente de mí, aunque por un momento pareció que
iba a besarme; se me había acercado muchísimo a la cara—. El ajo. Sí, sí, el
ajo es un medio universal.
—¿Pero usted está seguro?
—Oh, sí. En mí funciona. Huyo en
cuanto noto que una chica ha comido ajo, aunque sea la más dulce. Pero ese soy
solo yo. La saludo, hermosa…
Debo admitir que aquel día, para
cenar, justo antes de salir para esta fiesta, comí caballa marinada con
bastante ajo. Al parecer me lavé los dientes tres veces al pedo antes de salir:
se notaba, en cuanto el vampiro maduro y sexi salió huyendo. Y mi amiga me lo
había dicho: que al menos me llevara un chicle.
Aun así, arrastrada por este tema,
recordé tres casos en nuestra época moderna, más precisamente en tiempos de covid
2020, y ese año literalmente fue un año de toda clase de maravillas: se
acumularon entonces todo tipo de fenómenos, algunos de los cuales ni siquiera hoy
sabemos explicarlos. Y esto de esta noche me recordó un encuentro con un
vampiro… o al menos con algo que podía parecerse muchísimo a uno.
Esto ocurrió justo después del
confinamiento, a finales del verano de aquel duro 2020. Petar era estudiante.
Había llegado un año antes desde la provincia a Belgrado para estudiar
ingeniería eléctrica. Era aplicado e inteligente. Por el presupuesto modesto
del que disponía, alquiló una habitación minúscula en casa de una mujer mayor,
en una zona no demasiado prestigiosa de la ciudad, en Krnjača. Le gustaba que hubiera
una estación de tren que pasaba con relativa frecuencia con el que llegaba
rápido al centro, y desde allí el cielo era el límite.
En una ocasión, acordó que para el
próximo examen estudiaría junto con otro compañero que vivía en su propio piso
con sus padres, cerca de la facultad. Pero como Petar tenía además sus
obligaciones –el gimnasio ineludible al que iba cada día, es decir, cada noche–
esa noche tampoco hizo excepción. Después del gym y de ducharse, se dio cuenta
de que tenía tiempo justo para ir sin prisa y tomar el último tren hacia Franš.
Era un viaje agradable de unos veinte minutos. Sabía que a esa hora el tren
estaba vacío; si había alguien en algún vagón, en todo el tren no habría más de
cinco pasajeros.
El vagón al que ingresó estaba completamente
vacío y sin iluminación, lo cual era raro, pero ocurría. Se acomodó y sacó el
teléfono para avisarle a su amigo que ya estaba en camino y cuánto tardaría. De
paso puso su canción favorita y disfrutó de la música. El tren arrancó, todavía
no había luz, el tren retumbaba en la oscuridad.
En un momento, por el rabillo del
ojo, el joven vio que alguien estaba sentado frente a él, al otro extremo del
espacio, en un rincón. Se desconcertó y miró: estaba seguro de haber entrado en
un vagón totalmente vacío. Y sí: todo parecía como si se lo hubiera imaginado.
Volvió a girar hacia la ventana y siguió mirando al vacío; y entonces otra vez,
con su visión periférica, notó una figura sentada en el mismo lugar del rincón,
mirando en su dirección. Esta vez giró de golpe y realmente vio allí a una
figura extraña.
Era una chica de una belleza
extraordinaria. Petar estaba convencido de que nunca en su vida había visto una
belleza así, ni volvería a ver una mujer joven tan hermosa. Era morena, de ojos
oscuros y magnéticos, piel blanca, labios púrpura. Era voluptuosa. Petar,
aunque tenía novia, aunque jamás había tenido fama de andar de flor en flor, no
pudo evitarlo: algo no se lo permitía. Por más consciente que fuera de que era
impropio quedarse mirando así a alguien –sobre todo a una chica en un tren
vacío– no podía resistirse; como si esa fuerza que lo atraía hacia ella viniera
de fuera, más precisamente de ella.
Sin embargo, en un momento apartó
la vista hacia el teléfono, que vibró. Y cuando al instante siguiente volvió a
buscar con la mirada a la hermosa desconocida, comprendió que estaba solo en el
vagón.
—Debe de haber sido una ilusión
fuerte. Un espejismo. —Se rio de aquel pensamiento absurdo.
La noche siguiente sucedió algo
casi idéntico. Solo que esta vez se sintió atraído por ella de manera todavía
más intensa. Y cuando llegó el momento de bajar del tren, se levantó y caminó
hacia la mujer, aunque la puerta del otro lado estaba mucho más cerca: quería
comprobar si era real. Y de nuevo, en una fracción de segundo, apartó el foco…
y ella volvió a desaparecer. Ahora ya sabía que eso era algo para lo cual su
mente lógica no tenía explicación.
Y la última noche fue lo mismo:
tren vacío, pero esta vez la luz jugueteaba, el vagón se iluminaba y se
apagaba, y en la oscuridad era aún más oscuro por el fallo de iluminación. Y
entonces la vio: estaba frente a él en el momento en que entró. Un frío indescriptible
y un magnetismo lo dominaron: estaba aterrorizado y a la vez atraído por su
cercanía.
—Hola, Petar. —Una voz seductora sonó
en su cabeza, en su mente.
Se quitó los auriculares, otra vez
pensando que se lo había imaginado. Contra su voluntad dio un paso más y avanzó
hacia esa chica enigmática. Ella solo le sonreía, y cuando él se acercó, se dio
cuenta de que ella levitaba: se deslizó suavemente hacia él, como si flotara, y
efectivamente flotaba. Se le acercó de forma seductora y lo atrapó en un abrazo
mortal…
Petar aquella noche no llegó a casa
de su compañero con el que iba a preparar el examen, ni al día siguiente se
presentó al examen. Solo que, unos días después, los vecinos de Krnjača
encontraron en un canal el cuerpo sin vida de un joven, flotando desnudo en el
agua y el fango. Más tarde, cuando sacaron el cuerpo, los forenses
establecieron que tenía en el cuello heridas punzantes, no características de
ningún arma conocida hasta entonces. Estaba completamente seco, sin una sola
gota de sangre en el cuerpo.
Aleksa conducía un vehículo
de aplición. Estaba muy descontento con las condiciones, pero como no había
trabajo y como aquello, en ese momento de maldito estado covid y poscovid, era
la única solución, no tenía muchas opciones. Conducía durante horas; algunos
días, más de 14, especialmente los fines de semana.
Aquel jueves había algo menos de
trabajo de lo habitual: invierno, ya estaba peligrosamente oscuro. Lo recuerda:
era 11 de enero, los “días no bautizados”. Su madre, cuando él era pequeño, le
advertía especialmente que tuviera cuidado en esos días; siempre fue un poco
supersticiosa, pero bienintencionada. Recordemos que en ese periodo pasaban
cosas muy extrañas, especialmente en los momentos de cierre, con calles
bastante vacías: podía suceder cualquier cosa. Y hubo muertes y desapariciones
extrañas, todavía sin resolver.
Ese jueves era tarde, seguro que
algo antes de la medianoche, y como el día había sido flojo, aunque ya bastante
cansado decidió seguir. Para por lo menos juntar una jornada decente. Le
faltaban todavía al menos dos viajes de un extremo de la ciudad al otro para reunir
una suma decente. No había pedidos; la plataforma parecía bloqueada, de lo
muerto que estaba todo. Y entonces, vagando sin rumbo por la ciudad, decidió
que desde Tašmajdan –donde estaba dando vueltas– iba a girar por Vuk hacia
Bogoslovija para hacer un círculo.
Conducía lento; las calles estaban
bastante vacías. En un momento iba incluso demasiado lento, literalmente no
había nadie a quien le molestara. Y entonces, en un momento de lentitud
mientras pasaba junto al Cementerio Nuevo, de pronto se activó la plataforma:
la señal indicaba que alguien justo al lado de él, ahí, junto al cementerio,
pedía taxi; parecía un viaje prometedor. Aleksa aceptó al cliente y se detuvo
justo en la puerta.
En el acto se decepcionó: no había
nadie. Pensó que era un error o que el cliente había desistido. Sin embargo,
desde el interior del cementerio se acercó a la puerta una figura, con un paso
lento y suave. Estaba completamente envuelta en negro, así que Aleksa no podía
distinguir bien ni siquiera si era hombre o mujer.
La figura entró al vehículo sin
descubrirse.
—Conduce —dijo con una voz pesada,
áspera y dulzona.
Aleksa pisó el acelerador y
arrancó, y luego intentó ver en el retrovisor con quién tenía que lidiar esa
noche.
—¿Adónde vamos? —preguntó con
cautela, sin apartar la mirada de la figura envuelta.
—¿Qué fecha es hoy? —Eso fue todo
lo que dijo esa cosa.
En esa atmósfera ya desagradable,
solo en las calles vacías, al lado del Cementerio Nuevo, Aleksa ya no sabía
cómo reaccionar ni qué hacer; respondió en voz baja y confundido:
—Hoy es jueves, dentro de unos
minutos será 11 de enero.
—¿Qué año? —preguntó la voz.
Aleksa miró incrédulo a la figura.
—2021.
Silencio. Un silencio desagradable.
Así estuvieron varios minutos.
—Cementerio de Bežanija.
—¿Cómo? —se confundió.
—Llévame al cementerio de Bežanija.
Tragándose un nudo en la garganta,
Aleksa giró hacia Novi Beograd y siguió conduciendo en silencio. Era un viaje
largo, justo el que esperaba; pero nunca en su vida se había sentido tan mal,
tan tenso. Procuraba no apartar la vista del cliente en el retrovisor y, al
mismo tiempo, cuidar el camino. Por suerte, las calles estaban realmente vacías
aquella noche.
Al llegar, estacionó justo frente a
la puerta. La iluminación era escasa. Aparcó, esperó unos instantes.
—Hemos llegado —dijo. El silencio
de tumba dentro y fuera del coche era tan siniestro que Aleksa sentía que se le
erizaba cada pelo del cuerpo. La figura en el coche no se movía y él tenía
miedo de darse vuelta, pero finalmente reunió valor y se volvió hacia el
cliente—. ¿Está todo bien? —añadió con
una sonrisa rígida y forzada. Nada—. Hemos llegado, ¿necesita ayuda para bajar?
Esperaba que la respuesta fuera
negativa; no quería ningún contacto cercano con esa aberración, al menos no más
cercano que el actual.
Cuando se dio cuenta de que llevaba
ya unos buenos veinte minutos parado ante las puertas del cementerio y no
pasaba absolutamente nada, el miedo empezó a transformarse en ira. Salió del
vehículo, rodeó el coche, fue a la puerta trasera derecha y la abrió.
—Por favor, afuera —dijo con
aspereza.
Otra vez, nada.
Agarró con furia al pasajero e
intentó sacarlo del automóvil, y entonces comprendió que la persona que llevaba
era muy pesada y rígida. La ira ya había reemplazado al miedo. Aleksa le
desenvolvió la cabeza al pasajero con la intención de ver con quién estaba
tratando: “o está loco o está drogado”, pensó.
Pero, para su espanto, la persona
en su coche estaba muerta. Desde hacía bastante tiempo: casi semanas. Tenía un
rostro flaco y huesudo; los ojos ya se le habían hundido peligrosamente; estaba
muy frío. Hasta hoy nadie puede explicar qué fue lo que le ocurrió a Aleksa
aquella extraña noche.
Maja era una
preciosa morena de veintiséis años: alta, delgada, siempre había cautivado por
su apariencia. Pero como siempre le gustó vivir a lo grande, ya hacía dos años
se había metido en una historia con un conocido proxeneta de Belgrado, y empezó
a trabajar para él. Al principio todo fue inocente: primero fue su novia, y con
el tiempo, no mucho después de que empezaran a salir, Uroš comenzó a
prostituirla. Al principio todo empezó como un “favor”, con excusas de que
estaba en problemas, de que era por pagar viejas deudas… y más tarde se
convirtió en un proxenetismo típico. Hoy él es su chulo o su proxeneta, como
prefieras.
Pero solo la ofrecía a determinados
clientes, y solo a aquellos dispuestos a pagar mucho por el servicio. Uroš aún
“se guardaba” a Maja para sí; nunca tenía demasiado trabajo. Sin embargo, a
causa del coronavirus, el negocio cayó bruscamente: la gente se asustó, pensó
que venía una crisis peligrosa y ya no había ni tantas ganas ni tantos recursos
para la lujuria; así que el número de clientes disminuyó drásticamente.
Aun así, esa tarde temprano le
llegó a Maja un mensaje de Uroš al móvil.
—Gatita, prepárate para esta noche
y bríllame como sabes. Apareció un cliente nuevo, no es recomendación directa,
pero está dispuesto a pagar bien, así que creo que todo va a estar bien.
Aunque antes nunca aceptaban así,
sin más, a desconocidos, la situación era tal que cualquier cliente era
bienvenido.
Maja obedeció a Uroš y se arregló
de pies a cabeza para esa noche. Tenía tiempo. El coche la esperaba a las once
y media frente al edificio. Arreglada y perfumada, seductora como una sirena,
entró en la habitación 33 del Hotel Palas.
La habitación estaba a oscuras. Un
olor fuerte a flores secas y a sangría, que reposaba en una gran ponchera sobre
la barra, se esparcía por el aire en oleadas. La habitación estaba muy fría; de
hecho, todo el apartamento estaba notablemente más frío que el vestíbulo y el
resto del hotel.
—Hola —dijo Maja con alegría e
ingenuidad; ya estaba acostumbrada a clientes excéntricos.
Se sentó en la cama amplia. Pasaron
minutos y nadie apareció. Empezaba a perder la paciencia y a temblar de frío.
En un momento oyó unas palabras, aunque
no estaba segura de dónde provenía la voz.
—Desnúdate, acuéstate en la cama y cierra
los ojos. —No comprendía de dónde venía la voz, pero hizo lo que le ordenaron—.
Extiende los brazos y gira las palmas hacia el techo —fue lo siguiente que oyó,
literalmente como si esas palabras sonaran dentro de su cabeza, en sus
pensamientos.
Hizo lo que le dijeron. En ese
instante perdió el conocimiento.
Más tarde, cuando volvió en sí, ya
estaba casi amoratada por el frío y sin una pizca de fuerza para moverse; se
sentía muy débil. Intentó alcanzar el teléfono que estaba en su bolso, sobre la
cama. Ese movimiento le provocó un mareo repentino: estaba demasiado débil.
Uroš la llamó siete veces aquella
noche, y ahora mismo estaba delante de la habitación 33 sin poder entrar:
estaba cerrada por dentro. Maja sintió un dolor fuerte en un lado del cuello y
en el dorso de la mano. Al mirar su mano, comprendió que tenía dos cicatrices
extrañas.
Llamó a Uroš. Él, presa del pánico,
exigió al personal que abrieran la puerta como fuera. Maja yacía inconsciente,
casi sin sangre.
Tras semanas en el hospital, lograron salvarla por poco. Pero Maja ya no recordaba nada: ni quién había sido el cliente que le había sacado la sangre del cuerpo, ni cómo.
Ivana Gavrić es una autora de Belgrado, Serbia, propietaria
del canal de YouTube Ivy Raven. Ha publicado historias en el fanzine Sci&Fi
Portal y en la antología de ciencia ficción, fantasía y terror Regia
Fantastica.

No hay comentarios:
Publicar un comentario