viernes, 26 de diciembre de 2025

EL CAOS AMBIGUO DEL LUGAR

Gerardo Horacio Porcayo

 

El vómito podía quedar atrás...

Alicia miró por segunda vez la rayada esfera del reloj. Era uno grande, ciclópeo y añejo como el mismo universo. Su cadena se extendía como la cola de un ratón infinito, se perdía en la distancia, en el caos ambiguo del lugar... La entrada semejaba un árbol contrahecho y podrido. Quizás algo más, algo que no se concretaba: un diseño geométrico volcándose sobre sí mismo, generando un espectro de confusión.

El vómito no quedó atrás. De hecho empapó sus zapatillas y salpicó sus tobilleras.

—Te odio —le dijo al viento, a nadie en particular, inclinada, soportando los espasmos de las arcadas. El conejo asomó la cabeza por el borde de su bolsa. Parecía dispuesto al suicidio. Alicia lo captó con el rabillo del ojo. Sus dedos manchados de bolo alimenticio, presionaron, inmisericordes, la cabecita de peluche.

—¡Quédate allí! —regañó. Su estómago había quedado vacío. Buscó, instintivamente, un Kleenex. Terminó hundiendo los dedos en la arena como único recurso para la limpieza.

Y el reloj dio la hora. Fue un estruendo semejante al canto de las sirenas. Alicia se llevó las manos a los oídos. Sus palmas no resultaron efectivas contra la marea de decibeles.

—¡Cállate! —barbotó, doblándose sobre si misma, asumiendo una postura embrionaria. El escudo pectoral izquierdo talló su barbilla. Sus ojos buscaron el origen. Su cerebro no supo que concluir.

Esto no puede estar pasando, no puede ser, se dijo, observando detenidamente el ovoide de tela que, en un bordado deslucido, mostraba el corte transversal de un cerebro, híbrido de metal y materia orgánica. Lejos de asegurarle su estancia en el plano real, la remitía a un nuboso conjunto de experiencias disímiles.

Y algo tiró de la cadena. El sonido fue equiparable al reptar de un panzer destartalado.

Alicia lo ignoró. Finalmente había encontrado una luz de entendimiento e iba a seguirla hasta sus últimas consecuencias.

Se despojó de la chamarra de piloto y realizó una somera revisión. Ante sus ojos los escudos, la prenda misma, mutaron. En un momento estaba el emblema de su misión, al otro el perfil de Mickey Mouse. Su chamarra de kevlar también involucionó.

El tic-tac empezó a desvanecerse.

—Hay un patrón en todo esto —se dijo Alicia, volviéndose a poner la chamarra—. Lo que está cambiando son mis percepciones.

El mundo, sin embargo, parecía dispuesto a reafirmarse. Sintió como su carne se evaporaba, se enjutaba, haciendo de ella un despojo de los años. Sus piernas se flexionaron con el bloqueo doloroso de la artritis. Sus ojos apenas lograban captar cosa alguna en medio de aquella niebla atroz.

No cejó. Hizo de sus esfuerzos un paroxismo y siguió el camino del reloj.

Esto me suena familiar, se dijo. Su mente quiso remontarse al pasado y sólo consiguió extraer una amalgama inerte, una piedra fundamental con sus secretos fielmente resguardados.

Sus pasos la guiaron hasta una encrucijada. Miró atónita el rastro nulo. Suspiró, sin entender nada.

—Yo sé por dónde se fue —canturreó el conejito de peluche.

Alicia lo miró incrédula.

—Te estás volviendo loca, muchacha —expresó, incontenible, incongruente: sus miembros ahora temblaban con algo parecido al mal de Parkinson.

Cerró los ojos y caminó. Supo que tomaba la senda de la derecha, pero quiso ignorarlo.

—Por aquí no es —dijo el conejo.

Alicia hizo de sus laberintos neuronales un dédalo perfecto.

 

La lógica no le decía nada.

Tal vez aquí la lógica está prohibida, razonó, abrió los ojos, sin mirar a su alrededor, dando media vuelta, regresando sobre sus pasos. Y la encrucijada había crecido. De hecho ya no podía llamarse encrucijada. Era un asterisco hipertrofiado. Los umbrales múltiples y llamativos, se extendían en seductores arcos de diferentes tendencias. Por aquí psicodelia, por allá surrealismo y otras, inclasificables.

—Yo sé por dónde por dónde se fue —volvió a canturrear el conejito. Alicia lo miró. l también había cambiado. Su ternura había trocado en acidez mortal.

Numerosas arracadas pendían de su oreja izquierda, sus pequeños ojos de botón estaban cubiertos por gafas llenas de leds y superficies de azogue. Lo demás era demasiado. Su cuerpo estaba exento de peluche y tela, sólo músculos inverosímiles y en su bajo vientre una erección enorme se combaba fuera de los bolsillos de su chamarra.

—¿Cuánto quieres? —dijo Alicia sin pensarlo—. ¿Cuánto por decirlo?

El conejo esgrimió una sonrisa lujuriosa

—Luego te digo —respondió, su glande hinchándose—, ahora tomá el rumbo teseracto.

Alicia rebuscó. Los umbrales se seguían multiplicando. Identificó la ruta cuando ya semejaba un fantasma, una proyección holográfica. Y se tiró de cabeza a ella. Sus miembros no respondieron con eficacia. Su brazo derecho crujió y tuvo que impulsarse con los dedos de sus pies para alcanzarlo.

—Mierda —exclamó, no sólo por el dolor; lo que había dejado atrás era poca demencia comparada con la actual; las paredes se apretujaban sobrepuestas, interminables. No podía conseguir ninguna sensación de profundidad o perspectiva—. ¿Y ahora que hago? —le preguntó al conejo, buscándolo con la mirada. Lo que encontró fue un esqueleto lleno de gusanos. Tuvo el impulso de arrancarlo de su protección, de librarse de esa promesa de muerte.

El conejo todavía pudo hablar:

—Es... es... el maestro del laberin...

Y luego sus huesos fueron polvo.

Grabó la secuencia de imágenes. Profundamente. Rebuscó en su conciencia el sentimiento de venganza, luego ató todo y arremetió.

—Arghhhh —exclamó. La pared cercana había cedido, no así la carátula del reloj que se ocultaba tras ella. No totalmente, al menos. Multitud de fragmentos vítreos se alojaban ahora en sus carnes y el dolor parecía a ser un restaurador, la fuente de la juventud... Exuberante tal vez. Tuvo que empezar a desprenderse de los cristales, cuando la adolescencia la alcanzó.

Pero ya era tarde. Sus ropas colgaban flojas de su actual anatomía. Se palpó. Senos muertos, inexistentes, como el vello púbico y...

Y tomó al reloj de la cadena.

—Ahora me vas a decir que pasa aquí, desgraciado —croó.

El reloj temblequeó. Intentó dos o tres timbrazos antes de caer a sus pies como una marea de pepitas de oro. Las recogió, no faltaba más; si podía sacar algún provecho de esta incursión demente lo iba a hacer.

La pauta estaba dada... Dadá. Sí, esa era la clave. Un mundo sin lógica, la sin razón pura. Y aún así toda demencia tiene su origen. Imágenes probables plagaron su materia gris: ojos desorbitados, boca espumosa, un dios babeante al final del laberinto.

Y era la pauta última y necesaria.

—Estás frito, imbécil —barbotó, las palabras encimándose, apresuradas, como sus movimientos.

Su mente se convirtió en una computadora. Fórmulas conformando el universo consensual.

Se abalanzó sobre la pared más cercana, sin cerrar los ojos. Y vio entes múltiples, miasmáticos, angelicales, artificiales, caóticos, mientras la atravesaba.

Y a cada uno robó su esencia.

Ya no había tañidos cronométricos; sólo un mugido profundo, colérico y melancólico. El minotauro-dios se dolía en el centro del laberinto...

Su edad volvió a ser la real, sus vestidos trocaron a voluntad. Un traje de luces, capote en la mano derecha, con una espada como asta bandera.

Y alcanzó el centro, con los ímpetus a punto, no minados en lo absoluto.

—Podríamos arreglarnos —dijo el dios-minotauro, disfrazado de ejecutivo, la calva brillando y la sonrisa inmaculada—. Te ofrezco el oro del mundo, las perlas de la virgen, lo que quieras.

Alicia sacudió el capote.

Y el Minotauro no pudo resistirlo. Embistió. Una y otra vez, incansable. A ratos, mientras aguardaba para retomar el aliento, prometía tesoros escondidos, bellezas recónditas, otredades subyugantes, felicidades totales, incluso fórmulas de vida.

Alicia hizo oídos sordos y siguió fintando. Sólo declinaba la falta de aplausos y hurras. El cansancio extremo del Minotauro fue su único anclaje.

—Te puedo dar la realidad —argumentó, antes de su última embestida, el híbrido de toro y hombre.

Alicia sólo agitó el capote.

La verónica fue magistral, como el remate. El toro-hombre cayó, con la espada entre la cruz y la nuca, con los nervios destrozados. Totalmente paralizado.

Y el cerebro de Alicia empezó a desprenderse de la niebla malsana. Su memoria estaba de vuelta, también su misión. Extrajo la espada. Cerró los ojos y se concentró en el frío acero hasta transformarlo en bisturí láser.

Lo demás fue sencillo.

Emergió agotada. Hastiada de su oficio.

Benjamín retiraba con lentitud los electrodos.

—Pensamos que no lo iba a lograr —dijo, con la vergüenza tatuada en su rostro en tonalidades bermejas—. Ha salvado al Presidente...

—Y al mundo —completó Alicia, incorporándose, arrancando los últimos cables de su conector múltiple—. Necesito descansar. No estoy, no me pasen ninguna llamada, no quiero atender a nadie más... Al menos por un mes...

Saltó al suelo, sus pies desnudos resintieron el súbito frío. Su cuerpo, permanecía cálido, bajo el cobijo del overol reglamentario del hospital de servicios mentales.

Atravesó las salas con desgano y despotismo. Seguía odiando a los malditos pacientes, a sus familiares, sobre todo a esos burócratas que ahora se arracimaban sobre ella.

Dejó atrás todo y se encerró en su cuarto. Estaba harta de ser la experta en eliminación de traumas, de hundirse, vía computadora y realidad virtual, en psiques rebosantes de patologías.

Se tiró en la cama, exhausta. Revisó la carátula del reloj, sorprendida. ¡Tres horas en intervención! Demasiado tiempo, debía reposar. Se aflojó las ropas y trató de relajarse.

Algo le impidió el descanso necesario. Algo que acongojaba su costado izquierdo. Metió las manos en el bolsillo de su chamarra de piloto y cuando la sacó sostenía un buen número de pepitas de oro.

Las miró, estupefacta. No podía dar crédito a los que sus ojos veían. Recordó algo más. Acudió al bolsillo derecho.

Su contenido ya se hallaba frente a ella. Un conejo de dimensiones humanas se abalanzó. Ni siquiera se detuvo a despojarla de sus ropas, embistió, rompiendo su overol y pantaleta con el impulso.

La acometida sobrepasó todas sus espectativas. Alicia sintió que su cabeza giraba vertiginosamente mientras la enorme erección penetraba más allá de su capacidad incubadora.

Gritó con todas sus fuerzas. Pateó, queriendo alejar a su agresor, queriendo dejar atrás esa realidad lacerante; náusea y placer al mismo tiempo. La negrura empezó a invadir su visión...

El vómito podía quedar atrás...

Pero Alicia miró por segunda vez la rayada esfera del reloj. Era uno grande, ciclópeo y añejo como el mismo universo. Su cadena se extendía como la cola de un ratón infinito, se perdía a la distancia en el caos ambiguo del lugar...

Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

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