Gerardo Horacio Porcayo
El vómito podía quedar
atrás...
Alicia
miró por segunda vez la rayada esfera del reloj. Era uno grande, ciclópeo y
añejo como el mismo universo. Su cadena se extendía como la cola de un ratón
infinito, se perdía en la distancia, en el caos ambiguo del lugar... La entrada
semejaba un árbol contrahecho y podrido. Quizás algo más, algo que no se
concretaba: un diseño geométrico volcándose sobre sí mismo, generando un
espectro de confusión.
El
vómito no quedó atrás. De hecho empapó sus zapatillas y salpicó sus tobilleras.
—Te
odio —le dijo al viento, a nadie en particular, inclinada, soportando los
espasmos de las arcadas. El conejo asomó la cabeza por el borde de su bolsa.
Parecía dispuesto al suicidio. Alicia lo captó con el rabillo del ojo. Sus
dedos manchados de bolo alimenticio, presionaron, inmisericordes, la cabecita
de peluche.
—¡Quédate
allí! —regañó. Su estómago había quedado vacío. Buscó, instintivamente, un
Kleenex. Terminó hundiendo los dedos en la arena como único recurso para la
limpieza.
Y
el reloj dio la hora. Fue un estruendo semejante al canto de las sirenas.
Alicia se llevó las manos a los oídos. Sus palmas no resultaron efectivas
contra la marea de decibeles.
—¡Cállate!
—barbotó, doblándose sobre si misma, asumiendo una postura embrionaria. El
escudo pectoral izquierdo talló su barbilla. Sus ojos buscaron el origen. Su
cerebro no supo que concluir.
Esto
no puede estar pasando, no puede ser, se dijo, observando detenidamente el
ovoide de tela que, en un bordado deslucido, mostraba el corte transversal de
un cerebro, híbrido de metal y materia orgánica. Lejos de asegurarle su
estancia en el plano real, la remitía a un nuboso conjunto de experiencias
disímiles.
Y
algo tiró de la cadena. El sonido fue equiparable al reptar de un panzer
destartalado.
Alicia
lo ignoró. Finalmente había encontrado una luz de entendimiento e iba a
seguirla hasta sus últimas consecuencias.
Se
despojó de la chamarra de piloto y realizó una somera revisión. Ante sus ojos
los escudos, la prenda misma, mutaron. En un momento estaba el emblema de su
misión, al otro el perfil de Mickey Mouse. Su chamarra de kevlar también
involucionó.
El
tic-tac empezó a desvanecerse.
—Hay
un patrón en todo esto —se dijo Alicia, volviéndose a poner la chamarra—. Lo
que está cambiando son mis percepciones.
El
mundo, sin embargo, parecía dispuesto a reafirmarse. Sintió como su carne se
evaporaba, se enjutaba, haciendo de ella un despojo de los años. Sus piernas se
flexionaron con el bloqueo doloroso de la artritis. Sus ojos apenas lograban
captar cosa alguna en medio de aquella niebla atroz.
No
cejó. Hizo de sus esfuerzos un paroxismo y siguió el camino del reloj.
Esto
me suena familiar, se dijo. Su mente quiso remontarse al pasado y sólo
consiguió extraer una amalgama inerte, una piedra fundamental con sus secretos
fielmente resguardados.
Sus
pasos la guiaron hasta una encrucijada. Miró atónita el rastro nulo. Suspiró,
sin entender nada.
—Yo
sé por dónde se fue —canturreó el conejito de peluche.
Alicia
lo miró incrédula.
—Te
estás volviendo loca, muchacha —expresó, incontenible, incongruente: sus
miembros ahora temblaban con algo parecido al mal de Parkinson.
Cerró
los ojos y caminó. Supo que tomaba la senda de la derecha, pero quiso
ignorarlo.
—Por
aquí no es —dijo el conejo.
Alicia
hizo de sus laberintos neuronales un dédalo perfecto.
La lógica no le decía
nada.
Tal
vez aquí la lógica está prohibida, razonó, abrió los ojos, sin mirar a su
alrededor, dando media vuelta, regresando sobre sus pasos. Y la encrucijada
había crecido. De hecho ya no podía llamarse encrucijada. Era un asterisco
hipertrofiado. Los umbrales múltiples y llamativos, se extendían en seductores
arcos de diferentes tendencias. Por aquí psicodelia, por allá surrealismo y
otras, inclasificables.
—Yo
sé por dónde por dónde se fue —volvió a canturrear el conejito. Alicia lo miró.
l también había cambiado. Su ternura había trocado en acidez mortal.
Numerosas
arracadas pendían de su oreja izquierda, sus pequeños ojos de botón estaban
cubiertos por gafas llenas de leds y superficies de azogue. Lo demás era
demasiado. Su cuerpo estaba exento de peluche y tela, sólo músculos
inverosímiles y en su bajo vientre una erección enorme se combaba fuera de los
bolsillos de su chamarra.
—¿Cuánto
quieres? —dijo Alicia sin pensarlo—. ¿Cuánto por decirlo?
El
conejo esgrimió una sonrisa lujuriosa
—Luego
te digo —respondió, su glande hinchándose—, ahora tomá el rumbo teseracto.
Alicia
rebuscó. Los umbrales se seguían multiplicando. Identificó la ruta cuando ya
semejaba un fantasma, una proyección holográfica. Y se tiró de cabeza a ella.
Sus miembros no respondieron con eficacia. Su brazo derecho crujió y tuvo que
impulsarse con los dedos de sus pies para alcanzarlo.
—Mierda
—exclamó, no sólo por el dolor; lo que había dejado atrás era poca demencia
comparada con la actual; las paredes se apretujaban sobrepuestas,
interminables. No podía conseguir ninguna sensación de profundidad o
perspectiva—. ¿Y ahora que hago? —le preguntó al conejo, buscándolo con la
mirada. Lo que encontró fue un esqueleto lleno de gusanos. Tuvo el impulso de
arrancarlo de su protección, de librarse de esa promesa de muerte.
El
conejo todavía pudo hablar:
—Es...
es... el maestro del laberin...
Y
luego sus huesos fueron polvo.
Grabó
la secuencia de imágenes. Profundamente. Rebuscó en su conciencia el
sentimiento de venganza, luego ató todo y arremetió.
—Arghhhh
—exclamó. La pared cercana había cedido, no así la carátula del reloj que se
ocultaba tras ella. No totalmente, al menos. Multitud de fragmentos vítreos se
alojaban ahora en sus carnes y el dolor parecía a ser un restaurador, la fuente
de la juventud... Exuberante tal vez. Tuvo que empezar a desprenderse de los
cristales, cuando la adolescencia la alcanzó.
Pero
ya era tarde. Sus ropas colgaban flojas de su actual anatomía. Se palpó. Senos
muertos, inexistentes, como el vello púbico y...
Y
tomó al reloj de la cadena.
—Ahora
me vas a decir que pasa aquí, desgraciado —croó.
El
reloj temblequeó. Intentó dos o tres timbrazos antes de caer a sus pies como
una marea de pepitas de oro. Las recogió, no faltaba más; si podía sacar algún
provecho de esta incursión demente lo iba a hacer.
La
pauta estaba dada... Dadá. Sí, esa era la clave. Un mundo sin lógica, la sin
razón pura. Y aún así toda demencia tiene su origen. Imágenes probables
plagaron su materia gris: ojos desorbitados, boca espumosa, un dios babeante al
final del laberinto.
Y
era la pauta última y necesaria.
—Estás
frito, imbécil —barbotó, las palabras encimándose, apresuradas, como sus
movimientos.
Su
mente se convirtió en una computadora. Fórmulas conformando el universo
consensual.
Se
abalanzó sobre la pared más cercana, sin cerrar los ojos. Y vio entes
múltiples, miasmáticos, angelicales, artificiales, caóticos, mientras la
atravesaba.
Y
a cada uno robó su esencia.
Ya
no había tañidos cronométricos; sólo un mugido profundo, colérico y
melancólico. El minotauro-dios se dolía en el centro del laberinto...
Su
edad volvió a ser la real, sus vestidos trocaron a voluntad. Un traje de luces,
capote en la mano derecha, con una espada como asta bandera.
Y
alcanzó el centro, con los ímpetus a punto, no minados en lo absoluto.
—Podríamos
arreglarnos —dijo el dios-minotauro, disfrazado de ejecutivo, la calva
brillando y la sonrisa inmaculada—. Te ofrezco el oro del mundo, las perlas de
la virgen, lo que quieras.
Alicia
sacudió el capote.
Y
el Minotauro no pudo resistirlo. Embistió. Una y otra vez, incansable. A ratos,
mientras aguardaba para retomar el aliento, prometía tesoros escondidos,
bellezas recónditas, otredades subyugantes, felicidades totales, incluso
fórmulas de vida.
Alicia
hizo oídos sordos y siguió fintando. Sólo declinaba la falta de aplausos y
hurras. El cansancio extremo del Minotauro fue su único anclaje.
—Te
puedo dar la realidad —argumentó, antes de su última embestida, el híbrido de
toro y hombre.
Alicia
sólo agitó el capote.
La
verónica fue magistral, como el remate. El toro-hombre cayó, con la espada
entre la cruz y la nuca, con los nervios destrozados. Totalmente paralizado.
Y
el cerebro de Alicia empezó a desprenderse de la niebla malsana. Su memoria
estaba de vuelta, también su misión. Extrajo la espada. Cerró los ojos y se
concentró en el frío acero hasta transformarlo en bisturí láser.
Lo
demás fue sencillo.
Emergió
agotada. Hastiada de su oficio.
Benjamín
retiraba con lentitud los electrodos.
—Pensamos
que no lo iba a lograr —dijo, con la vergüenza tatuada en su rostro en
tonalidades bermejas—. Ha salvado al Presidente...
—Y
al mundo —completó Alicia, incorporándose, arrancando los últimos cables de su
conector múltiple—. Necesito descansar. No estoy, no me pasen ninguna llamada,
no quiero atender a nadie más... Al menos por un mes...
Saltó
al suelo, sus pies desnudos resintieron el súbito frío. Su cuerpo, permanecía
cálido, bajo el cobijo del overol reglamentario del hospital de servicios
mentales.
Atravesó
las salas con desgano y despotismo. Seguía odiando a los malditos pacientes, a
sus familiares, sobre todo a esos burócratas que ahora se arracimaban sobre
ella.
Dejó
atrás todo y se encerró en su cuarto. Estaba harta de ser la experta en
eliminación de traumas, de hundirse, vía computadora y realidad virtual, en
psiques rebosantes de patologías.
Se
tiró en la cama, exhausta. Revisó la carátula del reloj, sorprendida. ¡Tres
horas en intervención! Demasiado tiempo, debía reposar. Se aflojó las ropas y
trató de relajarse.
Algo
le impidió el descanso necesario. Algo que acongojaba su costado izquierdo.
Metió las manos en el bolsillo de su chamarra de piloto y cuando la sacó
sostenía un buen número de pepitas de oro.
Las
miró, estupefacta. No podía dar crédito a los que sus ojos veían. Recordó algo
más. Acudió al bolsillo derecho.
Su
contenido ya se hallaba frente a ella. Un conejo de dimensiones humanas se
abalanzó. Ni siquiera se detuvo a despojarla de sus ropas, embistió, rompiendo
su overol y pantaleta con el impulso.
La
acometida sobrepasó todas sus espectativas. Alicia sintió que su cabeza giraba
vertiginosamente mientras la enorme erección penetraba más allá de su capacidad
incubadora.
Gritó
con todas sus fuerzas. Pateó, queriendo alejar a su agresor, queriendo dejar
atrás esa realidad lacerante; náusea y placer al mismo tiempo. La negrura
empezó a invadir su visión...
El
vómito podía quedar atrás...
Pero
Alicia miró por segunda vez la rayada esfera del reloj. Era uno grande,
ciclópeo y añejo como el mismo universo. Su cadena se extendía como la cola de
un ratón infinito, se perdía a la distancia en el caos ambiguo del lugar...
Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledad, Ciudad Espejo, Ciudad Niebla, Sombras sin tiempo, Sueños sin ventanas, El cuerpo del delirio y Plasma exprés.

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