viernes, 26 de diciembre de 2025

EL ENCANTADOR DE SERPIENTES

Armando Azeglio

 

No quisiera no ser comprendido en un futuro, que se vea en mí el espectro de un hombre mal signado por su destino o, menos aún, que piensen que fui un cobarde. Déjenme relatar los hechos tal y como los recuerdo: “El Intimo” así enhebró las cuentas de mi vida.

Fueron más de diez mis hermanos, y los dedos de mis padres pudieron contar a varias hembras entre ellos. Yo no fui el menor, ni tampoco el mayor de su prole y, salvo la presencia de una cobra el día de mi nacimiento debajo de la cuna que nos contenía a mi hermano Samid y a mí, todo sucedió con la rutinaria espontaneidad a la que mi madre se había habituado después de dar a la luz tantos hijos.

Verán, mi padre fue el vigésimo encantador de serpientes en una familia que generación a generación fue traspasando el oficio al heredero elegido. Muy por el contrario a lo que puedan estar pensando, el nuevo encantador no era elegido por el que lo precedía sino por los reptiles. Por lo menos así lo aseguraba Omar Meghmed en su “Glosario para la fascinación de serpientes”, libro que llegó a transformarse en la biblia de los cultores del arte por siglos. Y si bien nunca nadie pudo probar, excepto por el glosario claro está, la existencia de Meghmed, el contenido de su libro fue devocionalmente observado por los clanes de encantadores a través del tiempo y sus secretos preservados.

En el capítulo donde trata el problema de “la transmisión del poder del encanto y la elección del heredero”, Meghmed afirma que “las serpientes manifiestan su predilección por el elegido a través de signos inequívocos” y enumera tres:

1) Que habiendo hallado el presunto heredero una serpiente muerta, siendo este aún niño y cualesquiera fuese la causa del deceso del animal, lo primero que tienda a hacer con el cuerpo inerte de la bestia sea juntar la boca con la cola misma hasta formar un círculo.

2) Que el encantador durante un tiempo, observe mudares de personalidad en la conducta de su hijo (o heredero) en la misma proporción que sus serpientes encantadas mudan de piel.

3) Que una serpiente se enrosque debajo de la cuna del heredero siendo este aún un bebé.

Mi padre comenzó a instruir en el arte a mi gemelo Samid, y esto se debió a un razonamiento asaz simple. Según Asha, la comadrona que asistió nuestro parto, Samid había sido el último en salir del vientre de mi madre, por lo tanto engendrado primero, por ende era el mayor, ergo, el elegido de padre ante la ambigüedad del sagrado códice.

Todos en un primer momento, creyeron ver en mi presencia un tácito signo de mal agüero: me temían y me despreciaban silenciosamente. Aquellos que me prodigaban los cuidados más inmediatos guardaban una supersticiosa distancia respecto de mi persona. Bastó no mucho tiempo para hacer de mí un niño solitario y retraído. En un segundo momento fui casi olvidado debido a que la familia había asegurado su continuidad temporal en Samid y a la urgencia de instruir a este en los complejos misterios del peligroso arte.

El tiempo pasó, ya adolescente la gente se referían a mí llamándome “Asash” o “la sombra de las muchas caras”. Y el hecho que mi padre o mi madre no interfirieran en mi defensa, fingiendo no saber como la gente nombraba a su hijo, me humillaba profundamente. Era la triste constatación que la superstición y la indiferencia encontraban cobija entre mis progenitores. Traté –fue inútil– de llamar su atención. Por aquellos días no fue inusual verme vestido a la manera de los recolectores de excrementos, usando su jerga, trabajando con ellos y compartiendo sus repugnantes comidas. O –la cabeza rapada– pidiendo limosna en el mercado de Rupic, envuelto en la toga verde de los Amasarenos, recitando sus jaculatorias y blandiendo el pesado rosario negro de la orden... Y así, precoz camaleón, hasta el infinitaje y la interminablería.

Mi último travestimento fue el más espectacular de todos. Disfrazado de guerrero, impostando la voz, y recitando empalagosos poemas de amor en la penumbra de de la noche, enamoré a la segunda concubina de un poderoso general de la corte… casi me cuesta la vida y hoy bien podría ser solo cenizas. Cien azotes señaron mi espalda y fue la mano de mi padre la que volcó sal primero y vinagre después sobre las heridas frescas. Esa noche, afebrilado y gimiendo, se me oyó abjurar de encantadores y encantamientos, maldecir al mismísimo Meghemd y a su sagrado glosario. No me lo perdonarían nunca.

El aprendizaje de Samid había durado quince años y su iniciación tuvo lugar a los dieciséis.

—Tu aprendizaje ha concluido —dijo mi padre cierto día, dirigiéndose a mi hermano con voz solemne—. Ve al desierto y encanta solo tu primera serpiente.

Mi hermano nunca regresó. Cuando mi padre fue a buscarlo lo encontró replegado sobre su propio vientre evidenciando en su rostro y cuerpo las señales de la terrible agonía que preceden a la muerte por la mordedura de una cobra. Padre enloqueció de dolor y lo que fue peor, comenzó a odiar a las serpientes: el primer gran error de su vida. Según Meghmed, un verdadero encantador debía estar más allá del apego o la repulsión, del amor o el odio por el objeto de su trabajo. Cuando encantaba, al conjurar las sagradas fuerzas, debía estar más allá de si mismo. Si esta condición no se cumplía dentro de sí, el delicado equilibrio cósmico que le permitía actuar, la mayoría de las veces en detrimento de las serpientes, se rompía.

Cierto día una cobra mordió al hijo de un mercader de marfil matándole pocos minutos. Mi padre lo tomó como una afrenta personal. Localizó la madriguera de la bestia y, sin invocar la protección de la divinidad, le ordenó al animal salir… ni siquiera nombró a los santos, los profetas y mayores. La serpiente se resistió. Mi padre se enfureció y metió su mano en el nido. Cuando la sacó miró con estupor los dos orificios sanguinolentos dibujados en su piel.

—La divinidad perdone me arrogancia —le oí decir antes de cerrar los ojos—, pero prefiero que así sea.

Fue el principio del fin. La tradición familiar, que se remontaba a tres siglos en el tiempo, empezaba a figurarse en mi persona. El cristalizado códice no contemplaba un caso como el mío. Mi instrucción, se podría decir, ni siquiera había comenzado cuando la muerte sobrevino a mi padre. Mi madre, desesperada, reparando en mi presencia por segunda vez en nuestras vidas, me mandó a hablar con un viejo encantador de un clan menor sin heredero: Shafick. El viejo, que entre nube y nube de opio se había ganado no solo la fama de profeta maldito, si no la de encantador de mujeres bellas, había vaticinado en más de una oportunidad el fin de los clanes y de nuestra cultura, desdeñando los esfuerzos de cualesquier iniciación.

—Los bárbaros se aprestan a conquistar a los que –según su parecer– son los bárbaros, o sea nosotros —me dijo blandiendo su larga pipa cuando supo el motivo de mi visita—. No hay tiempo para instrucciones, iniciación y repetición estéril de cosas que tarde o temprano serán hojas muertas. Me temo que has venido en vano jovencito… —Reverenciándolo tres veces y moviendo el brazo derecho a la manera de las cobras, me preparaba para volver cuando me dijo con tono arrepentido—: Espera, ¿Qué es lo primero que debe aprender a hacer un encantador?

—“Khalmit” —contesté entusiasmado—, la meditación sobre la serpiente a encantar para ponerse en la misma frecuencia de la bestia.

—¿Y el primer peligro a evitar, cuál es?

—Que practicando o ejerciendo el “Khalmit” el encantador resulte la víctima de su propio encanto.

—¡Suficiente! ¡Eso es todo lo que necesitas por ahora, pero no lo olvides nunca! ¿Me entiendes? ¡Nunca! Ignorar esto puede ser fatal… ¡Ahora deberás unirte a nosotros en la defensa de la ciudad! —dijo con la grandilocuencia digna de un encantador. Y saludándome para despedirse, enfundó su larga pipa en la cintura, como si se tratase de una espada.

Cuando salí de la casa de Shafick pensé que era cierto lo que de él se rumoreaba, que el opio comenzaba a devorarle el entendimiento pero… dos meses más tarde me encontré, entre vapores sulfurosos y vahos de sangre, defendiendo a Rupic del asedio de los bárbaros.

Fui dado por muerto al principio y, después de la rendición, entregado como esclavo al médico que curó mis heridas.

Me vi obligado a aprender la lengua bárbara y los extraños signos que la expresan, cosa que permitió el mi clandestino acceso a los no pocos libros de la vasta biblioteca del médico.

Cierto día su esposa, tan o más peligrosa que una cobra, quiso comerciar carnalmente conmigo. Negándome por respeto a aquel que le debía la vida, comprendí que –por la vida– sin falta debía escapar. Lo hice esa misma noche, sin dificultad, narcotizando la cena de todos. Tres largos años habían pasado.

En mi huida y en un lupanar de Kamitra conocí a uno de los rebeldes de Piastrock. En medio de una furiosa pelea había matado a dos soldados de la ocupación. No dudó de mí cuando no dudé en ocultarlo en mi oscura madriguera. Este simple acto de fe me valió la confianza de Latif, y el tácito ingreso a los núcleos subversivos de la resistencia. Al principio solo actué como contacto entre Piastrock y los traficantes de armas, y en unos pocos meses más –mi integridad probada– estuve en las montañas planeando estragos.

La guerra de los bárbaros no era como la nuestra, eran colosales ejercicios de producción y transporte hasta los puntos convenientes. En el abastecimiento el tren, o como lo llamaban mis nuevos hermanos “Kitnich”, “la serpiente”, jugaba un rol decisivo por lo que inmediatamente entró en nuestra mira.

El primer gran golpe a las ferrovías se decidió para la fiesta de “Shamit”, día en el cual ellos –aprovechando nuestra religiosa inmovilidad– transportarían una gran cantidad de municiones, tropas, abastecimientos y colonos casi sin riesgos.

“El similar responde al similar” versa un antiguo principio de los encantadores, y debido a mi condición de aprendiz de fascinador, fui elegido para materializar, casi solo, el primer “encantamiento de la serpiente de hierro”. Así se decidió llamar la primer gran operación.

La noche anterior a “Shamit” no dormí. Me limité a practicar los complejos ejercicios de visualización “Khalmit”, sobre la imagen de un tren y la poderosa bomba que lo destruiría. El día señalado el grupo escogido partió hacia las montañas, y en el desfiladero de los ermitaños solo seguimos Yamal, Hamed y yo. Este último, experto tirador, una vez detonada la bomba eliminaría cualquier sobreviviente incluyéndome, en caso de caer prisionero o mal herido. A tal efecto yo llevaba un cinturón de cuero repleto de explosivos alrededor de mi cintura, una bala de Hamed bastaría para hacerme saltar por el aire sin más. He aquí los hechos que siguieron tal y como los recuerdo, transcriptos en estas páginas sin otra intención que –como dije al principio– la de ser comprendido.

Conecté la bomba a las vías sin ningún problema. Con el detonador en alto me aposté detrás de un peñasco después de haber estirado y ocultado los cables. Hamed, sombrío y distante, asintió a una señal mía. Cuando el tren era un punto en el líquido horizonte comencé a mirarlo con fijeza y a recitar con minucia fonética las salmodias para el encantamiento mencionadas por Meghmed en su famoso libro. Cuando la serpiente de acero hizo sonar su poderoso silbato sentí que partía la inmensidad viscosa del desierto… y el centro de mi pecho. Fue ese el instante de duda. Todo me pareció inusualmente armónico, insensatamente perfecto. Todo vibraba y pulsaba colmado de vida. Las cosas se ensamblaban cumpliendo diez mil fines impensados, exquisitamente precisos, preciosamente ínter conexos. El azar me pareció un espejismo, la bomba una negra alucinación. El tren, de pronto, fue algo sagrado avanzando y, al igual que las serpientes, adoptaba mil formas en sus movimientos y seguía siendo siempre uno. Así “El Intimo”, así el universo: adoptaba una serie innumerable de aspectos, pero su naturaleza esencial era única.

El tren disminuyó su velocidad a paso de hombre: como si supiera de mí. El pulso me temblaba visiblemente, mi frente sudaba de manera copiosa, la vista se me nubló. Entonces fue cuando vi la provocativa corte de bailarinas en el interior, con oscuros ojos sobre luminosas sonrisas invitándome a subir. Y banquetes servidos, y brocatos refinadísimos y narcotizantes aposentos. Y una biblioteca larga, kilómetros de manuscritos recónditos y libros inimaginados. Y sabios discutiendo sobre los saberes más diversos, y artistas trabajando en las artes mencionadas por los poetas. Y sacerdotes ataviados con extraños ornamentos, y ríos de rostros ignotos, y ciudades enteras fulgurando para luego dejar solo un halo de ensoñación y… los músculos de la mano ya endurecidos, me vi abandonar el detonador para después refugiarme de los sorprendidos pero furiosos disparos de Hamed.

Me vi desprenderme del cinturón suicida.

Me vi hacer señas y saltar al tren todavía en lento movimiento.

Vi una bala perforar mi despreocupada espalda. Nos movimos.

Entonces, en la lejanía, escuché una terrible explosión.

Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en  Planificación Pública del  Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados  en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing  de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño. 

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