martes, 23 de diciembre de 2025

EL HUECO

Claudia Isabel Lonfat

Desde hace un tiempo Galo está raro. Yo me doy cuenta porque desaparece por un período y luego regresa con algún amorío retorcido de esos que siempre terminan mal. Su último romance fue con una paraguaya que sabía interpretar muy bien sus perversiones sexuales, pero esta vez la locura le duró poco, cuando se dio cuenta que no era solo sexo; decidió cortar por lo sano.

Me llamó con la excusa de fumarse unos porritos conmigo; unos, que según él, los venía reservando desde hace un tiempo para mí. El lugar, los bosques de Palermo, lo eligió él. Es uno de sus preferidos porque puede pernoctar entre travestis juguetonas, aerobistas, gente bizarra o corriente; una jungla urbana bien variada.

Nos encontramos a medio camino y seguimos juntos hacia un claro del bosque. Hacía rato que yo no iba, desde los tiempos en que me gustaba festejar la primavera en medio de un gentío púber histérico coreando alguna canción de moda.

La última vez la recuerdo muy bien por lo mal que concluyó; tocaba el grupo heavy “Beso negro” y un montón de pendejos pasados de cervezas calientes, comenzaron a arrojar los envases sobre la multitud que saltaba como monos frente a la banda. Las botellas explotaban a nuestro alrededor, hasta que una atravesó el mini lago o charco, y rozó la cabeza del líder del grupo; fue cuando revoleó su guitarra emparchada y nos mandó a cagar a todos, con su falsa expresión heavy, y haciendo una especie de pucherito con sus labios pintados de color negro. Luego, un mastodonte con los ojos en blanco, me tomó de la muñeca y arrimó su cara peluda a la mía, con la clara idea de darme un beso, pero por suerte pude reaccionar a tiempo y darle con la rodilla en las pelotas. Lo dejé tendido a orillas del charco y salí corriendo para nunca regresar; hasta hoy.

Mientras se rompía el hielo entre Galo y yo, me quedé mirando algunas plantas medio aplastadas por los perros y los chicos que andaban en bicicleta sobre ellas. El paisaje, si bien era el mismo, había cambiado en cuanto a su prolijidad; las rosas y plantas en general, estaban cuidadas, y los caminitos de ladrillo se veían bien delineados.

Caminamos eludiendo grupos de atletas que elongaban apoyados en los árboles, mientras me iba preparando para cualquier cosa que pudiera pasar, porque tanto Galo como yo éramos proclives a vivir situaciones extrañas. Estuve desde temprano con ese presentimiento, una sensación de ahogo y de vacío en el estómago. Algo parecido al miedo, pero más difícil de aceptar.

Galo me apartó del camino y me empujó hacía un sector donde no había movimiento de aerobistas ni de niños. Daba a un lateral, cerca de los galpones del ferrocarril, más precisamente antes de llegar a la estación. Cuando miré para atrás me di cuenta de que habíamos andado un buen trecho y nos habíamos alejado de los bosques. En esa zona un alambrado separaba las vías de la vereda.

Algunos cirujas tenían su ranchito o su fogón; seguimos un trecho más, hasta que no vimos a nadie por los alrededores.

—Loca, acá nadie nos va a molestar —dijo Galo, mientras armaba tranquilo un porro.
Lo encendió y fuimos pitando. Al rato empezamos a cantar un viejo tema de Aquelarre, y terminamos recorriendo el repertorio del Flaco Spinetta, con voces muy patéticas y desafinadas.
   Íbamos por el segundo porro cuando Galo me señaló un hueco bajo el alambrado que le llamó la atención. Pudimos notar a simple vista que no apuntaba al otro lado como para salir a la vereda, sino que iba por debajo aunque se veía tan oscuro, tan negro, que no podíamos saber cuán profundo era. No había animales, ni nada, al menos inmediatamente a la boca de entrada. Nos acercamos más y con un tirante de madera que encontramos apoyado junto al hueco, tanteamos para ver si tocábamos algo. Un escalofrió me recorrió la espalda, y a Galo también, a juzgar por la expresión casi convulsa de sus hombros y brazos.

—Ceci, esto me da mala espina. —Lo dijo con cierto miedo expresado en el leve temblor de su voz—. Pero igual me encantaría entrar —agregó.

Entró primero él y me llamó. Metí un pie, luego otro, y ya sentada, me fui deslizando de a poco hacia adentro. Era mucho más grande de lo que imaginaba, y muy oscuro, por lo que no lograba siquiera ver a Galo, a quien rozaba con un pie. Sin embargo, por encima de mi cabeza había cierta transparencia que no podía definir, como un halo, humo o reflejo de algo, que parecía una forma humana. Ahí fue cuando decidí reprimir hasta mis pensamientos. Galo se quedó mudo por un tiempo bastante largo, o quizás me pareció. Pero a pesar de no poder distinguirlo, sabía que su mudez se debía a que estaba viendo lo mismo que yo; algo que no se podía definir ni explicar. Al rato sentí su mano tanteando mi cadera, y la tomé fuerte. Galo me respondió apretando más fuerte todavía.

No sé cuánto tiempo permanecimos en el hueco, ni cómo salimos de allí. Tampoco sé si nos hablamos en ese camino de vuelta, o si nos subimos al tren. Por alguna razón inexplicable, todo eso ha desaparecido de mi memoria.

Al día siguiente, acosada por mil dudas, volví a recorrer ese tramo, tal cual lo habíamos hecho el día anterior; pasé por el rancho de los cirujas y los fogones. Me acerqué al alambrado, a la misma altura donde Galo me señalaba el hueco, pero no había nada. Fui una y otra vez pegada al alambrado, tocando la tierra para ver si estaba suelta, tratando de averiguar si alguien habría rellenado el hueco, pero no, la tierra estaba dura y compacta. No existían indicios de ninguna abertura o arreglo reciente. Volví corriendo, sin aliento, hacia donde estaba el rancho de los cirujas. Les pregunté si habían visto algo raro o trabajadores del ferrocarril haciendo reparaciones durante la noche, pero negaron todos con un movimiento de cabeza, como si estuvieran automatizados.

Mientras recorría los metros que me separaban de la estación, traté de encontrarme conmigo misma para recuperar esos momentos en el hueco, o al menos algo que me ayudara a desenredar ese desorden mental. Me senté en un banco frente a las vías, y mientras escuchaba por el altoparlante el horario de salida del próximo tren, Galo se puso frente a mí, como saliendo de la nada. Me levanté de un salto.

—¿Vos también volviste al hueco? —le pregunté.

—Ya no está —me respondió en un susurro.

Le conté que había recorrido la zona y que le pregunté a los cirujas si habían visto algo.

—Yo hice lo mismo —me dijo con la mirada perdida.

 

Galo salió de mi vida casi de inmediato. Me doy cuenta de que a él le afectó mucho más que a mí la experiencia en el hueco. Que él necesitaba una explicación lógica, mientras que yo intentaba escaparle al análisis profundo, y solo me quedaba con una respuesta inmediata. Que todo pudo haber sido producto de nuestra propia necesidad de que algo suceda; algo que nos hiciera despegar de la rutina donde estábamos estancados. O quizás solo fue un delirio producto del porro, que suena más coherente, dadas las circunstancias.  
   Sigo viendo publicaciones de Galo en facebook, pero esta vez son solo viejas propagandas de los setenta, y ya no responde; es como si él también estuviera automatizado.

En general me niego a recordar lo que pasó, pero como el subconsciente es algo que no se puede controlar, entonces sueño. Y en esos sueños atravieso una dimensión donde las personas no están corporizadas. Son solo almas flotando entre puertas invisibles, y allí no mora la soledad, porque el espíritu abarca el hueco donde solía latir un corazón.

Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.

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