Tihomir Jovanović
—Se paga por adelantado —me
dijo la casera. Era una mujer corpulenta, de amplias caderas, diría que no de
parir hijos sino de pasar demasiado tiempo sentada y comiendo. De su barbilla
sobresalían dos fuertes vellos. Pensé que podría habérselos arrancado antes de
la llegada de un nuevo inquilino, simplemente para estar presentable.
—¿No confía en mí, señora? —Naturalmente, preferiría
pagar a fin de mes, cuando me organizara y comprara todo lo necesario para
continuar mis estudios.
—Ya me quemé la última vez. —Siguió hablando aún con un
tono elevado, como si la rabia hacia el inquilino anterior se dirigiera ahora
hacia mí, el futuro inquilino—. Y parecía tan decente, un hombre de mediana
edad y encima sacerdote… quién lo diría.
—¿No le pagó? —pregunté, intrigado por lo que mi
predecesor habría hecho.
—¡No! Simplemente desapareció sin pagar. Y yo que
creía que era un señor fino, honesto, ¿verdad? Así deberían ser los sacerdotes.
Nos predican una cosa y se comportan de otra manera.
—No diga eso, señora. —Intenté defender al que había
vivido aquí antes que yo—. Quizá le ocurrió algo, algún accidente…
—El accidente lo va a tener en cuanto lo encuentre. —La
casera se desahogó un poco, y luego se calmó, como si con aquellas palabras ya
hubiera consumado su venganza.
A disgusto, metí la mano en el bolsillo y saqué la
suma requerida para un mes por adelantado. Su ojo experto evaluó que la
cantidad era correcta, así que guardó el dinero sin contarlo.
Por fin apartó su voluminoso cuerpo hacia un lado y me
dejó paso hacia la escalera, hacia la parte alta de la casa donde se
encontraban las habitaciones que me correspondían. Subí por los escalones
crujientes de gruesas tablas.
La habitación daba al patio; la ventana estaba abierta
y el viento traía olor a acacia y el canto de las aves. Una atmósfera
agradable, como si no estuviera en la ciudad; ese era, al fin y al cabo, el
principal motivo por el que había elegido esta pensión.
Dejé mi bolsa junto al escritorio y miré por la
ventana. Sobre las copas de los árboles se elevaba la torre de la catedral de
San Pablo. Eso me recordó al antiguo inquilino. Seguramente aquí la casera
podría haberse informado sobre él. ¿Sería párroco en esa catedral o en otra?
Simplemente no podía creer que alguien necesitara hacerse pasar por sacerdote
para evitar pagar el alquiler.
Abrí el armario y saqué mis cosas de la bolsa para
colocarlas en los estantes, y me sorprendió ver que aún había algo del
inquilino anterior. Su bonete de tres picos, el cubrecabeza y la capa corta:
parte de la vestimenta para oficiar misa. Moví sus cosas al estante inferior y
coloqué mis camisas y sudaderas.
Lo siguiente era acomodar mis libros y cuadernos. El
cajón del escritorio, junto a la ventana, era el lugar ideal. Lo abrí y metí la
mano hasta el fondo para comprobar si estaba vacío. En lo más profundo, mis
dedos tocaron algo parecido a una pequeña libreta de tapas duras.
Cuando la saqué, vi que en efecto era una libreta, muy
antigua, con las tapas gastadas y envuelta en un paño parcialmente rasgado.
Nunca había visto algo tan… arcaico. Me sentí como un arqueólogo que
desentierra una moneda con el rostro de Adriano o de algún otro emperador
romano. Abrí la libreta con cuidado, como temiendo que se deshiciera o que
saltara de ella algún mal dormido…
Me sorprendí al observar las páginas amarillentas.
Alguien había escrito sobre esos antiguos folios con bolígrafo. Parecería una
profanación del papel si la letra no fuera tan legible, casi caligráfica,
antigua, de esa forma en que escriben quienes acostumbran a dibujar cada letra…
Más curioso aún fue ver, en la parte superior de la
primera página, una fecha: se trataba de un diario, y el primer día era el 28
de junio de 1789. Escrita con bolígrafo… hacía más de doscientos años.
Aquello exigía más atención y tiempo del que tenía en
ese momento. Tenía que traer aún algunas cosas a mi nuevo alojamiento. Por si
acaso, guardé la libreta en el bolsillo y bajé las escaleras. Allí, frente a la
puerta, estaba la casera con las manos en las caderas. Había corrido desde su
apartamento al oír el crujido de las escaleras, su alarma particular, que le
avisaba si alguien subía o bajaba. ¡Cerbero! Tal vez sí me había equivocado al
elegir este lugar… al menos por la casera.
—Voy por más cosas, vuelvo enseguida —dije antes de
que me preguntara nada.
—Ah, bueno, ¿tienes hambre quizá? —Por fin había mostrado
algo de buena voluntad y un gesto parecido a una sonrisa.
—No, gracias, he almorzado en la ciudad.
Fui al viejo apartamento, recogí el resto de la ropa y
los libros y los llevé en tranvía, de pie junto a una barra y esperando
inútilmente que alguien se apiadara de mi expresión fatigada y me cediera un
asiento. Los mayores iban sentados leyendo el periódico, y cuando miraba hacia
ellos veía las páginas de obituarios. Probablemente revisaban a quién no
podrían invitar a tomar café mañana. Los jóvenes, en cambio, no dejaban de
trastear con los teclados de sus teléfonos móviles.
Finalmente regresé al nuevo alojamiento, entreabrí la
puerta y, por supuesto, allí estaba la casera al pie de la escalera.
—Disculpe… el inquilino anterior, ¿cómo se llamaba? —pregunté
dejando la bolsa en el suelo.
Me miró entornando los ojos, como intentando adivinar
mis intenciones. Incapaz de lograrlo.
—¿Y para qué quieres saberlo? —preguntó.
—Algunas de sus cosas quedaron en la habitación.
—Sí, lo sé, no las toqué, pensé que volvería, y luego
me olvidé… Ah, sí, dijo que se llamaba Pistorius.
¿Que no las tocó? Vaya, con toda esa curiosidad y no
haber tocado nada… Yo no soy curioso, pero sí deseo saber qué está escrito con
aquella hermosa letra y desvelar el misterio de la fecha…
—Gracias, señora —dije; subí las escaleras y sentí
todo el tiempo su mirada clavada entre mis omóplatos.
Por fin estaba en la habitación. Ordené mis cosas en
el armario y el escritorio. Anochecía; encendí la lámpara de mesa y tomé la
libreta del desaparecido sacerdote Pistorius. La hojeé rápidamente y vi que
había ilustraciones en algunas páginas, cosas comunes: automóviles, tranvías,
rascacielos, aviones… No entendía por qué las había dibujado. Luego volví a la
primera página y comencé a leer.
28 de junio de 1789
He pecado, lo sé. El pecado
no es propio ni de los hombres comunes y mucho menos de nosotros que hemos
jurado castidad y celibato. Siempre, después de caer, me arrepentía de haber
cedido a la tentación del placer carnal, del deseo, y me juraba a mí mismo:
nunca más. Aquel día, el 28 de junio, estaba decidido de verdad a poner fin a
aquello. Rogué fervientemente al Señor que me diera fuerzas para contenerme y
que me castigara por mis pecados pasados. Cualquiera que fuera la pena, la
soportaría con estoicismo. Estaba preparado para aceptar cualquier penitencia.
Cuando me levanté de mi posición de rodillas ante el
crucifijo de Nuestro Señor Jesucristo, miré su rostro de bronce… y me
sorprendí. De sus ojos caían gotas, directamente desde las comisuras. Lloraba.
Sentí que el corazón me golpeaba con tal fuerza que parecía querer romper mi
pecho. Me mareé, y desde lo alto, desde el campanario, apareció un rayo de luz.
Un rayo de sol que de ningún modo podía caer desde allí justo ante mis pies.
Recibí una señal y agradecí al Señor con todo mi corazón; fortalecido, salí empujando
las pesadas puertas de madera de la catedral, listo para todas las tentaciones.
Pero no esperaba encontrar tentación alguna justo al
salir… Ese afuera ya no era mi ciudad. ¡Era otro lugar completamente distinto!
¿O quizá no? Algunas casas me resultaban familiares, igual que las colinas
detrás de la ciudad. ¿Qué estaba ocurriendo?
Las calles estaban repletas de gente vestida de manera
extraña; corrían carrozas de metal sin caballos, demasiado ruido, demasiado
apuro, la gente hablaba en unas cajas que sostenían junto a la cabeza. Ruido de
la calle, ruido del cielo. Lloré, y nadie se dignó a prestarme atención…
27 de mayo de 2008
La fecha es otra, pero para
mí es el mismo día, aunque hayan pasado más de doscientos años desde que
entreabrí las puertas de la catedral. Es increíble lo que me ha sucedido. Y
todo ocurrió en un instante…
Reuní valor y me acerqué a uno de los transeúntes que
no parecía tan apresurado como los demás: un señor mayor con una camisa de
mangas cortas y una pipa en la boca.
—Disculpe—dije, sintiendo que la voz me temblaba—. ¿Qué
ciudad es esta?
Sacó la pipa, me miró sorprendido pero respondió.
—Pues claro, K. ¿Usted no es de aquí?
—No… verá… —Añadí otro pecado a mi cuenta: mentí. Sí
conocía la ciudad, pero distinta—. ¿Y la fecha, cuál es? —pregunté.
Miró una cajita hecha de un material parecido al
vidrio y me dio todos los datos, como si quisiera librarse de mí con esa única
respuesta.
—Dieciséis horas, dieciocho minutos, 27 de mayo de
2008.
—¿Cómo dice? —grité al oír ese último dato—. ¿2008?
¡Eso es imposible!
—¡Posible, posible! —dijo moviendo la cabeza, y se
marchó dejando tras sí el olor de su tabaco.
Sí, parece imposible, pero es la única explicación
lógica. He sido lanzado a otro tiempo. Y entonces pensé en la única cosa buena
en toda esta situación: mi vestimenta sacerdotal, que aparentemente no había
cambiado demasiado en dos siglos. Si hubiera llevado mi ropa de civil, quizá
habría parecido aún más extraño a la gente de hoy. Y eso era lo único bueno.
Todo lo demás era malo. Sin dinero, sin alojamiento,
sin conocidos. ¿Volver a la catedral e intentar salir de nuevo? ¿Me devolvería
eso a mi época? Volví sobre mis pasos hasta ver desde la acera a sacerdotes
desconocidos saliendo de la catedral.
Renuncié a cualquier contacto. Sería peor si les
contara lo que me había pasado. Sé perfectamente cómo nuestra… profesión… ve
esas historias…
Tenía que encontrar dónde pasar la noche, si la noche
me alcanzaba en este tiempo. Metí las manos en los bolsillos. Solo la libreta y
el crucifijo de oro. La libreta no serviría de nada. Podría empeñar la cruz en
alguna casa de empeños, si es que aún existían en esta época. Y fui a buscar
una que en mi tiempo solía estar en cierto lugar.
Por las calles corrían las carrozas sin caballos. Supe
que se llamaban automóviles. Lógico: auto y mobile. Observé el comportamiento
de la gente para adaptarme a ellos, si quería sobrevivir en este mundo ruidoso
y acelerado…
En el lugar donde antes estaba la casa de empeños –o
donde yo creía que debía estar– ahora había un enorme edificio de vidrio y
acero.
—Disculpe —pregunté al primer transeúnte que pasó a mi
lado—, ¿aquí había antes una casa de empeños?
Se detuvo, desconcertado, se rascó la cabeza.
—Sí, creo que mi padre me habló de eso. Pero la
demolieron durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿Mundial? ¿Segunda? ¡Santo cielo…! —grité. Él me miró
sorprendido y movió la cabeza al marcharse. Yo sabía bien lo que eso
significaba. Sí: el mundo está lleno de locos…
En las Sagradas Escrituras se dice que habrá guerras,
grandes y pequeñas, y más calamidades, y que luego vendrán los tiempos finales.
¿Había yo llegado a ese tiempo…?
Pero debía encontrar dónde dormir. Mi casa parroquial
ahora pertenecía a otro. ¿Pedirle alojamiento? No, esta era mi penitencia…
Esperé largo rato a que la ciudad se calmara, a que el
ruido bajara, pero verdadera noche no hubo. Las luces de calles y edificios
convertían la oscuridad en un amanecer perpetuo. Dormí dos o tres horas,
agotado, en un banco del parque. Y no fui el único en pasar allí la noche.
28 de mayo de 2008
Hoy he conseguido encontrar
un alquiler, una habitación. Está en el piso superior de una casa en la calle
Kingston. El alojamiento es bonito y tiene vista al jardín y a la catedral. La
habitación me gusta mucho, pero la casera nada en absoluto. Si Dios quisiera
castigarme, bastaría con ella…
Me reí. Este cura comenzaba
a caerme bien. Pensábamos igual sobre la casera. Bebí un trago de cerveza y
seguí leyendo.
Me vigila sin parar y me
pregunta cuándo le pagaré la habitación y la comida. Le aseguro que será
pronto, aunque ni yo mismo estoy seguro de ello.
Hoy empiezo a escribir realmente en la libreta, con un
extraño bolígrafo que me dio la casera. Tiene una forma peculiar, y una
propiedad aún más extraña: no necesita sumergirse en tinta. La tinta está
dentro y sale cuando presiono. Parece que podría escribir eternamente con él.
La casera sigue refunfuñando y pidiendo dinero. Le ofrecí mi crucifijo de oro,
pero quiere dinero de verdad. No lo entiendo… ¿pensará que el crucifijo es de
oro falso?
Salí a la calle para huir de sus quejas. Y allí me
encontré con un nuevo horror. Muchos jóvenes se dirigían en masa a un lugar,
una especie de arena que llamaban estadio. Allí se celebraba un concierto.
Música la llamaban: rock, heavy metal. Todos los jóvenes estaban tatuados, con
los labios o narices perforados por agujas. Llevaban camisetas negras con
imágenes y lemas impíos. Algunos decían Black Sabbath o Sympathy for the Devil.
En las imágenes, serpientes o personas disfrazadas de demonios, y debajo, el
inocente nombre, escrito en letras puntiagudas, KISS.
La música cuyo eco escuchaba desde las cercanías era
estruendosa e incomprensible, y con frecuencia interrumpida por los gritos del
público. Quería irme lo antes posible. Si era un sueño, que terminara de una
vez…
18 de junio de 2008
No escribo el diario cada
día. Los acontecimientos se repiten. En la habitación y en la ciudad. La casera
está nerviosa, pide dinero sin descanso. No puedo encontrar quién compre el
crucifijo y parece que solo la ropa sacerdotal me mantiene a salvo de acabar en
la cárcel. Pero no sé cuánto tiempo puede durar eso. Debo encontrar una
solución, algún trabajo, pues me temo que me quedaré aquí para siempre,
separado de la gente que conozco, que me quiere y respeta. Aun así, espero…
sigo esperando poder volver, y por eso sigo dibujando y anotando cosas
extrañas.
En las páginas siguientes
había dibujos del estadio, vistas de la ciudad desde rascacielos, ropa de la
gente, televisores, teléfonos móviles…
Y eso era todo. Allí terminaba el diario de Pistorius.
Él había desaparecido, pero quedaban la libreta y algunas piezas de su
vestimenta. ¿Había salido a dar un paseo sin ellas, pensando que volvería como
siempre, o todo era una elaborada farsa, una historia destinada a insinuar que
existen mundos y tiempos paralelos?
Había una única forma de averiguarlo. Mañana. En la
catedral de San Pablo seguramente sabrían algo del caso del padre Pistorius. Si
realmente había existido.
Esa noche dormí intranquilo, con un sueño que se
interrumpía y recomenzaba. Rostros clericales, la Inquisición, situada en el
presente. Como si mi sueño fuera parte de una realidad paralela en la que
sobreviven antiguas creencias y normas de la iglesia.
Al despertar, tomé mi mochila, puse dentro las
pertenencias de Pistorius y me dirigí a la iglesia.
Por supuesto, en la base de la escalera me esperaba la
casera. Desde su cocina llegaba el olor de huevos fritos y tocino. Se secó las
manos en el delantal
—¿Adónde vas tan temprano? —me preguntó.
—A dar un paseo —respondí—. Me gusta caminar mientras
el aire aún está limpio.
—Bien, bien —replicó—. ¿Y cuándo vuelves? ¿Te preparo
el desayuno?
—Vuelvo pronto —dije y salí.
Llegué a la iglesia en unos diez minutos. Esperé a que
terminara la misa y la gente se marchara, y entonces me acerqué al párroco.
—Buenos días, padre—, lo saludé, y fui directo al
asunto: —¿Ha servido aquí alguna vez el padre Pistorius?
—Dios te ayude, hijo —dijo primero, y luego, tras
pensar un momento, negó con la cabeza. —No desde que yo estoy aquí. No conozco
a ninguno con ese nombre.
—No podría haberlo conocido. Vivió y trabajó hace más
de doscientos años —dije.
El sacerdote se estremeció y palideció. A pesar de los
siglos transcurridos, aquel caso seguía interesando a todos en la catedral. No
desaparece un sacerdote así como así…
—¿Por qué lo preguntas? —dijo con voz ronca.
—Sé que desapareció, pero no sé si regresó.
—No deberíamos hablar de eso —respondió, dándose la
vuelta para marchar hacia el altar.
—¡Espere! —dije en voz alta—. ¡Olvidó algunas cosas!
El sacerdote se detuvo y se volvió hacia mí. Yo sacaba
de la mochila la libreta, el bonete y la capa corta. Vi cómo cambiaba de color
nuevamente. Sabía que eran exactamente las cosas que Pistorius había dejado en
el tiempo presente, en el futuro de él. Extendió la mano y las palpó, como
comprobando si eran algún tipo de hechizo, y luego, tartamudeando, preguntó:
—¿De… dónde… sacaste esto?
—Entonces, ¿regresó? —pregunté en lugar de responder.
Asintió con la cabeza. Ya no tenía nada que ocultar.
—¿Lo llegaste a ver? —preguntó el sacerdote.
—Casi… casi lo vi —dije, y le entregué las cosas.
Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Y mientras
la vista se le nublaba, aproveché el momento… y desaparecí de la catedral.

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