Mirosław P. Jabłoński
Un ave oscura
desplegó sus alas de supercuerdas en nueve dimensiones del espacio a la vez.
Las alas tenían apenas la longitud que recorre la luz en unas pocas décimas de
segundo. Nada sucedía de inmediato, porque el tiempo –la décima dimensión–
regía al ave igual que a todo lo demás en el cosmos. El tiempo transcurría, su
corazón eterno latía con regularidad, y el ave oscura oía el pulso del
universo.
Recordaba su pasado casi desde el
primer instante tras salir del huevo de una estrella de neutrones, con una
corteza de núcleos de hierro y neutrones libres. Su padre había sido el colapso
de una enana blanca, y su madre la gravedad, que lo empolló. El cosmos era
entonces distinto: más denso, más colorido, salvaje e indómito. El espacio,
mucho más curvado, se expandía. El universo se precipitaba frenético en todas
direcciones, empujado por la flecha del tiempo y por una entropía que se
expandía violentamente, mientras la radiación de fondo remanente secaba las
alas del ave oscura, que chorreaban plasma de neutrones y que por entonces
parecían muñones impotentes. El cosmos era más caliente, y lo percibía con
mayor nitidez porque aún era casi ciego. Aun así, captaba los destellos que
acompañaban las explosiones de superestrellas, que daban origen a galaxias.
Veía bandas brumosas y multicolores de radiación cósmica, haces de neutrinos y
erupciones de antipartículas anticoloreadas que escapaban de agujeros negros.
Percibía el olor de quarks y
leptones, aunque no veía los colores de sus cargas.
Y oía. Oía el silbido, el rumor, el
estrépito que acompañaba aquella carrera, aquel barajar de dimensiones;
percibía el trueno y el estruendo con que la materia se convertía en energía y
la energía aplastaba la materia. Oía el chasquido con que se tensaban las
fibras del universo, formadas por cúmulos y supercúmulos de galaxias, que
trazaban fronteras entre grandes vacíos.
Y sentía hambre. Abrió el pico, y
en él entraron partículas de alta energía y una materia extraña ultradensa y
nutritiva, procedente del núcleo de su huevo de neutrones.
Después, el ave oscura se durmió.
Cuando despertó, el universo era ya un lugar un poco más tranquilo, un poco más
oscuro, con una curvatura algo menor. Y ya no era ciega. El espacio murmuraba,
vibraba con energía, radiación y partículas de alta energía que cruzaban en
todas direcciones y atravesaban todas las dimensiones. El ave oscura quedó
aturdida por la riqueza de colores y sonidos que, con la fuerza de un huracán
cósmico, cayó sobre sus sentidos recién formados. Las lentes gravitacionales de
sus ojos aún acomodaban con cierto retraso, pero su visión se agudizó y penetró
el espacio-tiempo. Veía desplegarse los anémonas de las galaxias espirales, el
lento rodar de las galaxias esféricas, que el impulso de rotación convertía en
elípticas, y la expansión de las irregulares, dentro de las cuales las
supernovas estallaban con el chasquido de fuegos artificiales apocalípticos,
sembrando radiación gamma a su alrededor. Todo estaba en movimiento, salpicaba
plasma por doquier, chisporroteaba sobre la insondable sartén negra del cosmos.
Aun así, distinguía claramente,
sobre ese fondo, otras aves oscuras. Cada una tenía un nombre, visible para las
demás. En su caso, sonaba como la función de onda de un muon positivo. No
necesitaba pronunciarlo: emanaba de él.
Algunas aves, como él, seguían
secando sus alas; otras aún estaban saliendo del cascarón, incrementando sin
cesar, con la masa de sus cuerpos, la reserva de materia oscura del universo;
pero también había quienes ya intentaban sus primeros vuelos.
No es fácil volar en el vacío.
Había que lanzarse desde la cáscara del huevo de neutrones al abismo, tratando
de atrapar bajo las alas el viento estelar. Para un piloto inexperto, que batía
desesperadamente unas alas cortas y húmedas, con plumas de supercuerdas pegadas
por plasma de neutrones, el primer intento de planear podía acabar en una caída
infinita hacia el interior de un agujero negro. El cosmos estaba lleno de
ellos, como un colador. Acechaban a los audaces recién emplumados: unos giraban
más despacio, otros más rápido, con gargantas abiertas con avidez, en las que
caían aves medio ciegas, pereciendo entre tormentos y formando, durante su
agonía extendida en el tiempo y el espacio, pintorescos discos de acreción.
Pero los agujeros también ayudaban a aquellas aves que ya dominaban el arte de
volar. Bastaba pasar a una distancia segura del horizonte de sucesos de un
agujero negro para que el campo gravitatorio que giraba con él acelerase o
ralentizase el vuelo, según se lo rodeara por el lado “contragravitatorio” o
“gravitatorio”; eso permitía también giros repentinos.
Al principio, antes de confiar en
sus alas y en su destreza, el ave oscura cuyo nombre sonaba como la función de
onda de un muon positivo, evitaba los agujeros negros con amplios rodeos, lo
que volvía torpe su vuelo y lo hacía tambalearse y mecerse sobre las agitadas
olas gravitacionales del espacio-tiempo. Esos amplios virajes lo conducían, en
el continuo de nueve dimensiones, a lugares distintos de donde deseaba estar, e
incluso lo exponían a caer en una de las trampas sin fondo que intentaba
esquivar. Con el tiempo, sin embargo, su vuelo se volvió más seguro y sus giros
tan cerrados que a veces rozaba con la punta del ala la superficie del
horizonte de sucesos; entonces sentía un tirón de lo desconocido que atravesaba
todo su ser y lo aterraba hasta la médula de sus huesos de neutrones,
llenándole el corazón con el temblor gozoso del pánico.
¡Vaya viaje!
Todas las aves oscuras que
aprendían a planear comprendieron instintivamente las ventajas de los agujeros
negros. Usándolos como boyas de giro, comenzaron a hacer eslalon entre los
espacios. Cerca de los horizontes de sucesos de los agujeros negros más masivos
–que permitían mayores aceleraciones, retardos o giros más cerrados– se
formaban aglomeraciones. Las aves oscuras chocaban a veces entre sí, perdiendo
el impulso que les permitía evitar la peligrosa vecindad. Enredadas en un
ovillo de plumas de supercuerdas que irradiaba un grito sin sonido, caían bajo
el horizonte de sucesos presa del pánico y solo dejaban sus nombres, inscritos
para siempre en la radiación de fondo remanente.
En aquellos tiempos el ave era aún
lo bastante joven como para no saber si era macho o hembra. Lo embriagaba el
vuelo mismo. Ascender hacia dimensiones cada vez más altas del espacio, atrapar
bajo las alas las ráfagas del viento estrellado, picar de manera vertiginosa
hacia un agujero negro, compitiendo con la luz, para esquivarlo en el último
instante o frenar, generando con los golpes de alas poderosas ondas
gravitacionales. Se mecía sobre ellas, sintiendo fuerza y orgullo.
El universo tenía para él cada vez
menos secretos; el ave cuyo nombre sonaba como la función de onda de un muon
positivo aprendía a vivir en él. A evitar las explosiones de supernovas. A no
internarse en gigantescas tormentas magnetogravitacionales que desgarraban en
jirones de neutrones a los descuidados o a los demasiado confiados.
A medida que el cosmos crecía,
también crecían las aves oscuras: extendían más sus alas de supercuerdas, se
robustecían. De ellas emanaba una energía tan oscura que el universo se
ensombrecía allí donde se agrupaban en bandadas.
¡Qué diversión!
Correr ala con ala, por cientos y
miles, haciendo giros y acrobacias como si fueran un solo cuerpo; lanzarse en
picado hacia el centro del universo, aún caliente, con los picos abiertos para
recibir la materia más nutritiva y pesada, devorando pepitas de nucleones que
calentaban las entrañas con energía nuclear. Apretadas en una bandada densa,
las aves ya no chocaban entre sí: eran magníficas navegantes y pilotos. Se
conocían todas; sus nombres irradiaban ondas, visibles para ellas, de distintos
niveles de energía: quarks arriba, abajo, encanto, extraños, altos y bajos;
electrones, muones, tauones y sus neutrinos, así como sus antipartículas; y
esas ondas adquirían, a los ojos de las aves oscuras, colores maravillosos.
Solo entonces las aves advirtieron que eran distintas, que existían dos tipos:
unas tenían nombres leptónicos y otras, nombres de quarks. Con el tiempo –largo
como un eón– esa constatación se convirtió en interés, y más tarde en
fascinación y atracción. La bandada se deshizo en parejas, y estas sintieron
inclinación al aislamiento y a rozarse mutuamente las plumas con cariñosos
movimientos de los picos.
Las aves que quedaron sin pareja se
volvieron más agresivas y temerarias, tanto las de nombre “quark” como las de
nombre “leptón”. Intentaban romper los vínculos bipolares y, cuando eso –por la
fuerza de sus interacciones– resultó imposible, se exhibían para atraer la
atención con cargas casi suicidas contra enanas de neutrones o, frustradas,
luchaban entre sí.
¡Aquello sí que era un espectáculo!
A veces, oculta en otra dimensión,
un ave oscura se lanzaba de improviso sobre la víctima elegida, picando como un
depredador, con las alas plegadas, estirada en el tiempo y el espacio como una
de las supercuerdas de las que en realidad estaba compuesta, y golpeaba al
adversario por detrás como un proyectil disparado por una batería de artillería
cósmica. La atacada intentaba escapar y, incapaz de librarse de las garras del
agresor, lo arrastraba consigo a través de diversas dimensiones. En ocasiones
lograba girar sobre su eje, responder con garras a los golpes de garras del
otro, arrancar, pico contra pico, chispas aniquiladoras que abrían agujeros en
el continuo aterciopelado del espacio-tiempo.
Si no se podía atacar desde el
escondite, las aves frenaban en el vacío su vuelo, abanicando amplias alas
desplegadas que eclipsaban soles, y luego danzaban frente a frente, buscando la
mejor oportunidad para asestar el golpe. Se abalanzaban y retrocedían, con
garras arqueadas y erizadas, chocaban pechos contra pechos, se golpeaban
mutuamente con las alas, cuyas cuerdas vibraban con un sonido penetrante e
inaudible, introduciendo disonancias en la armonía remanente de las esferas.
O bien orbitaban alrededor de un
agujero negro, ocultas la una de la otra por el horizonte de sucesos. Sin
verse, acechaban, buscando el antirreflejo del rival en los discos especulares
de las galaxias, o competían girando cada vez más deprisa. La atracción del
abismo negro hacía que, al ganar velocidad, no se alejaran del centro del
agujero en una trayectoria espiral, sino que quedaran sometidas a una
aceleración centrípeta creciente. Absorbidas por la persecución, no advertían
que la aceleración les enturbiaba la vista y la mente, no sentían que acortaba
y deformaba sus huesos de supercuerdas, comprimiéndolos hasta tal punto que las
aves se convertían en micro singularidades negras que orbitaban a velocidad
vertiginosa justo por encima del horizonte de sucesos.
Las aves más desesperadas cargaban
frontalmente una contra otra con ímpetu relativista y, en los cataclismos cósmicos
que resultaban de sus colisiones, durante un instante desaparecían fragmentos
enteros del universo.
El ave oscura cuyo nombre sonaba
como la función de onda de un muon positivo tenía pareja: un ave cuyo nombre
estaba descrito por la radiación de la función de onda de un muon. Eran como
una sola supercuerda: juntas planeaban entre las dimensiones de la burbuja del
cosmos, que no dejaba de hincharse; juntas dormían en el nido de una nebulosa
espiral, cuyos giros lentos las acunaban hasta el sueño; juntas se alimentaban
de núcleos saciantes que extraían de las arrugadas envolturas de enanas
marrones, que quebraban con sus duros picos. Si la cáscara no cedía, dejaban
caer la estrella sobre un agujero negro y esperaban a que la gravedad hiciera
su trabajo: la enana marrón se estiraba, la envoltura no soportaba las
tensiones y se abría, expulsando un núcleo caliente de deuterio, que las aves
arrebataban en el último instante, antes de que desapareciera bajo el horizonte
de sucesos.
¡Era emocionante y arriesgado!
Absorbidas por sí mismas, las
parejas de aves apenas notaron que la primavera del universo se acercaba a su
fin. En el cosmos, aquí y allá, germinó vida basada en carbono, silicio,
azufre, calcio o potasio. Era difícil percibirla también porque nacía en silencio,
sin fuegos artificiales cósmicos, y cubría con su mohosa existencia objetos tan
insignificantes como planetas individuales. Y ni siquiera todos. Se requerían
condiciones extremadamente refinadas para que se instalara. Bastaba también con
que una u otra ave oscura tapara con un ala la estrella madre que aportaba
energía a la vida para que, tras millones de años de evolución esforzada, esta
muriera irrevocablemente. Su muerte era tan silenciosa y poco espectacular como
su nacimiento; sin embargo, despertaba en las aves oscuras tristeza y culpa. A
veces, ni siquiera eran capaces de notar aquel avance obstinado con las lentes
gravitacionales de sus ojos, y en consecuencia no podían prever las hecatombes
de víctimas causadas por su paso a través de cúmulos de estrellas y galaxias.
Eran conscientes de que sus juegos anteriores habían destruido la existencia o
impedido su aparición en innumerables cuerpos celestes, y en algunos casos
habían imposibilitado incluso la evolución de sistemas planetarios enteros a
partir de sus estrellas madre, o los habían devorado. Alimentar a los agujeros
negros con cáscaras de enanas sabrosas solo hacía crecer a los primeros: cuanto
más masivos eran, con más avidez devoraban el espacio circundante con todo lo
que contenía.
Era desolador.
Primero una pareja, luego otra, y
después algunas más abandonaron el centro del universo, más densamente lleno de
materia, y tras su ejemplo partieron otras. Las aves oscuras, bandada tras
bandada, volaban en todas direcciones hacia los confines del cosmos,
arrastrando consigo el espacio, tensando el tejido multidimensional del
universo, ejerciendo con su indómita energía oscura de huida una presión
negativa que provocaba la expansión incontenible del universo.
Comenzaba su verano…
Mirosław Piotr Jabłoński nació
el 26 de mayo de 1955 en Zakopane, Polonia. Es escritor, traductor, guionista
de cine, periodista y viajero empedernido. En 1981 se graduó de la
Facultad de Ingeniería Mecánica de la Universidad Tecnológica de Cracovia.
También realizó estudios de guion a tiempo parcial en la Escuela Nacional de
Cine, Televisión y Teatro de Łódź y ganó la Beca Creativa de la Ciudad de
Cracovia en 1988. Su debut en la ciencia ficción se produjo con el cuento
"Dzieło genealogiczne" en 1978. Entre sus muchos libros
publicados se pueden mencionar Kryptonim 'Psima' (1982), Nieśmiertelny
z Oxa (1987), Schron (1987), Trzy dni Tygrysa (1987),
Dubler (1991), Duch czasu, czyli: a w Pińczowie dnieje... (1991),
Elektryczne banany, czyli ostatni kontrakt Judasza (1996), Tajemnica
czwartego apokryfu (2003) —coescrita con Andrzej Mol, Duch
Czasu 2, czyli Wielka Krucjata Antymatriarchalna (2013), Wyspa
Tegmarka (2020), Nieprawość (e-book) (2023).

Hermoso relato. Poético y cosmologico.
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