Liliana Allami
Su
voz siempre fue cristalina. A pesar del tiempo, mantiene su color y su
frescura. Algo que también se extiende a su risa. Ríe, el aire vibra y no hay
quién no se de vuelta al escucharla queriendo ver a la chica, imaginando,
claro, que esa cascada de matices casi hipnóticos solo puede provenir de una
chica. Pero la chica ahora es ella. Más vieja que joven; ni linda, ni fea. Ni.
Su voz y su risa están, cada vez más, en
disonancia con el resto. Nunca fue hermosa, pero la voz, la risa y el aspecto
lozano que antes concordaban, hacían contundente su presencia. Ahora, no. Ahora
está escindida. Un pedazo de ella es una cosa. La piel sin brillo, las ojeras,
las venas de las manos como troncos secos de una rama. Otra parte de ella es la
frescura. Por eso, casi prefiere refugiarse en su casa con la voz, la risa y el
carácter que, a veces entusiasta, la mantiene como la misma chiquilina que fue
siempre. A pesar de todo, no le huye a los espejos. Se mira, se compara, se
evoca, no se gusta.
Alguna vez tuvo marido. Hijos que viven en Europa. Tiene
amigas con las que cada tanto comparte encuentros siempre programados. Salir de
improviso no es lo suyo: hay que peinarse, maquillarse, elegir la ropa según
las circunstancias. Hay que mejorarse para ser al menos un reflejo de la chica
que fue y que ahora extraña. Por eso en su casa, pegada al teléfono, siente que
encuentra su más claro refugio. Nadie le dice señora por teléfono. A todos, sin excepción, les surge el tuteo de
inmediato. La gente que la conoce, la conoce, pero el que no… Su voz sigue
teniendo la misma fuerza que un tiempo atrás tuvo su presencia: deja al otro
–siempre hablando de hombres, claro, es el juego que perdió y que hoy añora-
con la boca abierta, o por lo menos es lo que le parece. Nota la vacilación, el
titubeo.
Hola, dice. Hola, repite. A un
comprador, a un vendedor, a un dependiente, lo dice dos veces para tener la
certeza de que los matices de su voz se escuchen; y entonces percibe ese
balbucear incierto y escucha, emitidas por el hombre, las modulaciones de un
hola sugerente. Apenas una chispa, un coqueteo. Nunca, hasta hace poco, había
pasado nada más que eso.
Aquella
tarde, no sabe bien porqué, quiso seguir el juego. A lo mejor porque el día
afuera se veía luminoso y ella ahí adentro, esperando la carroza. Todo tan
ordenado, tan prolijo, cada cosa en su sitio y el timbre del teléfono, gracias
a Dios, demoliendo el silencio. Fueron tres hola
y un quién habla porque del otro lado
nadie contestaba. Al fin la voz urgente, la evidencia de la fascinación, el
ruego.
—¿Marta? No, no sos Marta. Ya sé que no sos Marta. Marta no
tiene esa voz. No cortes… No cortes, por favor.
¿Cortar? Ni se le había cruzado por la cabeza. Él se había
equivocado pero ahora no quería soltarla. Era un hombre gracioso. A lo mejor no
lo era tanto pero ella se reía: la conversación entretenida, educada, algo
chispeante, la ponían en vena para liberar esa cascada de piedras sueltas y
fluidas.
Dedujo que él debía tener su edad. No la edad de su voz,
sino la otra. De eso ni hablaron. Charla va, risa viene, finalmente fijaron un
encuentro.
La
había citado en una confitería rodeada de jardines. Eso también la
entusiasmaba. Lo otro, lo que la tenía así, con la mirada viva y anhelante, era
volver a tener una cita con un hombre. Pero el lugar elegido era un plus,
sumaba encanto, y a ella le fue fácil vestirse, maquillarse, elegir la ropa,
subirse a los tacos altos, mirarse en el espejo y aprobarse. Él llevaría en la
mano una edición vieja de Ficciones,
de Borges. Ella, Las ciudades invisibles,
de Calvino. Signos para reconocerse. No sabían nada de las señas personales del
otro. No había sacado el tema para que él no preguntara; y él tampoco, tal vez
por educado, o tal vez porque la charla había fluido tan amena y se habían
comunicado tan bien que lo demás ya no importaba. Claro que ella no lo olvidaba:
él había hablado con la chica de voz diáfana.
Guardó el libro en el bolso como una protección, una
barrera. Vaya a saber con quién iría a encontrarse. Nunca fue fácil de
conformar. Si el hombre le resultara desagradable, el libro seguiría bien
guardado. Pero para ser honesta, también barajaba lo contrario: ¿Si resultaba
que él de verdad valía la pena y fuera ella quien lo decepcionara? Mejor no
exponerse de entrada. Y aunque él no la había visto nunca, por el mismo motivo,
decidió ponerse anteojos negros.
Se bajó del taxi unas cuadras antes con la intención de
taconear sobre el asfalto e ir imprimiéndole a su cuerpo la cadencia que la
haría llegar como una reina. Motivada por la charla y la promesa del encuentro,
así de irresistible se sentía.
Aquel lugar vidriado tenía una puerta doble y un manijón de
acero. Iba a empujarlo cuando se le adelantó alguien a quien no vio venir. Un
hombre más o menos bien puesto que, con dos palabras apremiantes, la hizo bajar
del pedestal en que ella solita se había erguido.
—Pase, señora.
Sin matices gentiles, mucho menos sensuales, las dos
palabras la dejaron perpleja.
Casi llevada por él se encontró de repente dentro del
lugar. Le echó una rápida mirada. No vio a nadie expectante con un libro en la
mano. Recién frente al espejo del baño se atrevió a desmoronarse. A pesar de
los anteojos negros, del corte juvenil de su vestido, del taconeo incitante,
para aquel hombre ella había sido tan invisible como cualquiera de las ciudades
de Calvino.
No debería importarme, se repetía, mientras que traicionada por las lágrimas intentaba
retocarse el maquillaje. Aquél era uno cualquiera, no su hombre. El otro, el
que estaría esperándola, sabría asociarla a la chica de voz diáfana. Sin
embargo, no pudo evitar el desaliento: en otras épocas, la sensación de
sentirse irresistible la convertía en un ser imantado capaz de atraer, sin
distinción, a todos. En cambio ahora, en el paisaje de aquel hombre de la
entrada, ella había sido nada más que hojas marchitas.
No podía… no quería seguir así, martirizándose. Tenía que
salir de su cueva, acercarse a aquél que llevaría un libro entre las manos,
hablar y reír con su voz y con su risa, continuar la charla iniciada en el
teléfono. Se humedeció la cara, retocó el maquillaje, suspiró largamente. Así y
todo, el espejo impiadoso le devolvió solo la sombra de aquella que minutos
antes venía taconeando en el asfalto.
Volvió a calzarse los anteojos negros. La luz del sol
entraba, rabiosa, a través de las ventanas. Sobre la franja en sombras de una
mesa, distinguió el libro de Borges visiblemente apoyado. Aturdida, el corazón
desatado, se fue acercando para precisar, de una vez por todas, los rasgos del
hombre que ahora veía de espaldas, desdibujado por la luz del sol. Antes que
nada, vio la mano cargando un vaso de whisky hasta la boca. Después un mechón
de pelo blanco que le resultó extrañamente familiar, ¿dónde lo había visto?
Enseguida el perfil y el color de la camisa de aquél que, con modos groseros,
la había llevado por delante al entrar al lugar.
Se quedó inmóvil, sin poder avanzar. Sintió un vahído.
Sintió que iba desvanecerse allí, a deschavarse. Ese hombre no la merecía. Un
grosero. Sin educación; ni siquiera la
había esperado para pedir un trago. Tenía que huir. Terminar con esa historia.
Cuando las piernas al fin le respondieron, sin volverse, caminó hacia la
entrada.
Liliana
Allami es oriunda de

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