Liliana Colanzi
Decía mi abuelo que
cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra. La
palabra es un rayo, un tigre, un vendaval, decía el viejo mirándome con rabia
mientras se servía alcohol de farmacia, pero ay del que usa la palabra a la ligera.
¿Sabés qué pasa con los mentirosos?, decía. Yo quería olvidarme del abuelo
mirando por la ventana a los suchas que daban vueltas en el inmundo cielo del
pueblo. O le subía el volumen a la tele. La señal llegaba con interferencia,
una explosión de puntitos. A veces eso era todo lo que veíamos en la tele:
puntitos. ¿Sabés lo que le pasa al que miente?, insistía el abuelo,
esquelético, amenazándome con el bastón: la palabra lo abandona, y al que se
queda vacío cualquiera lo puede matar.
El
abuelo se pasaba todo el día en la silla, bebiendo y discutiendo con su propia
borrachera. A la noche mamá y yo lo recogíamos y lo arrastrábamos a su cuarto:
el viejo estaba tan perdido que no nos reconocía. De joven fue violinista y lo
buscaban de todo el Chaco para tocar en las fiestas, pero yo lo conocí metido
en la casa, huraño, susurrándole cosas al alcohol. Cállese, cállese, cállese,
le decía espantado a la botella, como si las voces estuvieran tentándolo desde
el interior del vidrio. Otras veces murmuraba cosas en la lengua de los indios.
¿Qué dice el abuelo?, le pregunté a mamá, que pasaba echando veneno matarratas
en las esquinas de la casa. De-de-já a-a-al ab-uelo en paz, me dijo ella,
l-l-la curiosidad e-e-s la ba-ba del diablo.
Pero
una vez el colla Vargas contó delante de todo el mundo que en su juventud el
abuelo había colaborado con la gente del gobierno que expulsó a los matacos de
sus tierras. En ese lugar un cazador de taitetuses encontró petróleo mientras
cavaba un pozo para enterrar a su perro, picado por la víbora. Los emisarios
del gobierno sacaron a los matacos a balazos, incendiaron sus casas y
construyeron la planta petrolera Viborita. Gracias a ese yacimiento se hizo la
carretera que pasaba a un costado del pueblo. El colla Vargas dijo que varios
avivados aprovecharon el desalojo para violar a las matacas. Algunas eran
rubias y de ojos celestes, hijas de los misioneros suecos, dijo el colla
Vargas, más lindas que las mujeres nuestras eran esas salvajes. A mi abuelo no
le pagaron la plata que le prometieron por echar a los matacos, y que
necesitaba para saldar una deuda. Perdió todo. Se hizo malo, borracho. Es lo
que dicen.
En
el pueblo no pasaba casi nada. Nubes tóxicas provenientes de la fábrica de
cemento engordaban sobre nuestras cabezas. Al atardecer esas nubes
resplandecían con todos los colores. El que no estaba enfermo de la piel,
estaba enfermo de los pulmones. Mamá tenía asma y cargaba por todos lados un
inhalador. Los zorros lloraban del otro lado de la carretera, por eso al pueblo
le decían Aguarajasë. El río se enojaba cada año y subía bramando de mosquitos.
Lejos, lejos, estaba el mundo. A mi madre la embarazó un vendedor de ollas
Tramontina que pasaba por el pueblo y del que nadie supo más. Dieciocho años
después la gente todavía seguía comentando cómo la Tartamuda, de puro
enamorada, había hablado sin equivocarse ni una vez mientras estuvo el vendedor
de ollas.
Una
vez, al volver del colegio, encontré a un mataco tirado al borde de la
carretera. Se la pasaba borracho y perseguido por las moscas. Era alto, grande.
El taparrabos apenas le cubría los huevos. Indio sucio, vicioso, decía la
gente. Los camioneros maniobraban para esquivarlo y le tocaban bocina, pero
nada tenía la capacidad de interrumpir el sueño del mataco. ¿Con qué soñaba?
¿Por qué andaba separado de su gente? Yo lo envidiaba. Quería que el mataco se
fijara en mí, pero él no me necesitaba para ser lo que era. Un día agarré una
piedra grande y se la arrojé con todas mis fuerzas desde la otra orilla de la
carretera. ¡Toc!, le pegó de lleno en el cráneo. El mataco no se movió, pero un
charco rojo empezó a viborear en el asfalto. ¡Cómo soplaba el sur por esos
días! El viento llegaba cargado del grito de las chulupacas. Nosotros,
inquietos, escuchábamos en la oscuridad. No le conté a nadie lo que pasó. Al
día siguiente llegaron dos policías y se llevaron al mataco dentro de una bolsa
negra. No hicieron muchas preguntas, era nomás un indio. Nadie lo reclamaba.
Los vi tirar la bolsa con el muerto a la carrocería de la camioneta mientras
hacían chistes. Recogí la piedra, manchada con la sangre del mataco, la llevé a
la casa y la guardé en el fondo del cajón, junto a mis calzoncillos.
Poco
después la voz del mataco se metió en mi cabeza. Cantaba, sobre todo. No tenía
idea de lo que le había pasado y se lamentaba con esa voz tristísima y como
empantanada de los indios. Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de
taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la urina alcanzada por
la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El
corazón del mataco era una niebla roja. ¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Por qué te
has alojado en mí?, le hablé. Yo soy el Ayayay, el Vengador, Aquel que Pone y
Quita, el Mata Mata, la Rabia que Estalla, habló el mataco, y
también quiso saber: ¿quién sos vos? Ya no hay más vos ni yo, de aquí en
adelante somos una sola voluntad, dije.
Estaba
eufórico, me costaba creer mi suerte. Me volví muy conversador. Comenzaba a
decir algo casi sin querer y de pronto ya no podía dar marcha atrás: las
historias del mataco y las mías se juntaban solas. Doña María, Tevi dice que a
su papá se lo tragó un remolino en el monte. Don Arsenio, su nieto cuenta que
cuereó a un jaguar y se comió crudo su corazón, ¿es verdad? Mamá lloraba, que
era lo único que sabía hacer. El abuelo dijo que yo tenía la lepra de la
mentira y me pegó tanto que el bastón se reventó en sus manos. Tuve que ir a
clases con los brazos y las piernas marcados, soportar las miradas de los
demás. Miradas en las que pestañeaba la risa. Ahí va el matajaguares, tundeado
por el viejo borracho, decían esas miradas. Vi todo rojo, vi todo caliente de
la rabia. El mataco adivinó mi corazón: esperá, no te apurés; yo te voy a
avisar cuando sea tu tiempo.
Después
pasaron los motoqueros por el pueblo. Todo el mundo fue a mirar porque los
estaban esperando con riña de gallos y don Clemente había prometido sacar a dos
de sus gallos más peleadores. ¿Que-querés ir?, dijo mamá. Yo no quise, mucho me
dolía la cabeza con la calor. Apenas se fue mamá, el mataco empezó a levantar
la niebla roja. Silbaron dentro de mí las chulupacas. El dolor de cabeza
empañaba la vista. Fui a la cocina a servirme un vaso de agua. Cállese,
cállese, cállese, le decía el viejo a la botella. La mancha de orine creciendo
como telaraña en su pantalón. Levantó la vista y se quedó mirándome a los ojos.
Usted, flojo, marica, mentiroso, salga de aquí, dijo. Con el vaso de agua en la
mano le sostuve la mirada. El viejo desafiante en su borrachera. Usted es como
la caña, hueco por dentro, hijo de qué semilla serás, dijo. Y escupió en el
piso con desprecio. La sangre se me rebatió, tenía las venas llenas de esas
hormigas bravas. El mataco se puso a saltar dentro de mí. ¿Qué esperás para
cobrar tu venganza, cría de víbora colorada? ¿Te dejás tratar así por el viejo
borracho? ¿O acaso tu sangre es fría como la del sapo? Fui en busca de la
piedra. Me acerqué a la silla del abuelo por atrás y le di un solo golpe fuerte
al costado de la cabeza. Cayó. Resoplaba, ronco, la vida se le iba por la boca.
Me quedé mirando, sorprendido: ¿tan viejo y todavía se agarraba a este mundo?
Mamá
llegó más tarde y lo encontró en el piso, ahogándose en su propio vómito. Se
cayó en su borrachera, dijeron en el pueblo. Estuvo agonizando varios días,
hasta que al séptimo estiró la pata. Vi su ánima desprenderse del cuerpo como
un humito blanco antes de escapar hacia arriba. Vendimos la casa para cubrir la
deuda del hospital y nos mudamos a un cuarto en la casa del colla Vargas,
detrás del almacén. La plata no alcanzaba para más. A la mujer del colla no le
gustó el trato y nos saludaba entrompada. El chango de la Tartamuda es raro, la
escuché discutir con su marido, ¿por qué los aceptaste? ¿O acaso tenés algo con
esa mujer? Y se puso a llorar. Pero si la esposa del colla Vargas hubiera visto
a mamá como la veía yo todas las noches, no habría tenido celos: debajo del
camisón, las tetas le colgaban hasta la cintura. Mamá y yo dormíamos en la
misma cama. Apenas echarnos ella me daba la espalda y se ponía a rezar hasta
dormirse. Yo me quedaba despierto, jugando con la piedra que palpitaba entre
mis manos y escuchando el murmullo del otro que era yo: Llegó el frío al monte,
el río se secó. Ayayay. Saltó la rana en la rama, la víbora se la comió. La
muchacha fue en busca de agua, muerta apareció. Ayayay. El joven salió a cazar,
muerto apareció. Ayayay. El viejo se fue a su casa, muerto apareció. Ayayay. La
que bailó con el otro, muerta apareció. Ayayay. El de la risa de mono, muerto
apareció. Ayayay. La del mentón alargado, muerta apareció. Ayayay. Los bultos
de los difuntos nadies quería tocar. Entre medio de las matas se empezaron a
estropear. Las almas de los finados regresaban a llorar. Ayayay. Dijo ella:
¿Acaso entre puras ánimas nos vamos a quedar? Y al día siguiente no estaba.
Ayayay. Los vientos están cambiando, hijo de araña venenosa, para vos. Comienza
un nuevo ciclo, se abre el cielo, poné atención. Ayayay.
A
veces mamá me miraba concentrada, como a punto de decirme algo. Un día me
anunció que se estaba yendo a vivir con una tía que había enviudado al otro
lado del río y que yo era libre de hacer lo que quisiera.
¿Cuándo
te vas a ir?, le pregunté.
Y-y-ya
nomás m-m-me voy yendo, dijo. El labio de arriba le temblaba. Respiró por el
inhalador, algo que hacía cuando estaba nerviosa. Por primera vez supe cómo se
sentía que alguien me tuviera miedo; me gustó. ¿Q-q-q-qué es es-s-s-a pi-piedra
que agarrás t-todo el t-t-tiempo?
La
recogí en el camino, dije.
¿Q-q-qué
hacías el d-d-día en que s-s-se cayó el ab-uelo?
Estaba
mirando tele, dije.
¿N-n-n-no
es-c-c-cuchaste n-n-nada?, insistió.
Estaba
fuerte el volumen, respondí.
Apretó
los labios, y con una sola mirada la Tartamuda me desconoció como su hijo.
Y-y-ya
no s-s-soporto más e-e-sto, dijo, y se encerró de un portazo en la piecita.
Me
fui a caminar. Cuando regresé, la Tartamuda se había ido llevándose todas sus
cosas. ¿Ahora qué hacemos? Salí a la carretera. No te demorés, no te despidás,
no mirés atrás. Allá en el camino alguien te va a esperar. Guardé en mi mochila
la piedra y un par de mudadas y me fui del pueblo sin despedirme del colla
Vargas ni de su mujer. Altas estaban las nubes, cargaditas de veneno. No habían
pasado cinco minutos cuando paró un camión cisterna que llevaba combustible a
Santa Cruz. El chofer viajaba solo, no tuvo problema en dejarme subir. No me di
la vuelta para ver el pueblo por última vez. Íbamos boleando coca y a veces
sintonizábamos una radio en guaraní. Vimos kilómetros de árboles calcinados
arañando el cielo. Vimos un perezoso con la espalda quemada que se arrastraba
por la carretera. Vimos un letrero que decía Cristo viene y más adelante otro
que decía Hay pan y gasolina.
El
chofer era uno de esos tipos lo suficientemente mayores como para tener una
familia en alguna parte, aunque no tan viejo como para no querer una buena
sobada. En una de esas estacionó el camión debajo de unos árboles, reclinó el
asiento hacia atrás todo lo que pudo y se bajó el cierre del pantalón.
Adelante,
compañero, dijo.
Al
principio costó, por el olor a orín y a viejo. Pero al rato a mí también se me
puso dura. El viejo asqueroso jadeaba y me la sacudía mientras yo se la
chupaba. Terminamos casi al mismo tiempo. Se subió el cierre, sacó un Casino
que llevaba en la oreja y lo fumó, pasándomelo a veces, pero sin mirarme.
Por
si acaso, maricón es quien la chupa, dijo.
Estaba
liviano, contento, satisfecho. ¿Lo mato? Si matás al hombre del camino no vas a
llegar donde te esperan, ¿o el hombre blanco es pariente del alacrán, que con
su propia púa se quiere clavar? Ayayay. Indio leyudo sos, por qué no te callás.
Me tenés harto con tu ayayay. Me quedé dormido con el traqueteo del camión y el
viento que se agolpaba en la ventana, y soñé que me moría y que del otro lado
de la muerte me esperaba un chico hermoso como el sol. Yo me cortaba la lengua
y se la entregaba, y al dársela me quedaba mudo pero mi corazón lo llamaba con
un nombre: Mi Salvador. Desperté con el temblor del motor que se apagaba.
Acá
vamos a parar un rato, indicó el chofer. Era una casa en medio del camino, con
las ventanas reventadas y cubiertas con cartones. Apoyada en el marco de la
puerta esperaba una mujer morena fumando un pucho, tallada en esa posición. Era
mayor, tendría veintiocho años. A su alrededor el viento arrastraba espirales
de polvo que se deshacían en el aire. El chofer le alargó una bolsa con víveres
que ella recibió sin agradecer. En el piso de la cocina dos niños jugaban
fútbol de tapitas. Ninguno de ellos levantó los ojos cuando entramos. La mujer
se puso a cebar mate mientras el chofer se acomodaba en una de las sillas de
plástico. No decían nada y apenas se miraban, pero cada uno olía los
movimientos del otro.
Sentí
eso en el aire y salí a dar una vuelta por el sendero detrás de la casa. El
monte se puso apretado de caracorés espinosos cargados de esa tuna que los
tordos bajan a picotear. Y en un claro, la poza de aguas calientes se abrió
burbujeando como sopa. El sol me daba en la cara, así que al principio me cegó
el reflejo de la superficie y el vapor que subía. Después lo vi. Echado sobre
la roca, el pulpo ondulaba sus tentáculos. Los brazos eran boas gordas y
rosadas, cubiertas por ventosas del tamaño de una pelota de billar. Y envolvían
a un cachorro de zorro que temblaba, asustado hasta para escapar. El bicho
parecía una gelatina enorme derritiéndose en el sol. El lugar apestaba a
pescado, a mujer. Cuando me sintió acercándome desde la orilla, el pulpo enroscó
sus brazos como señora gorda que recoge sus faldas para cruzar el río. Se
arrastró hacia la agua, rápido, desconfiado, el pulpo, dejando atrás su presa.
El último tentáculo desapareció con un latigazo: en la superficie reventaron
burbujas calientes. El zorro chiquito saltó de nuevo al monte, libre ya, y al
rato todo estaba quieto y parecía que nunca hubiera habido bicho. Unos pescados
transparentes, de esos a los que se les ve la tripa, comían cerca de la orilla.
Pero el bicho gigante debía estar durmiendo o esperando abajo, en el fondo de
la agua. El murmullo volvió a crecer en mi cabeza. El río se hizo veneno, el
pescado se murió. La hambre fue grande, la comida faltó. Mandaron tres a cazar,
ninguno de ellos volvió. Sus huesos, bien puliditos, un perro los encontró.
Ayayay. ¿Quién come en estos parajes?,
el carancho preguntó. El monte se rio solito y el cielo se oscureció. La madre
miró a su hijo y ya no lo reconoció. ¿Adónde fueron las almas cuando la tierra
se abrió? Ayayay. Estuve escuchándonos y tirando piedras en la poza hasta que
me aburrí.
Cuando
regresamos a la casa, el chofer y la mujer se habían encerrado en el
dormitorio. Sus jadeos llegaban en cascadas. Los niños seguían jugando en el
piso, sin prestar atención a los ruidos. Uno de ellos, el menor, era torpe y
tenía la cabeza con forma de globo, dos veces más grande de lo normal. Nos
extrañó no haberlo visto desde el principio: el chico era mongólico. Jugaba con
la boca abierta y las tapitas se le resbalaban de las manos. La cabeza del
mongólico nos hacía señas como una invitación. Sacamos la piedra de la mochila
y la pesamos con ambas manos. Latía la piedra, estaba viva. Ayayay. El viento
galopó afuera de la casa haciendo rechinar los palos. Nos acercamos al chico
con pisada de jaguar, hicimos el cálculo de la fuerza que necesitábamos para
reventarlo. El hermano alzó la vista y nuestros ojos se cruzaron en un
chispazo. El chango entendió al tiro, nos miró con curiosidad. Nos quedamos un
segundo en ese equilibrio. Entonces se abrió la puerta del cuarto y el chofer
apareció secándose el sudor con el borde la camisa.
Hora
de irnos, compañero, dijo.
Volvimos
al camión. El percance nos puso de mal humor. La sangre se nos había levantado
y se negaba a aplacarse. No teníamos ganas de hablar. Por suerte una vez
vaciado de su leche, el viejo asqueroso perdió todo interés en nosotros y se
concentró en la ruta. Nosotros no nos resignábamos. ¿Lo mato? ¿No te he dicho
que no? ¿No eras vos el Vengador, el Mata Mata? Hombre blanco sin seso, de la
raza que no espera, ¿qué me venís a hablar? Tu corazón es como la hormiga, nada
ve y solo sabe picar. Me impaciento, ¿mi trabajo dónde está? Cuando tengás ojos
para verlo, vos mismo lo verás.
Al
anochecer llegamos a Santa Cruz. El chofer nos hizo bajar en un semáforo y nos
indicó que si seguíamos caminando llegaríamos hasta la plaza. Y ahí quedamos,
solos, parados en medio de los autos que iban y venían en todas direcciones. No
teníamos un peso, no sabíamos dónde íbamos a pasar la noche. Pero éramos el
jefe de nuestra casa. Nos dejábamos arrastrar con la prisa de la gente, nos
dejábamos aturdir con el ruido de la calle y llevábamos con nosotros una piedra
y nuestra voz. Los edificios crecían hacia todos lados, la ciudad brillaba como
si la acabaran de lustrar.
En
eso escuchamos el frenazo. Las llantas del auto patinaron en el asfalto y
salimos disparados en dirección al cielo. Escupimos todo el aire de los
pulmones, el espíritu se despegó del cuerpo. El chillido de una mujer llegó
rebotando desde alguna parte. Antes de caer nuestra alma flotó por encima de
los autos. La paloma nos miró pasmada, y nosotros vimos a la gente detrás de
las ventanas de uno de esos edificios altos. Y ya en plena bajada, nuestros
ojos se encontraron con los del conductor: era el chango más hermoso que
habíamos conocido en toda nuestra vida. Nos miró con la boca abierta, con el
puro asombro bailándole en los ojos. Es el Hermoso, el de tus sueños. Mi
Salvador, pensamos, reconociéndolo, aquí te entregamos la lengua, tuya es
nuestra voz. Un último sonido, y nos abrazamos a lo oscuro.
Liliana Colanzi Serrate nació en
Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, el 27 de marzo de 1981. Es escritora, editora
y periodista. Estudió Comunicación Social en la UPSA de Santa Cruz. Tiene una
maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Cambridge. Es
doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Cornell, casa de estudios
en la que actualmente es profesora de literatura latinoamericana. En 2017 fue
finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con su
libro Nuestro mundo muerto. Ese mismo año fue elegida entre los 39 escritores
latinoamericanos menores de 40 años más destacados por el Hay Festival
Cartagena, Bogotá39. Trabajó como periodista en varios medios impresos como el
Deber, El Nuevo Día y Número Uno. Textos suyos han aparecido en medios como El
País, Letras Libres, Americas Quarterly, The White Review, El Desacuerdo y
Etiqueta Negra. En 2022 obtuvo el Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero
con su libro de cuentos Ustedes brillan en lo oscuro. Ha publicado los
volúmenes de cuentos Vacaciones permanentes (2010), La ola
(2014), Nuestro mundo muerto (2016) y Ustedes brillan en lo oscuro
(2022).

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