jueves, 25 de diciembre de 2025

LETEO

Cristian Mitelman

 

Es un nombre correcto: sólo estando en las planicies de Leteo uno comprende que lo que hace un siglo quisieron decir los primeros hombres que pusieran los pies en este terreno estéril, blanquecino, cuya desértica soledad al principio causaba una especie de adormecimiento en los sentidos aquellos que se dispusieron a explorarlo. Los dos primeros días uno siente una especie de adormecimiento incómodo, tal como se experimenta cuando nos sube la temperatura y uno queda postrado en una cama con la conciencia demasiado aletargada para pensar y el cuerpo demasiado consciente de los dolores, de la sed, de la finitud. Uno sabe que está tirado en una cama y de pronto el mundo se reduce a ese estado de postración. Lo mismo sucede cuando pasas las primeras jornadas en Leteo. Entiendes que formas parte de una misión; vagamente recuerdas todas las indicaciones técnicas en el manejo de las naves; miras el cielo nocturno y de un vistazo entiendes la geometría de estrellas que penden sobre el planeta. Sin embargo, todo te es ajeno y las ganas de dormir te van carcomiendo los ojos. La presión de oxígeno, aunque adecuada y dosificada, no logra substraerte de ese hundimiento. Entonces debes luchar. La conciencia (las últimas fronteras de la conciencia) te lo gritan: “no cierres los ojos; no caigas en la trampa: aquí el sueño se filtra hasta los huesos y ya no vuelves. No importan los materiales protectores: el planeta tiene su propio magnetismo y logra entrar por el resquicio menos pensado”. Eso es lo que está en tu mente cuando vas caminando por esa llanura solamente interrumpida por leves ondulaciones y por las columnas de un sistema arquitectónico que aún no hemos descifrado.

Entonces recuerdas las dos teorías. Te acercas al primer basamento y pasas los dedos por las estrías, hasta que unas capas blancas se van adosando sobre el guante y piensas en la tesis de Kohlheim: son templos abiertos: las columnas son un recorte que une a un grupo de astros. Quienes estuvieron en estos templos habrán entendido que en los cielos se libraba una especie de combate permanente, una obra teatral inmensa representada y vivida por los planetas, que eran los dioses de esta civilización.

Menos romántico, menos filosófico, menos erudito, Markus Johnson supuso que las columnas no enseñaban ningún aspecto religioso, ya que no se encontraron inscripciones que permitiera suponer algún rito. Para Brown, aquellos era restos de edificios comunitarios: bastaba cruzar la primera línea de columnas para notar que en el interior había un cierto criterio de funcionalidad. La ausencia de techos era parte de la funcionalidad: en aquellos terrenos no existe la lluvia; aquella civilización despertaría con los primeros rayos de Hadar y luego de doce horas de luz volverían a la noche oscura. La rotación del planeta hace que la noche sea mucho más extensa que el día, pero el brillo la gigante blanca permite que la oscuridad no sea tan intensa, como si algo brillara en la penumbra.

Al igual que los primeros viajeros, yo también caí en esa lenta modorra que nos hacía estar siempre cerca de la nave: no se sabía si aquellas soledades eran engañosas. Lo cierto es que, después de un siglo, Leteo fue olvidado por las cartas náuticas. Otros mundos se abrieron con sus posibilidades de riqueza y conquista, por lo que un pequeño planeta rocoso y calcinado dejó de presentar interés.

Yo había escrito años atrás una pequeña monografía sobre las posibilidades de que el planeta pudiera ser una fuente de cromita: elaboré la hipótesis comparando el sustrato terroso que había llevado la expedición de Johnson y luego, tomando como referencias otros viajes realizados a sistemas planetarios que orbitaban alrededor de gigantes blancas, pensé que ese mineral podría oculto tras la capa de piedra muerta y tristemente salina que se extendía de un modo isócrono en la superficie. Quien me convocó fue Julio Kohlheim, el bisnieto de quien había pensado a las columnas dentro de una religiosidad perdida.

Yo estaba por terminar el ciclo lectivo y en unos pocos años más me jubilaría. Varias veces me había presentado para cualquier tipo de investigación de campo, pero el sistema universitario había visto en mí a un buen teórico de la química y a un profesor efectivo para enseñar en los últimos años de la Universidad de Ciencias Exactas. Llega un momento en que un hombre, más que pensar en una derrota, acepta el destino que los otros le confirieron y piensa que ese destino tal vez haya sido oscuramente anhelado por uno mismo.

Por el contrario, los Kohlheim eran una familia de vieja raigambre académica, una especie de pequeño país independiente dentro del Estado, por lo que me llamó la atención que Julio, quien dos años atrás había accedido al Rectorado, se decidiera a convocarme por un antiguo trabajo monográfico que ni siquiera caía en su campo de interés.

Extrajo revistas académicas que fueron pasando ante sus ojos para darme a entender que estaba al tanto de mis publicaciones. Y luego exhibió una especie de viejo cuaderno de notas. Enseguida supe que la clave del encuentro no versaba en la química soterrada de los mundos pedregosos.

Me fue mostrando los dibujos que su abuelo había hecho en la primera excursión a Leteo; lo hacía con ese afán moroso de quien conoce a la perfección lo que quiere trasmitir y tiene que hablar con alguien que no es experto.

Quise saber el motivo, en el caso de que la tesis de su ancestro hubiera sido reconsiderada, de que no se pusiera al frente de aquella eventual misión a alguien que en verdad conociera del tema. Aprendí entonces uno de los pequeños secretos de la vida universitaria: todo es una apariencia: cuando usted toma un camino, en realidad está yendo por otro (estoy citando a Julio Kohlheim de manera casi textual).

Pensé entonces en mis años de estancamiento y en el modo en que fui envejeciendo dentro de una rutina insobornable.

“La cromita es la clave de que aprueben el proyecto”, me dijo entonces. “Usted sabe que se prevé escasez de este material y que todos los sistemas de comunicación necesitan filamentos de cromita. Alguien me habló de su antigua tesis: supe entonces que era la oportunidad.”

Le pregunté cuál era aquella oportunidad a la que aludía.

“Si bien la familia logró recomponerse, siempre quedó flotando la idea de que mi ancestro era un demente. Con los años el escarnio pasó a considerarse el error de un fanático y luego el desacierto de una época romántica o de una generación que soñó una especie de fascismo entre las estrellas.”

Y hacía bien en decirlo: yo también consideraba al viejo Kohlheim una especie de erudito cuyas razones ditirámbicas buscaban justificar entre los astros una de esas teorías alucinadas que surgen en los momentos de crisis.

Me dio entonces aquellos apuntes y me dijo que, en caso de que me interesara el proyecto, los leyera. Nos dimos un mes para volver a encontrarnos.

Debo admitir que fueron días inusuales: estoy acostumbrado a otra clase de lecturas. De pronto me vi absorbido por una deshilvanada serie de párrafos que intentaban relacionar ciertas ideas de la reminiscencia platónica con los viajes que empezaban a hacerse a los distintos sistemas solares.

Para el viejo Kohlheim, algunos planetas atesoraban, más que formas de vida ocultas, una especie de continuo energético. Esto implicaba que un hombre podía transcurrir su vida en un momento histórico dentro de nuestro planeta, pero a la vez estar proyectando su propia existencia en otro lugar del universo. Y lo mismo sucedía en esos otros sitios. Si nos ateníamos a la tesis de Kohlheim, otras vidas también se proyectarían hacia otros lugares del tiempo. La sabiduría consistía en encontrar aquellas líneas energéticas que formaban la totalidad de una conciencia.  Sólo aquellos que entendían (o encontraban) aquellas fuentes diversas que formaban una sola conciencia alcanzaban esa unidad absoluta de la propia conciencia. Para el resto, sólo se trataba de vivir una existencia escindida, olvidada de la unión con otras manifestaciones que sucedían en los distintos planos del espacio.

Pensé que aquello era un delirio místico y que la fama de excéntrico que se había ganado el viejo Kohlheim era más que justificada.

Mis objetivos, en cambio, eran más simples: si realmente encontraba una fuente de cromita en Leteo, tendría una jubilación infinitamente mejor que la que me esperaba. Nunca me gustaron los heroísmos: en la naturaleza no existen y en el mundo de los minerales todo misticismo queda reducido al silencio elemental de la materia.

Por fortuna mi estado físico era lo suficientemente avezado como para soportar los rigores de un viaje solitario. Por obvias precauciones, el Rector no me apartó de ningún examen de rutina. Mis alumnos se habrán asombrado de no contar conmigo para el primer semestre. Dejé a mi reemplazante un mínimo programa de estudios: confié en su criterio y en su propia individualidad para que la materia siguiera dictándose.

Leteo, como ya esbocé al comienzo de mi informe, es una tierra de silencios. Cada tanto una tímida ventisca remueve el polvo blanco, pero se diría que aun esa imagen tiene menos cuerpo que los sueños.

Seguí la cartografía estudiada medio siglo atrás y los planos que luego se hicieron con métodos proyectivos. Me asombró que las proyecciones holográficas fueran más reales que lo que las dos misiones presenciales habían logrado. Pasé por las columnas que están ubicadas antes de la línea del trópico. Fue entonces cuando percibí aquello que al principio sentí como una simple imagen nocturna. En el Templo del Sur, una especie de sombra se posó en los estereóbatos. Levanté los ojos para ver la totalidad de la imagen, pero el contorno se deshizo en medio de un remolino de cal.

Lo raro es que pensé con naturalidad: “Es una sombra humana; llegué a ver la forma de un pie y el final de una túnica que se ondeaba”.

Tendría que haber prestado atención al asunto, pero decidí no demorar más la ruta hacia una caverna que, según estimaba, podía ser la clave para hallar alguna piedra de cromita. Fue un día de marcha a través de espacios entrecortados por formas escalonadas que para los estudiosos se habían formado por erosión natural. Y yo también era partidario de aquella idea hasta que un principio de regularidad entre aquellos larguísimos peldaños hizo tambalear mis seguridades. Cada siete descensos empecé a notar una leve muesca que parecía tallada con gubia. Cuando me acercaba a uno de esos cortes perfectos, la luz de Hadar parecía concentrarse en ese punto, por lo que quedaba momentáneamente ciego a pesar de las lentes de protección.

Pensé lo más analíticamente que pude: aquí hay una regularidad excesiva. La naturaleza manifiesta regularidades, es cierto, pero se diría que en este caso hay un manejo delibrado de la luz y del número siete.

Esa noche llegué al que habían llamado el Templo Austral. Entonces pude comprobar que, entre las columnas, había una sombra que recorría los intersticios con la misma morosidad que un visitante se adentra en un museo o en alguna ruina a la vera del camino. Hubiera querido hallar algún un cuerpo que pudiera proyectar aquella imagen que tenía algo de humano y a la vez algo distinto, una delicada delgadez que hacía pensar en una naturaleza refinada como la de los sacerdotes orientales, pero el paisaje sólo enseñaba un templo recortado en la planicie y encima el cúmulo de estrellas del Centauro.

A lo largo de tres noches la misma sombra se me apareció en las sucesivas columnas que atravesé hasta llegar a lo que bien podía ser la cantera que buscaba.

Tuve la sensación de que la imagen parecía estar sumida en una especie de rezo, ya que la vi hacer un movimiento de brazo que parecía ser una señal religiosa. ¿A qué dios invocaría? ¿Por qué estaba sola en aquel mundo desolado? Y en medio de aquellas planicies calcinadas, ¿qué buscaba apareciendo frente a mis ojos de un modo deliberado? Bien podía esperar mi sueño para concretarse entre el basamento y las aristas; bien podía diluirse fácilmente del otro lado de las columnas para pasar inadvertida. Lo cierto es que más allá de todas mis soledades estaba acompañándome y acaso anhelara en mi cuerpo la confirmación de que ella tampoco se encontraba tan sola en aquel mundo que iba de la blancura calcinante del mediodía a esa penumbra iridiscente que emanaba de las constelaciones.

El día anterior a mi llegada a la probable cantera algo cambió la rutina: de pronto vi varias sombras congregadas en uno de los santuarios (porque yo empezaba a considerar la tesis de Kohlheim como la única posible), y aunque todas aquellas sombras a veces se fusionaban en una especie de pozo oscuro, la primera de todas manifestaba su individualidad: era como si me estuviera llamando desde su mundo de dos dimensiones.

Me acerqué a ella: sus movimientos me resultaron llamativamente conocidos no sólo por lo que había estado viendo en esos días, sino por algo que luego comprendí: aquella penumbra tenía algo de mi propia cadencia; algo de mis propios pasos, de mi propia lentitud monacal en el momento de dar mis clases; había algo en ella que sentí como la intimidad de quien se reconoce a sí mismo en un reflejo.

La cantera apareció después de aquella breve epifanía. La cromita tardó dos días en aparecer. Cuando tuve la primera piedra en mis manos supe que mi método científico era el adecuado. Mis cálculos no habían fallado: ahora se abría un nuevo modo de conquista de los infinitos planetas. El sistema proyectivo quedaba ahora demostrado y los mundos se irían acoplando a la gran maquinaria terrestre. Pensé en la gloria académica, algo que se me había escamoteado y que ahora parecía estar ahí, condensada en esa piedra que llevaba de muestra.

Al volver sobre mis pasos, los templos se mostraron absolutamente vacíos. No había ningún tipo de proyección: solamente las gradas que recibían el polvo del desierto.

Pero la sombra volvió a aparecer en un lugar que no esperaba. Allí, frente al dispositivo de transporte, la vi en esa actitud de recogimiento que yo tan bien conocía: la espalda encorvada levemente, la cabeza mirando un punto que se encontraba siempre debajo (un informe, un examen que debía corregir… o mis propias cavilaciones cuando llegaba a casa y me sentaba frente al escritorio, acaso el lugar que mejor conocía mi soledad). Cuando extendí mi mano, aquella penumbra se desvaneció.

Me di vuelta. Miré por última vez las columnas de Templo Austral. Y arrojé la piedra de cromita. Su negrura contrastaba con el blanco salino de la llanura.

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.  


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