Bojtor Iván
Leo la vida de
Borges. Sospecho que, para cuando llegue al final, yo también habré muerto.
La vida de Borges. Setecientas
cuarenta páginas. Eso es lo que quedó del mundo.
La luz de la lámpara se atenúa. La
apago. Tengo que esperar a que las baterías vuelvan a cargarse. Entre las latas
de conserva tiradas por el suelo, voy trastabillando hasta la cama. Me meto la
almohada bajo la cabeza y, boca arriba, me quedo mirando la oscuridad.
Llevo meses escondido aquí en esta
ratonera. No me atrevo a salir. No quiero ver qué hay ahí fuera. Todavía no.
Con el tiempo. Tal vez... Al final. ¿Qué me queda del espacio proclamado
infinito? Un búnker. Seis metros de largo, cinco de ancho; su altura máxima
quizá sea de dos metros y medio. No lo medí, ni tengo con qué. Debajo de mí hay
otros dos niveles, pero el acceso está cubierto por una gruesa losa de
hormigón, tan pesada que soy incapaz de moverla. En los primeros días oía
ruidos ahí abajo, golpeaba con esperanza, por si alguien se hubiera escondido
en las profundidades antes de que yo llegara. Pegando la oreja al hormigón, con
el tiempo, identifiqué los sonidos: a veces chillaba el generador, otras
burbujeaba el depurador de agua, otras siseaba el filtro de aire. ¿Y bien? Eso
es todo sobre los ruidos de abajo. El estruendo que se oye desde afuera no ha
cambiado en meses. Al principio ese rumor constante me molestaba muchísimo. A
veces sentía como si sonara dentro de mi cabeza, pero ya me acostumbré.
Mi único entretenimiento es leer.
Hace unos días, de golpe, se me ocurrió que debía escribir algo. Algo así como
una carta de despedida. ¿Quién sabe? Tal vez la encuentre alguien, o algo.
Aunque lo dudo. En mi mochila había un cuaderno. Busqué una página en blanco,
la puse sobre la mesa, tomé la lapicera… y… y me quedé mirando, mirando la hoja
cuadriculada. No se me ocurría nada. Me quedé un rato inclinado sobre el
cuaderno y luego, desanimado, lo cerré y seguí leyendo. Seguí leyendo la vida
de Borges.
El libro lo escribió un autor de
nombre impronunciable. Algo como Amliwlison o Maliwilason. Es incomprensible
que aquella mañana haya guardado justamente este. Ahora, claro, preferiría
tener las obras completas de Borges, pero son cinco tomos, y este es uno solo;
aunque por peso quizá daba lo mismo. También estaba el… el… Qué raro. Ese
también trataba de Borges. Hm. Interesante. Entre dos mil libros elegí, por
alguna razón, esos siete; y no soy un fanático de Borges. En aquel instante,
solo siete libros tenían posibilidad de sobrevivir, y todos estaban vinculados
con él de algún modo: o los había escrito él, o trataban sobre él.
En secreto todavía espero que, de
todo ese cúmulo de cosas –podría decir incluso: de ese barullo metafísico– acerca
del que Borges escribió, algunas existan. Una de ellas es la eternidad, o, como
él la llamaba, la “extratemporalidad”, desde donde puede verse todo a la vez:
pasado, presente y futuro. ¡Ah! Fantasmas. ¿O no? ¿Y si existiera? ¿Y si él
está allí y ve todo este horror? Incluso podría estar mirándome justo a mí.
Entonces seguro le gusta que el único libro que queda sea sobre él. ¿O estará
ofendido porque no elegí uno de sus libros? No lo creo. Según él, de todos
modos solo existía un Libro, que era el Universo, dictado por un único Autor
que, de algún modo, era idéntico a todos los que alguna vez tomaron una pluma.
¡Pues sí! Eso ya es pasado. Porque el volumen que, cerrado, descansa sobre la
mesa –le guste o no– es la última emanación de ese único Libro que él imaginó.
Si considero que, para él, todo
escritor era idéntico a todos los escritores del mundo, entonces le da igual
quién lo haya escrito: él o el de nombre impronunciable.
Claro que quizá le alegraría más si
lo hubiera escrito alguno de sus favoritos: Homero, Dante o Stevenson; o Scott,
o… ¡Bah! Yo digo que ahora ya da lo mismo quién haya escrito el último libro:
Dickens, Dostoievski, Agatha Christie, Viktor Cholnoky o Margit Kafka. ¿Qué
cambia? Nada.
Hace un calor insoportable. Estoy
empapado. ¡Y ese zumbido! Como si otra vez sonara dentro de mi cabeza…
¿Y esto qué es? Debajo de la
orilla, debajo de la orilla, tres cuervos siegan, tres cuervos siegan. ¡Ah!
El teléfono. ¿Por qué habré puesto justamente esa melodía? Afuera es la muerte
la que siega, no tres cuervos.
Me llegó un mensaje. No lo miro. No
tiene sentido. Ya sé lo que dice:
«Si en diez días recarga 6000
forintos en su saldo, le damos un bono de 2000 forintos, válido por dos meses
dentro de nuestra red».
Alguna máquina diligente y algún
satélite idiota siguen funcionando en algún lado y, en momentos impredecibles,
vuelven a mandar ese mensaje una y otra vez.
La primera semana pasé días
llamando a todo tipo de números, conocidos y desconocidos. A veces sonaba… Pero
nadie contestaba.
Usando la luz del teléfono como
guía, voy tambaleándome hasta la mesa. Debí de dormir mucho, porque la lámpara
está encendida a plena potencia.
Mis ojos se acostumbran despacio a
la luz. Hojeo el libro. ¿Por dónde iba? Ni me acuerdo. En realidad, ni ganas
tengo de leer. Me quedo mirando las fotografías en blanco y negro,
misteriosamente tristes, de otro siglo: Borges y su hermana en 1908; Borges en
1924; el comité editorial de la revista Sur cuando empezó, en 1930
(Borges con un cigarrillo en la boca; ¡yo también prendería uno!); Borges y
Adolfo Bioy Casares en 1942; Borges y María Kodama en algún lugar de Italia; la
tumba de Borges.
Hm. La tumba de Borges. Al menos él
tiene tumba. ¿O tenía? Quizá ya ni eso.
¿Me oyes, Borges? ¿Todavía tienes
tu tumba? Ahí, en Ginebra. ¿La ves desde la eternidad?
¿De verdad podría estar allí? Lo
dudo.
Debería escribir algo. ¿Pero qué?
¿Una carta de despedida? Ya lo intenté. Mejor alguna ficción en la que uno
pueda perderse para no pensar en la realidad. Una novela. ¡Ah! No tendría
paciencia. Un cuento o un ensayo. ¿Un cuento o un ensayo? O un ensayo-cuento.
Algo… recién iba a decir “borgesiano”. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, ese
género lo inventó él. O al menos eso sostuvo Bioy Casares. (Lo leí hace poco en
el libro.) Él debería saberlo: era su amigo. ¡Entonces será un ensayo-cuento!
¿Qué hace falta? Un buen tema y unas cuantas docenas de citas pedantes. Citas
exactas, creo, me van a faltar, porque solo tengo este libro. Y si empiezo a
desenterrarlas de mi memoria, inevitablemente se meterán los recuerdos, y a
ellos les temo más que a lo que sea que haya ahí afuera. Claro que podría
inventarme algunos autores, griegos y romanos. Creo que podría. Empiezo:
Andrónikos de Samos. O…
Eumolpos de Tíno, cuya obra
principal: El jardín de los dioses.
O podría ser un santo cristiano,
por ejemplo: San Taminos. Él habría escrito La vigilia nocturna. O un
mártir: San… San… ¡Bah! No tiene sentido.
Si este libro está aquí, ¿por qué
no citarlo? ¿Por qué no? Porque entonces también lo que escriba sería sobre
Borges. ¡No, por favor! ¿Otra vez? Hace meses que aquí todo gira en torno a
Borges. ¿Me oyes, Borges? ¿Me oyes? ¡Me estás volviendo loco!
¡Mira! Hasta la lámpara se atenúa.
Se terminó. ¡Volvamos a la cama!
¡Maldita sea! Ya tendría que haber
juntado esas latas. Casi me quiebro el tobillo.
No debería escribir sobre Borges,
sino sobre ese único autor que es idéntico a Borges, a Stevenson, al
innombrable o al Eumolpos de Tíno que acabo de inventar.
Borges y Stevenson… Stevenson y
Borges… Esa identidad, por alguna razón, no se me va de la cabeza. Tal vez leí
algo sobre eso. Seguro que no lo inventé yo. Lo buscaré en el libro. Quizá
está.
Lo encontré sin buscarlo. Retrocedí
unas cuantas centenas de páginas porque me di cuenta de que no recordaba ni una
palabra de lo que había leído en los últimos días. Ahora estoy otra vez en
1933. En noviembre de ese año se publicó la novela de Norah Lange, 45 días y
30 marineros. Borges sobrevivió, aunque fue una puñalada bien apuntada. Uno
de los personajes se llamaba Stevenson. En la figura antipática de ese solterón
bibliófilo, fanfarrón de sus antepasados, todos lo reconocieron. Y lo escribió
Norah Lange, la gran Ella. Mejor dejemos eso…
Me aburre esta biografía. Habría
sido mejor tener las obras completas. En vez de una acumulación de datos, ahora
preferiría leer un cuento. Tal vez “Las ruinas circulares”, o “El espejo y la
máscara”. Pero eso es imposible. Aun así, tengo que escribir algo; así también
pasa el tiempo. Podría escribir un cuento. ¿Y si reescribiera alguno de sus
cuentos, tal como me salga? ¡Ah! Saldría una monstruosidad. ¿Y si intentara
escribirlo palabra por palabra, como uno de sus héroes, Pierre Menard, que
reescribió letra por letra el Don Quijote entero? No lo copió
simplemente: luchó con cada párrafo, cada línea, cada palabra, cada letra. Al
hacer que el libro de Cervantes y el de Menard sean idénticos, sugiere que
cualquier escritor puede ser reemplazado por otro que, si se le da tiempo
suficiente, puede escribir o reescribir cualquier obra. Menard se metió en la
piel de Cervantes y, de algún modo, se disolvió en él, se identificó con él.
Claro que esto es ficción, y quizá suena demasiado complicado dicho así, pero
si pienso en las distintas técnicas de sugestión, tal vez haya algo ahí.
Con pintores ya se experimentó. A
sujetos que, de hecho, tenían talento, se les hipnotizó haciéndoles creer que
eran idénticos a Van Gogh o a Rembrandt, y como resultado crearon cuadros en el
estilo de Van Gogh o de Rembrandt. ¿Quién sabe? Tal vez así nacieron esas
pinturas cuya autenticidad se discutió durante décadas. ¿Y si ese fuera el
secreto de las falsificaciones realmente excelentes? ¿Podría aplicarse esa
técnica también a la escritura? No lo sé. Tal vez lo intente. Al fin y al cabo,
tiempo me sobra.
Apago la lámpara. Es la última
bombilla que queda. Las demás se quemaron: no soportaron las oscilaciones de
tensión. ¿Qué haré si esta también se quema y ya no puedo ni leer ni escribir?
Todavía no junté las latas.
Otra vez. La muerte siega.
Soñé. Con ese mundo de afuera. Era
de colores, panorámico y ruidoso, como una vieja película de terror de
Hollywood. No quiero pensarlo.
Mejor escribo. Ayer formulé en mi
cabeza la primera frase. Todavía estoy pensando el título. Y también el nombre
del autor. Aún no decidí quién lo va a escribir: ¿yo o Borges? Creo que se lo
dejaré a él. ¿Me oyes, Borges? ¡Prepárate! Ahora viene el gran experimento.
Empiezo con las técnicas más
simples. Primero, la autosugestión pura. Me acuesto boca arriba, me estiro y
respiro hondo, lento, y luego exhalo lento, al mismo ritmo. Mientras tanto me
sugiero: «Yo soy Borges. Yo… soy… Borges». ¡Alto! Así no sirve. Me duermo
enseguida y no logro nada.
¡Mejor la telepatía! Para
establecer un vínculo telepático hay que imaginar intensamente el rostro de la
persona objetivo –mejor aún si se tiene una fotografía delante– y pensar en un
hecho que provoque emoción, y luego desviar de golpe la atención hacia algo
totalmente distinto, borrar los pensamientos anteriores. Se repite hasta que se
establece la conexión. A otros les funcionó una vez en un millón; a mí, una de
cada veinte seguro. Pero así sería unidireccional. Borges sentiría mi presencia
–si yo no fuera demasiado escéptico–, pero el objetivo no es ese, sino que yo
entienda sus pensamientos.
Desesperanzador. Lo que quiero se
parece más a lo que buscaban los místicos. Porque, ¿qué querían ellos? Alguna
forma de identificación con Dios. Los sufíes hasta definieron las etapas: la
primera es la conexión, que excluye la identificación entre el creyente y Dios;
la segunda, la identificación, donde sus naturalezas se unen; y la tercera, la
inhabitación, donde el alma de Dios habita el alma purificada del místico.
Cuando le preguntaron a Al-Hallaj
qué camino lleva a Dios, respondió: «Retira ambos pies: uno de la vida
terrenal, el otro de la del más allá, y entonces estarás con Él».
Es difícil interpretar esas
palabras, pero en mi situación puedo aplicarlas. No estoy ni en la vida ni en
el más allá, y…
Debajo de la orilla, debajo de
la orilla. Otra vez este maldito teléfono… Ya sería hora de apagarlo. Me
irrita cada vez más. Y además solo alimenta esperanzas vanas…
Hoy, por fin, escribí la primera
línea:
«Se dice que emergió de algún
sarcófago ruinoso de un reactor nuclear».
(Eso lo escribí yo, no Borges.)
Iba a continuar citando la opinión
de un académico a quien, como no recordaba su nombre, en mi cabeza llamé D. H.
Mayer. Iba a decir algo así como que lo ocurrido era una burla a la concepción
física del mundo elaborada durante cuatro mil años.
Pero no lo escribí. Tiré la
lapicera detrás de la mesa. Habría arrancado la hoja, pero no cedió. Al final
solo pasé una página del cuaderno, y ahora la hoja en blanco reluce sobre la
mesa. Y la lámpara está encendida. ¡Debería apagarla! Y los tres cuervos siguen
segando, segando…
¿Qué pasó? ¿Habré soñado algo?
¿Otra vez el teléfono? No. Está oscuro, no brilla. Hay un silencio raro. ¿Me
quedé sordo? No. ¡Se detuvo el estruendo de afuera! ¡Claro! Seguro me desperté
por eso. Leí en algún lado que, a fines del siglo XIX, una noche en que el
Niágara se congeló, los vecinos se despertaron todos. Decían que se
sobresaltaron porque había caído un silencio espantoso. De verdad hay silencio.
Pero creo oír un rasguño. Viene de abajo. Debe de ser el sonido de alguna
máquina; hasta ahora lo tapaba el estruendo de afuera.
¿Debería mirar qué hay afuera? No.
¡Eso no! Cuando llegue el momento, cuando ya no me quede otra. Además, tengo
que escribir.
¡Esto no puede ser! La lámpara no
está encendida. La dejé prendida. Se descargaron las baterías. ¿Y si se
arruinaron? Entonces se acerca el final.
De verdad estoy como decía
Al-Hallaj: ya retiré un pie del más allá y el otro ya lo saqué de este. Suena
bastante confuso. El cabalista Luria hablaba también de una contracción. Según
él, Dios se contrajo antes de la creación para dejar lugar al mundo creado.
Borges cita a Luria en algún sitio. ¿En cuál? En su ensayo sobre Fitzgerald.
Supone que mientras Fitzgerald
traducía el Rubaiyat, el alma de Omar Jayyam se instaló en la suya,
porque según Luria «el alma de un muerto puede habitar el alma de otro hombre
desgraciado para ayudarlo».
Qué gracioso.
Borges, Borges.
A mí también me vendría bien un
poco de ayuda. ¿Me oyes? ¡Ya sería hora de que hablaras! ¡Envía un mensaje! ¡Envía
algo de una vez! Por más que te escondas ahí en la eternidad, tarde o temprano
igual te voy a invocar. ¡Ya vas a ver! Se me va a ocurrir algo.
La bruja de Endor invocó el
espíritu del profeta Samuel. Claro que eso ya sería nigromancia, y los antiguos
sostenían que para eso hace falta sangre. Sangre y crueldad. Ericto, la bruja
tesalia, le cortó la garganta a un cadáver, le clavó un gancho en el cuerpo y
lo arrastró a su cueva, donde, por sus prácticas horrendas, el muerto habló una
vez más, por última vez. Pero todas esas atrocidades, reales o supuestas,
parecen juegos de jardín de infantes comparadas con la pesadilla de afuera, forjada
por la realidad.
Leo la vida de Borges. Vuelvo una y
otra vez unas páginas atrás, como si quisiera retrasar aquello de lo que hace
tiempo estoy seguro: lo inevitable. Eso que yo llamo búnker no es más que un
cobertizo de hormigón en las afueras de una ciudad pequeña de otro tiempo, en
el límite entre una realidad irreconocible y una ficción mal formulada.
Las líneas se me mezclan delante de
los ojos; me duermo, me sobresalto, me arrastro hasta la cama. Me quedo un rato
recostado sobre el lado izquierdo y, cuando el corazón empieza a punzar, me doy
vuelta boca arriba y me estiro. El calor me cae encima, me ahoga; una gota de
sudor me recorre la frente, haciéndome cosquillas. Fuerzo la mente para pensar
en Borges y no en aquello de lo que me separan tres puertas de hierro
herméticas. Repaso una por una las fotos en blanco y negro, y mi cerebro se
queda pegado en la última: su tumba. Imagino la piedra gris, arriba la
inscripción JORGE LUIS BORGES, abajo los años: 1899–1986. Sé que entre esos
datos hay un grabado; lo miro, ciego. Al principio me parece que es el rostro
de Borges, pero luego la imagen se aclara y reconozco que es una copia de un
motivo heráldico en inglés antiguo: muestra siete guerreros, tres de los cuales
alzan una espada rota. Debajo hay una cita que creo que está en español y ni
intento leer, pero cuando me acerco la puedo deletrear: «… and ne forhtedon
na». No sé en qué lengua está, pero siento lo que significa: «… ¡y no temáis!».
Rodeo despacio la tumba, observo el barco vikingo del reverso, pero ya no me
esfuerzo por descifrar la inscripción. Tengo otra cosa que hacer. Debo
escribir.
Releo y, mientras lo hago, espero
en secreto que esas líneas me las haya dictado Borges desde la
extratemporalidad, porque solo podría conocer esos datos si hubiera terminado
de leer el libro. Y entonces ya está muy cerca la…
Vuelvo apurado al cuaderno, hasta
esa primera frase que ya escribí una vez. Empiezo a copiarla debajo de las
demás:
Se dice que emergió de algún
sarcófago ruinoso de un reactor nuclear…
¡Pa-papa pam! ¡Pa-papa pam! Suena
el teléfono. ¿Dónde está? Lo dejé junto a la almohada, en la cama. Si suena una
vez más, lo apago. Me desconcentró por completo. Así nunca voy a escribir la
historia de esas últimas horas. Ahora tengo que empezar de nuevo. ¡Volvamos a
la cama!
Me estiro; la manta arrugada me
presiona la espalda. Me levanto, la aliso a oscuras. Palpo el teléfono y lo
apago. Tal vez esta sea mi última oportunidad. Ahora tengo que hacerlo, cueste
lo que cueste. Me acuesto otra vez. Intento concentrarme en una foto de Borges,
pero algo me perturba. Como si la cama vibrara debajo de mí, y como si oyera un
ruido lejano. Seguro viene de abajo. ¿O de afuera? ¿A quién le importa?
No sé cómo empezar. Todas las
técnicas de identificación se basan en ejercicios parecidos. Da lo mismo si
pienso en los métodos de los yoguis, los cabalistas, los sufíes o los monjes
del Sinaí: todos se apoyan en una frase repetida hasta el infinito y en
ejercicios de respiración. Los monjes repetían la “oración de Jesús” –«Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí»– igual que los budistas repiten «Om
mani padme hum», o los místicos judíos las letras del nombre secreto de Dios.
Lo demás depende de la respiración.
¿Me oyes, Borges? ¡Ten piedad de
mí! Borges, ten piedad de mí. ¿Me oyes? ¡Be! ¡O! ¡Ere! ¡Ge! ¡E! ¡Ese…!
Golpean la puerta más interior. No
la abro. ¡No puedo abrirla! Tengo que terminar lo que empecé. Solo faltan unas
líneas…
Biblioteca
Galáctica
Desde el hexágono vacío (que no
contiene libros, solo un esqueleto humano visible para todos, pero incorpóreo),
se encuentra el libro 24 en el estante 8, hexágono 1899, piso 18, sector 344.
Supuestamente hay un facsímil en el
hexágono 1986, piso 19, sector 9621: el libro 14 en el estante 6.
(Eso es todo lo que dice. Las otras
cuatrocientas tres páginas están en blanco. La interpretación de los símbolos
es controvertida).
Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300, GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

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