martes, 23 de diciembre de 2025

¿ME OYES, BORGES?

Bojtor Iván

 

Leo la vida de Borges. Sospecho que, para cuando llegue al final, yo también habré muerto.

La vida de Borges. Setecientas cuarenta páginas. Eso es lo que quedó del mundo.

La luz de la lámpara se atenúa. La apago. Tengo que esperar a que las baterías vuelvan a cargarse. Entre las latas de conserva tiradas por el suelo, voy trastabillando hasta la cama. Me meto la almohada bajo la cabeza y, boca arriba, me quedo mirando la oscuridad.

Llevo meses escondido aquí en esta ratonera. No me atrevo a salir. No quiero ver qué hay ahí fuera. Todavía no. Con el tiempo. Tal vez... Al final. ¿Qué me queda del espacio proclamado infinito? Un búnker. Seis metros de largo, cinco de ancho; su altura máxima quizá sea de dos metros y medio. No lo medí, ni tengo con qué. Debajo de mí hay otros dos niveles, pero el acceso está cubierto por una gruesa losa de hormigón, tan pesada que soy incapaz de moverla. En los primeros días oía ruidos ahí abajo, golpeaba con esperanza, por si alguien se hubiera escondido en las profundidades antes de que yo llegara. Pegando la oreja al hormigón, con el tiempo, identifiqué los sonidos: a veces chillaba el generador, otras burbujeaba el depurador de agua, otras siseaba el filtro de aire. ¿Y bien? Eso es todo sobre los ruidos de abajo. El estruendo que se oye desde afuera no ha cambiado en meses. Al principio ese rumor constante me molestaba muchísimo. A veces sentía como si sonara dentro de mi cabeza, pero ya me acostumbré.

Mi único entretenimiento es leer. Hace unos días, de golpe, se me ocurrió que debía escribir algo. Algo así como una carta de despedida. ¿Quién sabe? Tal vez la encuentre alguien, o algo. Aunque lo dudo. En mi mochila había un cuaderno. Busqué una página en blanco, la puse sobre la mesa, tomé la lapicera… y… y me quedé mirando, mirando la hoja cuadriculada. No se me ocurría nada. Me quedé un rato inclinado sobre el cuaderno y luego, desanimado, lo cerré y seguí leyendo. Seguí leyendo la vida de Borges.

El libro lo escribió un autor de nombre impronunciable. Algo como Amliwlison o Maliwilason. Es incomprensible que aquella mañana haya guardado justamente este. Ahora, claro, preferiría tener las obras completas de Borges, pero son cinco tomos, y este es uno solo; aunque por peso quizá daba lo mismo. También estaba el… el… Qué raro. Ese también trataba de Borges. Hm. Interesante. Entre dos mil libros elegí, por alguna razón, esos siete; y no soy un fanático de Borges. En aquel instante, solo siete libros tenían posibilidad de sobrevivir, y todos estaban vinculados con él de algún modo: o los había escrito él, o trataban sobre él.

En secreto todavía espero que, de todo ese cúmulo de cosas –podría decir incluso: de ese barullo metafísico– acerca del que Borges escribió, algunas existan. Una de ellas es la eternidad, o, como él la llamaba, la “extratemporalidad”, desde donde puede verse todo a la vez: pasado, presente y futuro. ¡Ah! Fantasmas. ¿O no? ¿Y si existiera? ¿Y si él está allí y ve todo este horror? Incluso podría estar mirándome justo a mí. Entonces seguro le gusta que el único libro que queda sea sobre él. ¿O estará ofendido porque no elegí uno de sus libros? No lo creo. Según él, de todos modos solo existía un Libro, que era el Universo, dictado por un único Autor que, de algún modo, era idéntico a todos los que alguna vez tomaron una pluma. ¡Pues sí! Eso ya es pasado. Porque el volumen que, cerrado, descansa sobre la mesa –le guste o no– es la última emanación de ese único Libro que él imaginó.

Si considero que, para él, todo escritor era idéntico a todos los escritores del mundo, entonces le da igual quién lo haya escrito: él o el de nombre impronunciable.

Claro que quizá le alegraría más si lo hubiera escrito alguno de sus favoritos: Homero, Dante o Stevenson; o Scott, o… ¡Bah! Yo digo que ahora ya da lo mismo quién haya escrito el último libro: Dickens, Dostoievski, Agatha Christie, Viktor Cholnoky o Margit Kafka. ¿Qué cambia? Nada.

Hace un calor insoportable. Estoy empapado. ¡Y ese zumbido! Como si otra vez sonara dentro de mi cabeza…

¿Y esto qué es? Debajo de la orilla, debajo de la orilla, tres cuervos siegan, tres cuervos siegan. ¡Ah! El teléfono. ¿Por qué habré puesto justamente esa melodía? Afuera es la muerte la que siega, no tres cuervos.

Me llegó un mensaje. No lo miro. No tiene sentido. Ya sé lo que dice:

«Si en diez días recarga 6000 forintos en su saldo, le damos un bono de 2000 forintos, válido por dos meses dentro de nuestra red».

Alguna máquina diligente y algún satélite idiota siguen funcionando en algún lado y, en momentos impredecibles, vuelven a mandar ese mensaje una y otra vez.

La primera semana pasé días llamando a todo tipo de números, conocidos y desconocidos. A veces sonaba… Pero nadie contestaba.

Usando la luz del teléfono como guía, voy tambaleándome hasta la mesa. Debí de dormir mucho, porque la lámpara está encendida a plena potencia.

Mis ojos se acostumbran despacio a la luz. Hojeo el libro. ¿Por dónde iba? Ni me acuerdo. En realidad, ni ganas tengo de leer. Me quedo mirando las fotografías en blanco y negro, misteriosamente tristes, de otro siglo: Borges y su hermana en 1908; Borges en 1924; el comité editorial de la revista Sur cuando empezó, en 1930 (Borges con un cigarrillo en la boca; ¡yo también prendería uno!); Borges y Adolfo Bioy Casares en 1942; Borges y María Kodama en algún lugar de Italia; la tumba de Borges.

Hm. La tumba de Borges. Al menos él tiene tumba. ¿O tenía? Quizá ya ni eso.

¿Me oyes, Borges? ¿Todavía tienes tu tumba? Ahí, en Ginebra. ¿La ves desde la eternidad?

¿De verdad podría estar allí? Lo dudo.

Debería escribir algo. ¿Pero qué? ¿Una carta de despedida? Ya lo intenté. Mejor alguna ficción en la que uno pueda perderse para no pensar en la realidad. Una novela. ¡Ah! No tendría paciencia. Un cuento o un ensayo. ¿Un cuento o un ensayo? O un ensayo-cuento. Algo… recién iba a decir “borgesiano”. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, ese género lo inventó él. O al menos eso sostuvo Bioy Casares. (Lo leí hace poco en el libro.) Él debería saberlo: era su amigo. ¡Entonces será un ensayo-cuento! ¿Qué hace falta? Un buen tema y unas cuantas docenas de citas pedantes. Citas exactas, creo, me van a faltar, porque solo tengo este libro. Y si empiezo a desenterrarlas de mi memoria, inevitablemente se meterán los recuerdos, y a ellos les temo más que a lo que sea que haya ahí afuera. Claro que podría inventarme algunos autores, griegos y romanos. Creo que podría. Empiezo:

Andrónikos de Samos. O…

Eumolpos de Tíno, cuya obra principal: El jardín de los dioses.

O podría ser un santo cristiano, por ejemplo: San Taminos. Él habría escrito La vigilia nocturna. O un mártir: San… San… ¡Bah! No tiene sentido.

Si este libro está aquí, ¿por qué no citarlo? ¿Por qué no? Porque entonces también lo que escriba sería sobre Borges. ¡No, por favor! ¿Otra vez? Hace meses que aquí todo gira en torno a Borges. ¿Me oyes, Borges? ¿Me oyes? ¡Me estás volviendo loco!

¡Mira! Hasta la lámpara se atenúa. Se terminó. ¡Volvamos a la cama!

¡Maldita sea! Ya tendría que haber juntado esas latas. Casi me quiebro el tobillo.

No debería escribir sobre Borges, sino sobre ese único autor que es idéntico a Borges, a Stevenson, al innombrable o al Eumolpos de Tíno que acabo de inventar.

Borges y Stevenson… Stevenson y Borges… Esa identidad, por alguna razón, no se me va de la cabeza. Tal vez leí algo sobre eso. Seguro que no lo inventé yo. Lo buscaré en el libro. Quizá está.

Lo encontré sin buscarlo. Retrocedí unas cuantas centenas de páginas porque me di cuenta de que no recordaba ni una palabra de lo que había leído en los últimos días. Ahora estoy otra vez en 1933. En noviembre de ese año se publicó la novela de Norah Lange, 45 días y 30 marineros. Borges sobrevivió, aunque fue una puñalada bien apuntada. Uno de los personajes se llamaba Stevenson. En la figura antipática de ese solterón bibliófilo, fanfarrón de sus antepasados, todos lo reconocieron. Y lo escribió Norah Lange, la gran Ella. Mejor dejemos eso…

Me aburre esta biografía. Habría sido mejor tener las obras completas. En vez de una acumulación de datos, ahora preferiría leer un cuento. Tal vez “Las ruinas circulares”, o “El espejo y la máscara”. Pero eso es imposible. Aun así, tengo que escribir algo; así también pasa el tiempo. Podría escribir un cuento. ¿Y si reescribiera alguno de sus cuentos, tal como me salga? ¡Ah! Saldría una monstruosidad. ¿Y si intentara escribirlo palabra por palabra, como uno de sus héroes, Pierre Menard, que reescribió letra por letra el Don Quijote entero? No lo copió simplemente: luchó con cada párrafo, cada línea, cada palabra, cada letra. Al hacer que el libro de Cervantes y el de Menard sean idénticos, sugiere que cualquier escritor puede ser reemplazado por otro que, si se le da tiempo suficiente, puede escribir o reescribir cualquier obra. Menard se metió en la piel de Cervantes y, de algún modo, se disolvió en él, se identificó con él. Claro que esto es ficción, y quizá suena demasiado complicado dicho así, pero si pienso en las distintas técnicas de sugestión, tal vez haya algo ahí.

Con pintores ya se experimentó. A sujetos que, de hecho, tenían talento, se les hipnotizó haciéndoles creer que eran idénticos a Van Gogh o a Rembrandt, y como resultado crearon cuadros en el estilo de Van Gogh o de Rembrandt. ¿Quién sabe? Tal vez así nacieron esas pinturas cuya autenticidad se discutió durante décadas. ¿Y si ese fuera el secreto de las falsificaciones realmente excelentes? ¿Podría aplicarse esa técnica también a la escritura? No lo sé. Tal vez lo intente. Al fin y al cabo, tiempo me sobra.

Apago la lámpara. Es la última bombilla que queda. Las demás se quemaron: no soportaron las oscilaciones de tensión. ¿Qué haré si esta también se quema y ya no puedo ni leer ni escribir?

Todavía no junté las latas.

Otra vez. La muerte siega.

Soñé. Con ese mundo de afuera. Era de colores, panorámico y ruidoso, como una vieja película de terror de Hollywood. No quiero pensarlo.

Mejor escribo. Ayer formulé en mi cabeza la primera frase. Todavía estoy pensando el título. Y también el nombre del autor. Aún no decidí quién lo va a escribir: ¿yo o Borges? Creo que se lo dejaré a él. ¿Me oyes, Borges? ¡Prepárate! Ahora viene el gran experimento.

Empiezo con las técnicas más simples. Primero, la autosugestión pura. Me acuesto boca arriba, me estiro y respiro hondo, lento, y luego exhalo lento, al mismo ritmo. Mientras tanto me sugiero: «Yo soy Borges. Yo… soy… Borges». ¡Alto! Así no sirve. Me duermo enseguida y no logro nada.

¡Mejor la telepatía! Para establecer un vínculo telepático hay que imaginar intensamente el rostro de la persona objetivo –mejor aún si se tiene una fotografía delante– y pensar en un hecho que provoque emoción, y luego desviar de golpe la atención hacia algo totalmente distinto, borrar los pensamientos anteriores. Se repite hasta que se establece la conexión. A otros les funcionó una vez en un millón; a mí, una de cada veinte seguro. Pero así sería unidireccional. Borges sentiría mi presencia –si yo no fuera demasiado escéptico–, pero el objetivo no es ese, sino que yo entienda sus pensamientos.

Desesperanzador. Lo que quiero se parece más a lo que buscaban los místicos. Porque, ¿qué querían ellos? Alguna forma de identificación con Dios. Los sufíes hasta definieron las etapas: la primera es la conexión, que excluye la identificación entre el creyente y Dios; la segunda, la identificación, donde sus naturalezas se unen; y la tercera, la inhabitación, donde el alma de Dios habita el alma purificada del místico.

Cuando le preguntaron a Al-Hallaj qué camino lleva a Dios, respondió: «Retira ambos pies: uno de la vida terrenal, el otro de la del más allá, y entonces estarás con Él».

Es difícil interpretar esas palabras, pero en mi situación puedo aplicarlas. No estoy ni en la vida ni en el más allá, y…

Debajo de la orilla, debajo de la orilla. Otra vez este maldito teléfono… Ya sería hora de apagarlo. Me irrita cada vez más. Y además solo alimenta esperanzas vanas…

Hoy, por fin, escribí la primera línea:

«Se dice que emergió de algún sarcófago ruinoso de un reactor nuclear».

(Eso lo escribí yo, no Borges.)

Iba a continuar citando la opinión de un académico a quien, como no recordaba su nombre, en mi cabeza llamé D. H. Mayer. Iba a decir algo así como que lo ocurrido era una burla a la concepción física del mundo elaborada durante cuatro mil años.

Pero no lo escribí. Tiré la lapicera detrás de la mesa. Habría arrancado la hoja, pero no cedió. Al final solo pasé una página del cuaderno, y ahora la hoja en blanco reluce sobre la mesa. Y la lámpara está encendida. ¡Debería apagarla! Y los tres cuervos siguen segando, segando…

¿Qué pasó? ¿Habré soñado algo? ¿Otra vez el teléfono? No. Está oscuro, no brilla. Hay un silencio raro. ¿Me quedé sordo? No. ¡Se detuvo el estruendo de afuera! ¡Claro! Seguro me desperté por eso. Leí en algún lado que, a fines del siglo XIX, una noche en que el Niágara se congeló, los vecinos se despertaron todos. Decían que se sobresaltaron porque había caído un silencio espantoso. De verdad hay silencio. Pero creo oír un rasguño. Viene de abajo. Debe de ser el sonido de alguna máquina; hasta ahora lo tapaba el estruendo de afuera.

¿Debería mirar qué hay afuera? No. ¡Eso no! Cuando llegue el momento, cuando ya no me quede otra. Además, tengo que escribir.

¡Esto no puede ser! La lámpara no está encendida. La dejé prendida. Se descargaron las baterías. ¿Y si se arruinaron? Entonces se acerca el final.

De verdad estoy como decía Al-Hallaj: ya retiré un pie del más allá y el otro ya lo saqué de este. Suena bastante confuso. El cabalista Luria hablaba también de una contracción. Según él, Dios se contrajo antes de la creación para dejar lugar al mundo creado. Borges cita a Luria en algún sitio. ¿En cuál? En su ensayo sobre Fitzgerald.

Supone que mientras Fitzgerald traducía el Rubaiyat, el alma de Omar Jayyam se instaló en la suya, porque según Luria «el alma de un muerto puede habitar el alma de otro hombre desgraciado para ayudarlo».

Qué gracioso.

Borges, Borges.

A mí también me vendría bien un poco de ayuda. ¿Me oyes? ¡Ya sería hora de que hablaras! ¡Envía un mensaje! ¡Envía algo de una vez! Por más que te escondas ahí en la eternidad, tarde o temprano igual te voy a invocar. ¡Ya vas a ver! Se me va a ocurrir algo.

La bruja de Endor invocó el espíritu del profeta Samuel. Claro que eso ya sería nigromancia, y los antiguos sostenían que para eso hace falta sangre. Sangre y crueldad. Ericto, la bruja tesalia, le cortó la garganta a un cadáver, le clavó un gancho en el cuerpo y lo arrastró a su cueva, donde, por sus prácticas horrendas, el muerto habló una vez más, por última vez. Pero todas esas atrocidades, reales o supuestas, parecen juegos de jardín de infantes comparadas con la pesadilla de afuera, forjada por la realidad.

Leo la vida de Borges. Vuelvo una y otra vez unas páginas atrás, como si quisiera retrasar aquello de lo que hace tiempo estoy seguro: lo inevitable. Eso que yo llamo búnker no es más que un cobertizo de hormigón en las afueras de una ciudad pequeña de otro tiempo, en el límite entre una realidad irreconocible y una ficción mal formulada.

Las líneas se me mezclan delante de los ojos; me duermo, me sobresalto, me arrastro hasta la cama. Me quedo un rato recostado sobre el lado izquierdo y, cuando el corazón empieza a punzar, me doy vuelta boca arriba y me estiro. El calor me cae encima, me ahoga; una gota de sudor me recorre la frente, haciéndome cosquillas. Fuerzo la mente para pensar en Borges y no en aquello de lo que me separan tres puertas de hierro herméticas. Repaso una por una las fotos en blanco y negro, y mi cerebro se queda pegado en la última: su tumba. Imagino la piedra gris, arriba la inscripción JORGE LUIS BORGES, abajo los años: 1899–1986. Sé que entre esos datos hay un grabado; lo miro, ciego. Al principio me parece que es el rostro de Borges, pero luego la imagen se aclara y reconozco que es una copia de un motivo heráldico en inglés antiguo: muestra siete guerreros, tres de los cuales alzan una espada rota. Debajo hay una cita que creo que está en español y ni intento leer, pero cuando me acerco la puedo deletrear: «… and ne forhtedon na». No sé en qué lengua está, pero siento lo que significa: «… ¡y no temáis!». Rodeo despacio la tumba, observo el barco vikingo del reverso, pero ya no me esfuerzo por descifrar la inscripción. Tengo otra cosa que hacer. Debo escribir.

Releo y, mientras lo hago, espero en secreto que esas líneas me las haya dictado Borges desde la extratemporalidad, porque solo podría conocer esos datos si hubiera terminado de leer el libro. Y entonces ya está muy cerca la…

Vuelvo apurado al cuaderno, hasta esa primera frase que ya escribí una vez. Empiezo a copiarla debajo de las demás:

Se dice que emergió de algún sarcófago ruinoso de un reactor nuclear…

¡Pa-papa pam! ¡Pa-papa pam! Suena el teléfono. ¿Dónde está? Lo dejé junto a la almohada, en la cama. Si suena una vez más, lo apago. Me desconcentró por completo. Así nunca voy a escribir la historia de esas últimas horas. Ahora tengo que empezar de nuevo. ¡Volvamos a la cama!

Me estiro; la manta arrugada me presiona la espalda. Me levanto, la aliso a oscuras. Palpo el teléfono y lo apago. Tal vez esta sea mi última oportunidad. Ahora tengo que hacerlo, cueste lo que cueste. Me acuesto otra vez. Intento concentrarme en una foto de Borges, pero algo me perturba. Como si la cama vibrara debajo de mí, y como si oyera un ruido lejano. Seguro viene de abajo. ¿O de afuera? ¿A quién le importa?

No sé cómo empezar. Todas las técnicas de identificación se basan en ejercicios parecidos. Da lo mismo si pienso en los métodos de los yoguis, los cabalistas, los sufíes o los monjes del Sinaí: todos se apoyan en una frase repetida hasta el infinito y en ejercicios de respiración. Los monjes repetían la “oración de Jesús” –«Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí»– igual que los budistas repiten «Om mani padme hum», o los místicos judíos las letras del nombre secreto de Dios. Lo demás depende de la respiración.

¿Me oyes, Borges? ¡Ten piedad de mí! Borges, ten piedad de mí. ¿Me oyes? ¡Be! ¡O! ¡Ere! ¡Ge! ¡E! ¡Ese…!

Golpean la puerta más interior. No la abro. ¡No puedo abrirla! Tengo que terminar lo que empecé. Solo faltan unas líneas…

 

Biblioteca Galáctica

Desde el hexágono vacío (que no contiene libros, solo un esqueleto humano visible para todos, pero incorpóreo), se encuentra el libro 24 en el estante 8, hexágono 1899, piso 18, sector 344.

Supuestamente hay un facsímil en el hexágono 1986, piso 19, sector 9621: el libro 14 en el estante 6.

(Eso es todo lo que dice. Las otras cuatrocientas tres páginas están en blanco. La interpretación de los símbolos es controvertida).

Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

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