Patricio Ramos Gatti
Cuando
llegó la carta –un sobre delgado, casi traslúcido, sin remitente–, Lucía ya
llevaba semanas sintiendo que su cuerpo no le pertenecía del todo. No era
enfermedad; lo sabía porque los médicos repetían la palabra “estrés” como quien
lanza monedas en una fuente desecha. No era cansancio. No era miedo. Era otra
cosa: una especie de vibración en los huesos, una expectativa que no sabía a
qué debía dirigirse, como si en su médula se hubiera instalado un animal
dormido que aún no decidía abrir los ojos.
La carta no decía casi nada.
Solo:
“Te esperamos. Medianoche. Galería
Sumergida. Traé lo que sos.”
La letra era curva, precisa, como dibujada
por alguien que había aprendido a escribir imitando las fracturas del hielo.
Lucía no tenía idea de qué era la Galería
Sumergida. Pero tampoco lo dudó.
Parte de ella –la parte que llevaba
semanas sin reconocerse– había estado esperando exactamente eso, aunque no
supiera por qué.
El lugar estaba escondido detrás de una
estructura abandonada cerca de la costanera del canal Norte, en uno de esos
pliegues de Tucumán que la ciudad prefiere no mirar. La entrada era una rampa
oxidada que descendía hacia una puerta metálica sin número ni cartel. Cuando
apoyó la mano, la puerta cedió con un suspiro breve, como si la hubiera estado
aguardando.
Adentro, un pasillo largo. No había luces;
la claridad venía de un resplandor líquido que parecía filtrarse desde las
paredes mismas. Cada paso de Lucía hacía crujir el piso como si caminara por
placas de vidrio.
La primera sala era redonda, enorme, y
estaba vacía salvo por una estructura en el centro: un marco de hierro
suspendido del techo, en forma de cubo. Dentro del cubo, flotando sin esfuerzo,
había un círculo de agua, perfecto, suspendido como si la gravedad hubiese
decidido ignorarlo.
Del otro lado del cubo había una mujer
esperándola.
Lucía la reconoció sin haberla visto
nunca: era la presencia que había sentido rondar sus sueños desde hacía
semanas. Una figura afinada, casi translúcida, de piel que no sabía si era
blanca o apenas luminosa. El cabello corto y oscuro, como fango pulido. Pero lo
más perturbador era que parecía conocer cada movimiento de Lucía antes de que
ella lo hiciera.
—Llegaste —dijo la mujer.
Su voz sonó como cuando una piedra corta
la superficie del agua.
—¿Qué es esto? —preguntó Lucía.
—La Galería. El lugar donde lo que sos
aprende a verse.
Lucía se aferró a un hilo de valentía.
—¿Vos me enviaste la carta?
La mujer sonrió, pero no dijo ni sí ni no.
Dio un paso hacia atrás y señaló el círculo de agua suspendido.
—Entrá cuando estés lista. El resto vendrá
solo.
—¿El resto?
—Todo lo que nunca te dejaste sentir.
Lucía se acercó al círculo flotante. El
agua no se movía: era una piel inmóvil, lisa, perfecta, como un espejo líquido.
Cuando extendió la mano, la superficie vibró, pero no se rompió. Una sensación
de frío magnético le recorrió los dedos, subiendo por su brazo como una caricia
lenta, casi pensada.
Respiró hondo y atravesó el umbral.
El agua la envolvió sin mojarla. No había
resistencia, no había aire; era como caminar a través de un recuerdo. Al salir
del otro lado, la sala había cambiado.
Ya no era redonda. Era un corredor blanco,
larguísimo, sin sombras. Pero algo en el suelo la estremeció.
Había huellas.
Las primeras eran las suyas, marcadas
recién, húmedas como si hubiese salido del río. Pero al lado aparecían otras:
más pequeñas, más profundas, más antiguas. Al avanzar, las huellas duplicaban,
triplicaban, multiplicaban direcciones. Pasos de distintas épocas, distintas
velocidades, distintos impulsos. Había huellas que parecían de alguien
corriendo desesperado. Otras, de alguien que se arrastraba. Otras, que no
pertenecían a ningún pie humano.
Lucía sintió un nudo en el estómago.
El corredor era un mapa de decisiones
ajenas.
Y en algún punto –lo supo sin necesitar
explicaciones– se cruzaban todas las decisiones posibles que ella misma no
había tomado.
La mujer apareció otra vez, unos metros
adelante. No había puertas, pero ella simplemente estaba ahí.
—Esta sala registra las direcciones que
elegiste no elegir —dijo.
—¿Cómo puede saber…?
—Todo cuerpo vibra con lo que pudo haber
sido. Todo cuerpo arrastra sombras de versiones que no nacieron. Nada se pierde
del todo.
Lucía sintió que el aire se le espesaba
alrededor del pecho.
—¿Por qué me trajeron acá? Yo no pedí
esto.
—No —dijo la mujer—. Pero ya estabas por
romperte. Te trajimos antes.
—¿Antes de qué?
La mujer dio un paso hasta quedar a un
suspiro de distancia de ella. Lucía percibió un olor leve, casi imperceptible,
como si la piel de la mujer hubiera sido fabricada con viento. Los ojos de esa
figura eran inmensos, oscuros y, al mismo tiempo, tan profundamente atentos que
parecían leer incluso lo que Lucía no había dicho ni pensado.
—Antes de que fueras incapaz de
reconocerte. El cuerpo habla antes que la mente. Por eso te llamamos.
Un sonido los interrumpió. Algo parecido a
un gemido grave, largo, como si el edificio respirara.
—Tenemos que avanzar —dijo la mujer.
El corredor desembocaba en una escalera
espiral descendente. Mientras bajaban, la luz cambiaba: del blanco absoluto
pasaba a un tono gris azulado que latía cada pocos segundos.
Lucía empezó a escuchar algo más: pasos.
Muchos. No detrás ni delante, sino dentro de las paredes, como si la
arquitectura tuviera su propia multitud viviendo en silencio.
—No tengas miedo —dijo la mujer sin
mirarla.
—No tengo miedo —mintió Lucía.
Pero lo que sintió no era exactamente
miedo. Era una anticipación feroz, un magnetismo que tiraba de sus vértebras
hacia abajo. Como si algo más grande que ella la estuviera esperando con
paciencia.
La escalera terminó en una sala que
parecía un taller, o un quirófano, o un laboratorio abandonado. Había bancos
metálicos, herramientas cuyas funciones eran imposibles de adivinar, y en el
centro una camilla inclinada como si fuese el soporte de una escultura en
proceso.
Lucía tragó saliva.
—¿Qué se supone que es esto?
—La sala de las formas —dijo la mujer—.
Acá entendés lo más importante: que siempre fuiste más de una.
Lucía dio un paso atrás.
—No voy a acostarme ahí.
—No tenés que hacerlo —dijo la mujer con
suavidad—. Solo tenés que mirarte.
Señaló una estructura al fondo: un panel
oscuro, circular, del tamaño de una puerta. Lucía se acercó y sintió que el
panel vibraba con su presencia. De pronto, la superficie se encendió.
Y allí estaba ella.
Pero no exactamente.
La figura proyectada era Lucía… y no lo
era. Era su cuerpo, sí, con la misma altura, los mismos hombros estrechos, la
misma cicatriz en la clavícula. Pero tenía algo distinto: los movimientos eran
más fluidos, como si cada articulación hubiese sido reemplazada por un
pensamiento. Era Lucía sin su torpeza, sin su impulso de pedir permiso al aire
antes de moverse, sin la rigidez de quien teme romperse. Era una Lucía posible,
pero no vivida.
La mujer se puso detrás de ella.
—Esta sos vos… sin concesiones.
Lucía sintió un temblor.
La imagen en el panel levantó la mano.
Lucía no la había levantado.
El corazón se le disparó.
—¿Qué… qué es esto?
—La forma que dejaste atrás. La que
rechazaste. La que en algún punto preferiste no ser.
La figura en el panel se acercó desde
dentro de la superficie, como si quisiera atravesarla. Sus ojos estaban llenos
de algo que no era ira ni tristeza ni alegría. Era otra cosa. Una urgencia
pura.
Lucía retrocedió un paso.
—No quiero verla.
—Pero ella te quiere ver a vos —susurró la
mujer.
La proyección extendió la mano, tocando el
límite de la pantalla. No lo rompió, pero dejó una marca luminosa, un destello
visceral, como si hubiese apoyado un fragmento de su alma contra el vidrio.
Lucía sintió un tirón en el pecho. Como si
algo suyo estuviera del otro lado.
—¿Qué quiere? —preguntó con voz quebrada.
La mujer respondió con una calma
insoportable:
—Unir las versiones. Todas las que fuiste
y todas las que te negaste a ser. No puede seguir sola.
Lucía sintió que se quedaba sin aire.
Era cierto. Lo sabía sin querer saberlo.
Esa figura era una ella tan auténtica que dolía mirarla. Era lo que habría sido
si no hubiera elegido el miedo tantas veces. Si no se hubiera guardado tantas
palabras. Si hubiera dicho que no cuando debía. Si hubiera dicho que sí cuando
el cuerpo lo pedía. Si hubiera dejado de cargar con vergüenzas ajenas.
Si hubiera vivido.
Un pensamiento la cruzó como un relámpago:
¿Y si dejo que me toque? ¿Qué pasa si me
dejo?
La mujer habló como si hubiera oído la
pregunta.
—Si la dejás entrar, nada vuelve a ser
igual. Ni vos.
La figura dentro del panel volvió a tocar
la superficie. Esta vez el vidrio tembló, y un sonido agudo llenó la sala, como
cristales partiéndose bajo el agua.
Lucía sintió que algo dentro de ella, algo
que llevaba meses queriendo explotar, se aflojaba.
La figura avanzó otra vez. El panel se
deformó.
Y entonces ocurrió.
El vidrio cedió.
Pero no se rompió hacia afuera.
Se rompió hacia adentro.
Como si Lucía fuese la que se quebraba, no
la pantalla.
Un dolor seco le atravesó el esternón.
Lucía se agarró el pecho. La mujer no se movió. Miraba con una serenidad
inhumana.
El panel se apagó. La figura desapareció.
Lucía buscó aire. No había.
Sintió que algo se deslizaba dentro de
ella, una corriente tibia, un pulso desconocido. Y entonces lo entendió.
Había sido absorbida.
La versión que no vivió se había metido en
su cuerpo.
O quizá ella había sido arrastrada hacia
dentro de su propia ausencia.
Quiso gritar, pero solo salió un sonido
diminuto, como una semilla partiéndose.
La mujer se acercó y le sostuvo la cara
entre las manos.
—Ya está —susurró—. Ahora sos completa.
Lucía intentó hablar, pero su lengua ya no
obedecía como antes. Algo se acomodaba dentro de su rostro, como si otra
expresión buscara su lugar. Las manos le temblaron. Los huesos parecían más
livianos. Las rodillas vibraban como antenas.
—¿Qué… me… hiciste?
La mujer sonrió con una ternura inmensa.
—Nada. Te devolvimos lo que era tuyo.
Lucía abrió los ojos.
Y entonces lo vio.
En el panel apagado, aunque ya no mostraba
nada, había un reflejo. Su reflejo.
Pero esa versión tenía una sonrisa que
ella no recordaba saber hacer.
Una sonrisa que no era suya.
O que recién ahora volvía a serlo.
La mujer se apartó un paso. Y con un gesto
simple, como despidiendo a alguien que finalmente aprendió a caminar, dijo:
—Podés irte. Pero ya no vas a ser la
misma.
Lucía bajó la mirada.
Sus manos no temblaban más.
Sus huesos no dolían.
Su respiración ya no era de alguien
viviendo en mitad de su cuerpo.
Y en el centro del pecho… algo sonreía.
Cuando subió las escaleras y cruzó el
pasillo de huellas, las marcas en el suelo se reacomodaron detrás de ella,
borrándose, ordenándose. Desde la entrada, la noche la esperó silenciosa, como
si la ciudad supiera que algo recién nacido la caminaba con sus piernas.
Al salir a la superficie, Lucía sintió el
aire frío en la cara.
Pero lo más perturbador fue darse cuenta
de que ahora caminaba distinto.
Más firme.
Más dueña.
Más peligrosa.
Había recuperado la versión que había
sepultado durante años.
Y esa versión, ahora despierta, no iba a
dormir nunca más.

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