martes, 23 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (SEIS)

 


LA ISLA

Dora Gómez Q., Lidia Inés Nicolai & Joyce Barker


Sergio iba entusiasmado y expectante a buscar a Lucy al aeroparque. Meses hablando por el chat, hasta que por fin ella se decidió a venir desde Misiones para conocerse personalmente. Cuando los pasajeros fueron saliendo por la puerta de arribos buscó con ansiedad el rostro de la mujer, que de todos modos hubiera reconocido entre una multitud. La había conocido por casualidad, en una plataforma virtual de alquiler de propiedades. Pero simpatizaron de inmediato y siguieron chateando hasta hacerse amigos.

Y ahí estaba ella, con su melena roja y sus ojos azules desmedidamente grandes, como si viviera sorprendida. Llevaba una blusa que dejaba ver sus largos y delicados brazos y un pantalón blanco. Bella. Tal vez un poco delgada para el gusto de Sergio. Arrastraba una maleta pequeña y un abrigo importante colgaba de su brazo. Sus miradas hicieron contacto de inmediato. Se dieron un beso en la mejilla y un aroma muy peculiar impregnó las narinas del hombre, agregando un elemento que, era obvio, jamás existió mientras mantuvieron su relación en el plano virtual.

—Este es la dirección —le dijo ella entregándole un papel—, allí nos espera mi familia —agregó. Sergio sonrió. Desde un primer momento le había encantado esa leve dificultad de Lucy para pronunciar algunas palabras en castellano, algo que nunca lo sorprendió, ya que Misiones es un crisol de nacionalidades. Pero se sorprendió al leer las indicaciones; el lugar al que debían ir era una isla en el Delta.

Se sintió avergonzado por tener que llevarla en la lancha colectiva desde la Estación Fluvial de Tigre, y por lugares sin mantenimiento, abandonados y sucios, de constantes conflictos de trabajadores náuticos y protestas de isleños, aunque no era tan grave. Después de todo ella no venía de Holanda.

Lucy habló poco en el viaje. La supuso tímida. Él habló por los dos. Cuando arribaron al muelle los recibieron dos mujeres idénticas a Lucy. Y a poco andar por el sendero que conducía a la parte habitada de la isla, otras mujeres llegaron a recibirlos. Para sorpresa de Sergio, eran todas idénticas. Lucy le presentó a tres de ellas.

—Mi madre —dijo—, y dos de mis hermanas.

Sergio sintió que todos sus músculos se tensaban; se puso en guardia. Pero ¿qué podía temer?

La madre de Lucy le mostró la isla durante media hora. Además de una profusa vegetación enmarañada y el inconfundible olor a tierra húmeda, no había gran cosa para ver. Finalmente desembocaron en una extraña construcción de forma cúbica de brillante color negro que solo presentaba dos pequeñas ventanas herméticamente cerradas.

La madre de Lucy permanecía en silencio, pero no le quitaba los ojos de encima y cuando llegaron a un conjunto de chalecitos de techos rojos, habló por primera vez:

—Aquí se alojará usted. Una de mis hijas se ocupará de que esté cómodo. —El tono de voz era imperativo y no admitía réplica. En ese momento Sergio tomó conciencia de su intranquilidad. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero decidió no preguntar nada. Y terminado el recorrido, Sergio cayó en la cuenta de que parecía ser el único hombre en toda la isla.

Comió algo en solitario, servido por Lucy o una de las hermanas, algo que no logró elucidar. La misma mujer, siempre en silencio, lo acompañó al chalecito señalado donde pudo ducharse y ponerse un pijama limpio. No estaba seguro de haber vuelto a ver a Lucy desde que habían llegado y eso lo mantenía inquieto. Estaba por meterse en la cama, cuando golpearon la puerta.

—Soy Lucy —se oyó una voz de mujer detrás de la puerta—. Vine a desearte buenas noches.

Sergio abrió y le dio un beso cerca de la oreja y —no supo por qué lo hizo—, la olió: no era su Lucy; el aroma difería. Su olfato era infalible.

—Buenas noches, Lucy…

—Mañana vendré temprano. Buenas noches —dijo sin sonreír, y se retiró.

A la mañana siguiente llegó Lucy, Sergio la reconoció al saludarla dándole un beso, pero no pudo evitar preguntarle si había ido a visitarlo la noche anterior.

—Sí —respondió ella sin gesticular. Vestía un holgado mameluco rojo y le entregó otro igual que traía en la mano. Sergio intentó disimular la sorpresa ante su mentira—. Tendremos uno ceremonia de bienvenida en el cubo y todas debemos vestir así. Tonteras familiares… y no preocupes, te quedará bien.

—¿Esto? ¡Es muy chico! —Apenas podía respirar.

Caminaron sobre el barro hasta llegar al cubo. Se pararon sobre una piedra circular y una imperceptible puerta se deslizó hacia un costado y se cerró cuando entraron. Estaba oscuro. Lucy lo llevó algunos metros de la mano. Cuando se detuvo, lo abrazó:

—Agradecemos tu visita y tu vida —le dijo al oído.

Sergio estaba fascinado, pero inmediatamente reflexionó: “¿Mi vida?”, e intentó zafarse de Lucy, pero fue imposible.

El interior del cubo se iluminaba paulatinamente: estaba lleno de mujeres idénticas que lo fueron abrazando también, una a una, con fuerza.

—¡Que la luz entre en ti! —gritaban todas—. ¡Que el círculo sea cuadrado y este, una cara del cubo! —Sergio sintió que perdía el sentido. ¿Me dieron algo?, alcanzó a preguntarse. Cayó.

Cuando recuperó la conciencia se puso de pie, se tocó el rostro y agitó los delicados brazos hacia el grupo de mujeres idénticas a ella, saludando como si estuviera frente a muchos espejos. El mameluco le quedaba perfecto.

  



LA DAMA DE LA BIBLIOTECA

Omar Chapi, Lucila Adela Guzmán & Alejandro Bentivoglio

 

Iba a cerrar la biblioteca, cuando escuchó el dulce sonido de aquellos tacones en la sala contigua; no recodaba haber visto que alguien —a quien pudo haber dejado encerrada hasta el siguiente día—, hubiera entrado; se sorprendió al mirar a la bella dama que escrutaba distraída un viejo tomo arrimada a una estantería; sin mucha diplomacia le avisó que iba a cerrar, pero ella, sin responder se internó entre los ordenados escaparates, con una sonrisa seductora y una mirada que pareció deslizarse como una leve brisa. Por unos momentos, el bibliotecario se quedó inmóvil, sin saber cómo reaccionar o incluso qué pensar. Cuando logró salir de su sopor, fue tras los pasos de la mujer. Pero no halló ni un rastro. El lugar estaba inusualmente silencioso. Se le ocurrió que tal vez había permanecido demasiado tiempo ensimismado y que quizás ella hubiese salido del edificio. Pero un presentimiento nebuloso le hacía creer que aquello era algo completamente imposible. La verdad era que hacía añares que las puertas y ventanas del edificio habían sido bloqueadas con cemento.

Todas las santas noches sucedía lo mismo, en cuanto él se disponía a cerrar la biblioteca, la secuencia volvía a repetirse, el dulce taconeo femenino, la sorpresa, la dama escurridiza, la seducción, la búsqueda, la incógnita y luego, ese maldito presentir nebuloso, escondite de la única certeza: saber que jamás escaparía de ser el personaje de esta historia colmada de hechos imposibles. 

 



ILEGALES

Ada Inés Lerner, Sebastián Ariel Fontanarrosa y Patricio G. Bazán

 

Eleuterio es un hombre solo, vive en un rancho, desposeído, y no tiene familiares. La mujer se fue culpándolo por la muerte accidental de la hija de ambos. Vive en un clima crudo y no consigue que lo contraten; esto acentúa su abatimiento, su pobreza no le permite siquiera alimentarse. Un vecino le ofrece ir río arriba a pescar yacarés negros muy buscados para la marroquinería. Como es una actividad prohibida para proteger la fauna deberán tratar con traficantes ilegales.

Adentrándose en los humedales, Eleuterio, doblado por la cintura, vomita cada gránulo de reviro. Algo en su cabeza se vislumbra. Observa a su compañero de aventura, pero opta por no decirle nada. Los planes de cacería no se modificarían. Las pieles de esos pobres animales, mediante un capricho sustancial, se convertirían en carteras y en zapatos de alguna ricachona ambientalista. Conocerían los museos secretos de Roma, Paris y Berlín.

Eleuterio seguía los cazadores en silencio, debatiéndose entre el dinero y sus principios. Lamentablemente, necesitaba de ambos. Un gesto de la mano de los ilegales lo frenó: estaban en el sitio justo. Ahora, sólo sería cuestión de matar y cobrar, pese a lo que dijera la consciencia. Desenvainó el machete, seguro de lo que debía hacer a continuación.

Respiró hondo dos veces. Sería duro para Eleuterio cazar y despellejar a aquellos cazadores furtivos, pero su vecino tenía razón: también existían museos secretos en Roma, Paris y Berlín para esas pieles tan exóticas.

 



ENTRANDO A OTRO LADO

Carlos Enrique Saldívar, Fernando Andrés Puga & Javier López

 

Desde la infancia mi sueño ha sido ingresar a un mundo paralelo. Por eso estudié e investigué todo lo que pude al respecto, incluso cursé la carrera de Ciencias en la universidad y me gradué con honores. Pero la ciencia no me ha ayudado, ha sido la magia y los libros prohibidos los que al fin me dan la clave para conectarme con otro plano de existencia. No obstante, las consecuencias podrían ser terribles. Realizo el ritual en mi casa, solo y abierto a lo que sea que vaya a ocurrir. Armo un círculo de velas, bebo el brebaje indicado y, sentado en posición de loto en el centro del círculo, entorno los ojos y me dispongo a vaciar mi mente de todo pensamiento mundano, repitiendo una y otra vez las palabras mágicas.

—¿Quién anda ahí? —una voz cavernosa interrumpe mi meditación. No parece amigable.

—Perdón que lo moleste —respondo—. ¿Puede ayudarme a encontrar el camino hacia otra dimensión?

—Al fondo, a la derecha —su respuesta suena como cuando se le pregunta al camarero de un bar por los servicios.

—¿Se está mofando de mí? —ahora mi voz es la que adquiere tintes amenazadores.

—¡Por supuesto! —contesta en tono jocoso, al tiempo que suelta una carcajada.

No encontré el camino al otro lado, pero con mi ritual atraje un espíritu burlón del que no logro deshacerme. Ahora paso las noches en vela, entre chistes malos, risas y alguna travesura.

 



EN LA SUPERFICIE DE TORXIS

Stefano Valente, Nico Gallo & Sergio Gaut vel Hartman

 

A la mañana del día siguiente al descenso, Waslevix, físico, Holgado, biólogo, la psicóloga Guzmán, y el ingeniero jefe de la expedición, Karamalis, sacaron el vehículo todoterreno y cargaron la pila atómica con doce litros de solución salina de uranio enriquecido. El propósito era recorrer los doscientos metros que separaban la nave del extraño túmulo piramidal para determinar, de una buena vez, si era una formación natural u obra de seres inteligentes. Fueron necesarias pocas horas para montar la batería y Waslevix, tras esperar unos instantes, accionó el dispositivo a neutrones que cebaba la reacción nuclear. En la pantalla se veían crecer los niveles de energía transferidos de la pila a la pirámide a través de aquella extraña cavidad cuadrada que era la única abertura de la instalación. La transferencia había llegado a setecientos megavatios cuando en la pirámide comenzó a vibrar de un modo irresistible, a lo que siguió un zumbido ensordecedor.

—El exilio ha terminado. —El ingeniero rechinó sus dientes de chacal.

—¡Al fin! —La psicóloga parpadeó y cuando volvió a abrir los ojos estos eran amarillos, de felino.

El biólogo movió el largo pico de ibis.

—¿Estarán listos?

—Khepri —lo corrigió él; su cabeza era la de un escarabajo. Todos habían podido completar su transformación—. Solo nuestros viejos nombres de ahora en adelante: Anubis, Toth, Bastet... —Y, mientras la pirámide, inmensa, aumentaba de tamaño hasta ocultar las estrellas, añadió—: ¿Listos? Nadie está listo para la llegada de los dioses...


Los autores: Dora Gómez Q., Lidia Inés Nicolai, Joyce Barker, Lucila Adela Guzmán, Ada Inés Lerner, Sebastián Ariel Fontanarrosa, Patricio G. Bazán, Carlos Enrique Saldívar, Fernando Andrés Puga, Javier López, Stefano Valente, Nico Gallo, Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman.

 

  

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