Dejan Sklizović
Noche. Y oscuridad
en la noche. Y en la oscuridad, acecha Dusky.
Las calles están vacías y las
contraventanas cerradas; solo unos pocos valientes se asoman por rendijas para
asegurarse de que no queda nadie afuera. La niebla desciende y cubre la ciudad
dormida. Pasos que resuenan, que golpean de forma irregular los adoquines
gastados. Si nos acercáramos un poco más al origen del sonido, veríamos una
estela de vapor cálido saliendo de la boca de la criatura que ruge en la noche.
Un niño. Podría tener doce, quizá
trece años, ¿quién podría saberlo? Huye de la plaga que se cierne sobre el
lugar dormido. Su aliento caliente se enfría y se mezcla con la neblina hostil,
pero el calor lo delata, y él lo sabe bien. ¿Cómo lo sabe? Oye el retumbar
apagado de algo mucho más grande que él, como el latido de algún enorme y frío
corazón de una bestia de la oscuridad, la bestia en la oscuridad. La bestia se
llama Dusky y viene de Meon.
Cuando era pequeño oyó ese nombre:
un bebé curioso en una cuna escuchando a aquellas dos personas que lo
alimentaban y mantenían cálido y a salvo. Había también una tercera, repulsiva,
arrugada y siempre vestida de negro. Entonces no conocía todas las palabras que
aprendería más tarde, pero comprendía que el negro era un color, y que era
aquello de lo que la abuela no dejaba de hablar. Meon. “Protejan al pequeño del
monstruo de Meon”, decía la abuela. El niño había nacido con una marca en la
piel, y la oscuridad negra lo consumía. Dusky. Meon. La abuela. Cómo se
conectaban esas cosas en su mente, no podía saberlo con claridad, solo
intuitivamente. Meon era un lugar, Dusky lo perseguía, y la abuela era una
mensajera ominosa; perturbaba tanto a sus padres que el padre la echó de la
casa, a la nieve y al viento helado. Nunca volvieron a mencionarla.
Recordó eso años después, cuando
vagando por los alrededores encontró su bastón en una zanja cercana y un trozo
de tela negra podrida que podría haber sido su pañuelo. El espejo colocado
entre aquellos restos terrenales estaba silencioso. Negro, profundo y lleno de
estrellas. Era ya una noche despejada, así que pensó que aquel vidrio reflejaba
el cielo sobre él, pero no encontró ninguna similitud: mostraba alguna parte
desconocida del universo oscuro. ¿Tal vez era un juguete? ¿Quizá algún otro
niño había perdido aquel extraño objeto comprado en la feria, que mostraba
constelaciones invisibles? Pero ¿qué era eso en el espejo? Las estrellas y los
demás cuerpos celestes se movían al ritmo de una música espectral, proveniente
del espacio profundo o quizá de su propia mente. Demasiadas preguntas, y en
aquel pedazo de cristal las estrellas formaban algo parecido a… ¿una sonrisa?
El cosmos le sonreía al niño con una sonrisa familiar, aquella que veía a
menudo antes de…
Dejó caer el espejo y este se hizo
pedazos. Intentó recoger los fragmentos, pero se cortó en el primero y
desistió. La herida no era profunda, y estaba justo allí donde tenía la marca
de nacimiento; mamá no lo notaría. No era profunda, pero se abría como una
sonrisa. Dentro se veía lo mismo que en el espejo, como si todo el universo se
hubiera movido a ese pequeño trozo de carne expuesta.
Su madre lo golpeó cuando llegó a
casa con aquellos objetos. Luego se disculpó y dijo que era mejor que su padre
jamás viera lo que había traído. Sin embargo, nunca se atrevió a llevar el
tercer objeto a casa.
Y entonces papá golpeó a mamá. Otra
vez. Porque la cena estaba fría y a él no le gustaba. La noche anterior estaba
un poco más caliente de lo ideal, así que papá se lo “explicó”, y ahora tenía
que repetirlo. El niño lloraba en su habitación, castigado y humillado,
mientras mamá sollozaba en la habitación de huéspedes, acurrucada y golpeada.
Y entonces él lo vio: algo en la
blanca noche que llenó el cielo oscuro con una negrura intensa, más densa que
cualquier cosa que hubiera sentido antes. Noche blanca, cielo oscuro, y Dusky.
Sin forma, solo aquella textura de otro mundo, magnética y palpable al mismo
tiempo. El lugar en el cielo de donde venía seguía abierto, y de los bordes
sobresalían puntas relucientes, como miles de dientes de un vampiro cósmico
asomándose por una grieta celestial llena de constelaciones desconocidas. Meon
acudió a su mente de inmediato, y recordó las palabras de la abuela. Reía y se
erguía, y entonces el niño se encontró riendo también, imitando la mueca
espectral proveniente del cielo negro.
El padre irrumpió en la habitación
justo a tiempo para sentir el frío proveniente de la ventana abierta, y el niño
ya no estaba allí.
A lo lejos, el niño oyó al padre
acusar a la madre de negligencia y hacer lo que solía hacer. Esta vez, ella no
gritó.
Poco después, la madre estaba en
las frías calles buscando a su hijo fugitivo. Primero encontró algo que parecía
un niño, caminaba como él y gemía con su voz, pero su aliento era frío, y el
vapor de su boca era negro. Sus ojos eran dos lagos oscuros donde horrores de
Meon se bañaban junto con maldiciones inmortales, jamás pronunciadas por labios
humanos. Y sus dientes eran afilados en aquella grieta irregular mientras
despedazaba la mueca de la cabeza del niño. Dusky.
El grito de la madre hizo que el
niño se detuviera, aunque sabía que mirar atrás no era una opción. Lo sintió.
Ella ya no estaba. No más abrazos suaves para consolarlo tras una paliza, no
más sopa caliente de domingo, nadie para cubrirlo por las noches cuando el frío
lo alcanzara. Apretó los dientes y siguió corriendo al ver una sombra
acercarse.
Sabía lo que pasaría si lo
alcanzaba; ya lo había soñado. Una figura negra con un cuerpo hecho de espejo
roto, una fila de dientes afilados, abrazándolo bajo un manto vasto. Juntos,
suspendidos en el cielo nocturno, fundiéndose con el frío que extingue la vida.
El miedo que emergía de su mente le resultaba familiar y seductor. Lo había
soñado muchas veces, pero siempre lo olvidaba al amanecer.
Y entonces se encontró en otro
lugar, muchos años después, con su novia, enamorado realmente por primera vez y
libre de todos los miedos salvo uno: lo que podría pasarle a ella. Y… ¿qué era
aquello? Él, y nada más. Le temía tanto como a la negrura del cielo nocturno.
Solo él sabía lo que ocurrió aquella noche, cuando las estrellas brillaron
sobre aquel rostro humanoide, y el inmenso manto celeste lo cubrió tanto a él
como al pueblo, llevándose todo al olvido para el resto del mundo. Pero no para
él. Él había visto la verdad.
No había quedado huérfano, al menos
no del tipo que nunca tuvo casa ni padres. Lo encontraron al otro lado del
país, inconsciente, y su amnesia se atribuyó a congelación y a una vida dura.
Nadie relacionó su llegada al refugio con aquella tragedia familiar en un
pequeño pueblo de montaña: el padre golpeó brutalmente a su mujer y a su hijo,
y fue hallado después con la garganta arrancada en medio de la casa familiar.
La mujer quedó tirada en una de las calles oscuras, el rostro congelado en una
mueca de terror puro, y su corazón arrancado del pecho. El órgano había
desaparecido; alguna bestia salvaje –dijeron– devoró la laringe del marido y el
corazón de la esposa. Y el niño nunca apareció. Una verdadera tragedia. Solo hubo
un testigo, un anciano senil que aseguraba haberlo visto todo a través de una
rendija, pero cuyo testimonio no tenía importancia.
Su chica, su amor, y algo que se
gestaba dentro de ese amor, creciendo en su vientre. Y entonces él vio, a
través de ese vientre, lo que lo había atormentado siempre. En lugar de piel
blanca y tersa, de pronto había un cielo estrellado salpicado de fenómenos que
lo fascinaban incluso más que el cuerpo de su amada. Mirando aquel negro
multicolor, vio un bebé cósmico, un niño en el vientre de la madre más
grandiosa del universo, la madre negra que disuelve la materia en la estructura
del cosmos. Y una sonrisa.
Esa maldita sonrisa que el bebé
formaba era como… como la sonrisa de un arlequín, con muchas púas
sobresaliendo. Y las púas eran como espejos, cada uno reflejando un fragmento
de la verdad que él intentaba ocultar desesperadamente. ADN de puro horror. Aquella
abertura en forma de boca apareció en la piel de ella, y él apartó una parte,
dejándola caer junto al puñal.
Hundió una mano en aquel espacio
carnoso que latía visceralmente y la otra en el húmedo vientre de aquella
incubadora de toda vida. Y luego se deslizó dentro, para que el olvido lo
cubriera por completo y lo llevara a un lugar desconocido. Lo último que vio
desde el interior de la constelación fue la sonrisa del Hombre Negro del
Espejo; se le acercó y le cosió pequeños cristales que reflejaban la naturaleza
rota a su alrededor y la mente quebrada dentro de él.
Ocurrió más de una vez: su amor
moría siempre cuando su fruto estaba maduro y la felicidad en su punto máximo.
En algún punto incluso lo persiguieron, y recuerda vagamente… personas que
pasaban junto a él, lo miraban sin verlo y pronunciaban su nombre profano, sin
comprender ni una fracción de la sonrisa del gran espejo.
Ha pasado mucho
tiempo…
Mira por la ventana de su
habitación apenas calentada. Es una noche de invierno helada, llena de malos
recuerdos en el aire. Observa a través de la rendija de la contraventana lo que
ocurre en la calle. El niño intenta desesperadamente recuperar el aliento
mientras avanza entre la nieve. El anciano sabe que su vista es terrible porque
su perspectiva es más amplia. Le da pena el niño que solo ve carámbanos y
muerte, en una pequeña ciudad que ha cerrado todas sus puertas y ventanas para
evitar salvar a un niño perseguido en la noche. Lamenta también que cada vez
que el niño mira atrás intentando ver a su perseguidor, solo ve otra nube de
nieve y escarcha, mientras la enorme sombra siempre consigue ocultarse un
instante antes de que la mirada del niño la capture. Una sombra negra que cae
del cosmos, de un agujero con forma de sonrisa de dios enloquecido, amenazando
con bloquear el paso del niño, arrastrándose hacia su corazón, fusionándose con
su ritmo hasta que el frío termine de apagarlo.
El anciano
finalmente se cansó y olvidó por qué su rostro estaba pegado al cristal
empañado, a través del cual nada podía verse. Quizá escuchó mal algo en la
calle, ¿quién podría saber?
Se volvió y vio un pequeño rostro
helado ahora junto a la chimenea, intentando evitar que el frío destruyera las
partes sanas de su cuerpo. Solo una vela ardía en la habitación, junto a la
chimenea, y los ojos del niño tenían dificultad para acostumbrarse a su llama.
El niño ve una
oscuridad vaga, una forma negra que oscurece la ventana y la luz exterior. No
le queda claro qué es lo que revolotea alrededor de aquel cuerpo negro que
podría parecer humano. Se ve como un manto rociado con algún tipo de polvo.
Habría jurado que era un cielo estrellado perfilado en una silueta que se
balancea, si no supiera que eso no podía ser. Aun así pensó ver una abertura en
su centro, pero la idea se borró de inmediato: traía consigo un frío profundo,
un grito de alguien que una vez fue su… ¿madre? Palabra extraña, cuya sola
mención provoca inquietud y desata un torrente de emociones tan fuertes que
hacen temblar su ser entero, pero también proyecta la sombra del olvido, una
manta pesada tejida con la noche más densa, en la que incluso el recuerdo más
claro se ahoga en un remolino de inconsolable vacío, porque… queda el miedo, la
tristeza y el temblor debido a su pérdida…
De pronto, se ve en una cama, en la
misma casa, pero esta vez no junto al fuego, sino en una de las habitaciones.
No está solo. Hay otra figura. La abuela. Incluso en ese idioma desconocido en
el que entona sus conjuros, las melodías inquietantes le suenan familiares. Sus
palabras, ominosas y reconfortantes a la vez, cuentan historias de una vida. De
la vida de alguien que casi muere una muerte violenta y al que llamaban, de
manera ridícula, “Sonrisa de Vientre”. Dicen que, por más que se intentó, su reinado
de terror terminó –según fuentes no oficiales– cuando alguien descubrió su
origen y lo obligó a presentarse en su lugar de nacimiento. Justo cuando estaba
herido, aquella curandera, como la abuela, que le estaba dando un remedio, le
dijo que la tierra natal era la mejor medicina y le señaló el camino. Mientras
componía la historia a partir de palabras no dichas, todo le resultó familiar y
su cuerpo frío se estremeció y se tensó en un espasmo final. El corazón le
siguió, estremeciendo con violencia el árbol que le atravesaba la carne con una
estaca, un árbol lleno de astillas que detuvo para siempre aquella bomba, y con
ella, todas las sonrisas que había arrancado a la fuerza en su camino.
La noche es un sudario de
oscuridad; su cuerpo está hecho de partículas negras, partículas de conciencia
extinguida. Un cuerpo sin memoria no puede desarrollar voluntad; no queda nada
salvo un único impulso que guiaba aquella existencia degradada: el hambre.
El viento lo
arrastró hasta la puerta de una casa, la única en la calle con una luz
encendida en medio de la noche invernal. Podría ser una de esas casas que vio
en sueños, cuando vagos fragmentos de vida le aparecían más allá de cualquier
comprensión. Una noche donde la gente y sus seres queridos cuelgan cintas de
colores y adornos por toda la casa, festejan hasta tarde y hablan del brillante
futuro que los espera. Cosas que le repugnaban: casas decoradas, llenas de
emociones desbordadas, eran para él como un montón de comida insípida,
intocable incluso muriéndose de hambre. Hambre… ¿muere… quién muere? La casa…
Sí, esa casa decorada era distinta.
Dentro, un hombre hacía volar a una mujer hasta hacerla caer, mientras su
herida exudaba algo… delicioso… y el hecho de que la mujer irradiara lo hizo
agitarse un poco con los impulsos que recibía su corazón muerto. El hombre le
resultaba atractivo, y lo conservaría para más tarde.
Y algo más respiraba y desprendía
jugos dulces, aún más deliciosos que la mujer. No “algo”, sino alguien. Ese
alguien salió por la ventana, y Dusky empezó a crecer tanto que uno de sus
tentáculos ya estaba en una galaxia lejana, llena de habitantes fríos y
hostiles como él; toda la morada de la némesis humana se agitó y comenzó a
descender a través de su tentáculo.
El juego del gato y
el ratón comienza; la mujer acaba de salir por la puerta, parece que busca a la
criatura pequeña y asustada. Es lenta y débil, no puede luchar tanto, y no
sería un buen recipiente para él. Se deshará de ella primero, y luego seguirá con
el niño; no prestará atención al que los observa desde la ventana, pues no
intervendrá. Ni siquiera la abuela… aunque lo lastimó la última vez, no
recuerda cómo. Algo le dice que aún no debe temerle… todavía. Solo un poco de
juego; el niño ya ha perdido casi todo el calor de su cuerpo, salvo el del
corazón, que late con fuerza.
Finalmente lo alcanza en un
callejón oscuro.
El niño estaba acurrucado contra la pared sin salida, entregándose por completo a su destino. Sus palabras –«Por favor, papá»– resonaron en el corazón de Dusky, que dibujó una amplia sonrisa, tomó el corazón del niño y lo congeló para siempre.
Dejan
Sklizović reside y crea en Serbia, y su obra se publica en colecciones locales,
regionales e internacionales. Publicó su primera colección independiente de
relatos de terror extremo, Miasmic Landscapes, en 2023, mientras que la segunda
(de terror cósmico metafísico), Black Particles, se publicó en 2024. En su
obra, sus referentes incluyen a Thomas Ligotti y T.E.D. Klein, Algernon
Blackwood, Poppy Z. Bright, Rudyard Kipling, Franz Kafka, H.P. Lovecraft,
Ambrose Bierce, Robert W. Chambers, etc. Escribe ensayos y críticas de
películas, libros, cómics y obras de arte de género. Su mezcla favorita de
géneros es una atmósfera noir con una trama de terror cósmico y momentos
extremos y extraños siempre que es posible. Sin embargo, está más que dispuesto
a experimentar con otros subgéneros, como lo paranormal, lo sobrenatural o la
fantasía oscura.

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