domingo, 30 de noviembre de 2025

EL NIÑO PERDIDO

Dejan Sklizović

 

Noche. Y oscuridad en la noche. Y en la oscuridad, acecha Dusky.

Las calles están vacías y las contraventanas cerradas; solo unos pocos valientes se asoman por rendijas para asegurarse de que no queda nadie afuera. La niebla desciende y cubre la ciudad dormida. Pasos que resuenan, que golpean de forma irregular los adoquines gastados. Si nos acercáramos un poco más al origen del sonido, veríamos una estela de vapor cálido saliendo de la boca de la criatura que ruge en la noche.

Un niño. Podría tener doce, quizá trece años, ¿quién podría saberlo? Huye de la plaga que se cierne sobre el lugar dormido. Su aliento caliente se enfría y se mezcla con la neblina hostil, pero el calor lo delata, y él lo sabe bien. ¿Cómo lo sabe? Oye el retumbar apagado de algo mucho más grande que él, como el latido de algún enorme y frío corazón de una bestia de la oscuridad, la bestia en la oscuridad. La bestia se llama Dusky y viene de Meon.

Cuando era pequeño oyó ese nombre: un bebé curioso en una cuna escuchando a aquellas dos personas que lo alimentaban y mantenían cálido y a salvo. Había también una tercera, repulsiva, arrugada y siempre vestida de negro. Entonces no conocía todas las palabras que aprendería más tarde, pero comprendía que el negro era un color, y que era aquello de lo que la abuela no dejaba de hablar. Meon. “Protejan al pequeño del monstruo de Meon”, decía la abuela. El niño había nacido con una marca en la piel, y la oscuridad negra lo consumía. Dusky. Meon. La abuela. Cómo se conectaban esas cosas en su mente, no podía saberlo con claridad, solo intuitivamente. Meon era un lugar, Dusky lo perseguía, y la abuela era una mensajera ominosa; perturbaba tanto a sus padres que el padre la echó de la casa, a la nieve y al viento helado. Nunca volvieron a mencionarla.

Recordó eso años después, cuando vagando por los alrededores encontró su bastón en una zanja cercana y un trozo de tela negra podrida que podría haber sido su pañuelo. El espejo colocado entre aquellos restos terrenales estaba silencioso. Negro, profundo y lleno de estrellas. Era ya una noche despejada, así que pensó que aquel vidrio reflejaba el cielo sobre él, pero no encontró ninguna similitud: mostraba alguna parte desconocida del universo oscuro. ¿Tal vez era un juguete? ¿Quizá algún otro niño había perdido aquel extraño objeto comprado en la feria, que mostraba constelaciones invisibles? Pero ¿qué era eso en el espejo? Las estrellas y los demás cuerpos celestes se movían al ritmo de una música espectral, proveniente del espacio profundo o quizá de su propia mente. Demasiadas preguntas, y en aquel pedazo de cristal las estrellas formaban algo parecido a… ¿una sonrisa? El cosmos le sonreía al niño con una sonrisa familiar, aquella que veía a menudo antes de…

Dejó caer el espejo y este se hizo pedazos. Intentó recoger los fragmentos, pero se cortó en el primero y desistió. La herida no era profunda, y estaba justo allí donde tenía la marca de nacimiento; mamá no lo notaría. No era profunda, pero se abría como una sonrisa. Dentro se veía lo mismo que en el espejo, como si todo el universo se hubiera movido a ese pequeño trozo de carne expuesta.

Su madre lo golpeó cuando llegó a casa con aquellos objetos. Luego se disculpó y dijo que era mejor que su padre jamás viera lo que había traído. Sin embargo, nunca se atrevió a llevar el tercer objeto a casa.

Y entonces papá golpeó a mamá. Otra vez. Porque la cena estaba fría y a él no le gustaba. La noche anterior estaba un poco más caliente de lo ideal, así que papá se lo “explicó”, y ahora tenía que repetirlo. El niño lloraba en su habitación, castigado y humillado, mientras mamá sollozaba en la habitación de huéspedes, acurrucada y golpeada.

Y entonces él lo vio: algo en la blanca noche que llenó el cielo oscuro con una negrura intensa, más densa que cualquier cosa que hubiera sentido antes. Noche blanca, cielo oscuro, y Dusky. Sin forma, solo aquella textura de otro mundo, magnética y palpable al mismo tiempo. El lugar en el cielo de donde venía seguía abierto, y de los bordes sobresalían puntas relucientes, como miles de dientes de un vampiro cósmico asomándose por una grieta celestial llena de constelaciones desconocidas. Meon acudió a su mente de inmediato, y recordó las palabras de la abuela. Reía y se erguía, y entonces el niño se encontró riendo también, imitando la mueca espectral proveniente del cielo negro.

El padre irrumpió en la habitación justo a tiempo para sentir el frío proveniente de la ventana abierta, y el niño ya no estaba allí.

A lo lejos, el niño oyó al padre acusar a la madre de negligencia y hacer lo que solía hacer. Esta vez, ella no gritó.

Poco después, la madre estaba en las frías calles buscando a su hijo fugitivo. Primero encontró algo que parecía un niño, caminaba como él y gemía con su voz, pero su aliento era frío, y el vapor de su boca era negro. Sus ojos eran dos lagos oscuros donde horrores de Meon se bañaban junto con maldiciones inmortales, jamás pronunciadas por labios humanos. Y sus dientes eran afilados en aquella grieta irregular mientras despedazaba la mueca de la cabeza del niño. Dusky.

El grito de la madre hizo que el niño se detuviera, aunque sabía que mirar atrás no era una opción. Lo sintió. Ella ya no estaba. No más abrazos suaves para consolarlo tras una paliza, no más sopa caliente de domingo, nadie para cubrirlo por las noches cuando el frío lo alcanzara. Apretó los dientes y siguió corriendo al ver una sombra acercarse.

Sabía lo que pasaría si lo alcanzaba; ya lo había soñado. Una figura negra con un cuerpo hecho de espejo roto, una fila de dientes afilados, abrazándolo bajo un manto vasto. Juntos, suspendidos en el cielo nocturno, fundiéndose con el frío que extingue la vida. El miedo que emergía de su mente le resultaba familiar y seductor. Lo había soñado muchas veces, pero siempre lo olvidaba al amanecer.

Y entonces se encontró en otro lugar, muchos años después, con su novia, enamorado realmente por primera vez y libre de todos los miedos salvo uno: lo que podría pasarle a ella. Y… ¿qué era aquello? Él, y nada más. Le temía tanto como a la negrura del cielo nocturno. Solo él sabía lo que ocurrió aquella noche, cuando las estrellas brillaron sobre aquel rostro humanoide, y el inmenso manto celeste lo cubrió tanto a él como al pueblo, llevándose todo al olvido para el resto del mundo. Pero no para él. Él había visto la verdad.

No había quedado huérfano, al menos no del tipo que nunca tuvo casa ni padres. Lo encontraron al otro lado del país, inconsciente, y su amnesia se atribuyó a congelación y a una vida dura. Nadie relacionó su llegada al refugio con aquella tragedia familiar en un pequeño pueblo de montaña: el padre golpeó brutalmente a su mujer y a su hijo, y fue hallado después con la garganta arrancada en medio de la casa familiar. La mujer quedó tirada en una de las calles oscuras, el rostro congelado en una mueca de terror puro, y su corazón arrancado del pecho. El órgano había desaparecido; alguna bestia salvaje –dijeron– devoró la laringe del marido y el corazón de la esposa. Y el niño nunca apareció. Una verdadera tragedia. Solo hubo un testigo, un anciano senil que aseguraba haberlo visto todo a través de una rendija, pero cuyo testimonio no tenía importancia.

Su chica, su amor, y algo que se gestaba dentro de ese amor, creciendo en su vientre. Y entonces él vio, a través de ese vientre, lo que lo había atormentado siempre. En lugar de piel blanca y tersa, de pronto había un cielo estrellado salpicado de fenómenos que lo fascinaban incluso más que el cuerpo de su amada. Mirando aquel negro multicolor, vio un bebé cósmico, un niño en el vientre de la madre más grandiosa del universo, la madre negra que disuelve la materia en la estructura del cosmos. Y una sonrisa.

Esa maldita sonrisa que el bebé formaba era como… como la sonrisa de un arlequín, con muchas púas sobresaliendo. Y las púas eran como espejos, cada uno reflejando un fragmento de la verdad que él intentaba ocultar desesperadamente. ADN de puro horror. Aquella abertura en forma de boca apareció en la piel de ella, y él apartó una parte, dejándola caer junto al puñal.

Hundió una mano en aquel espacio carnoso que latía visceralmente y la otra en el húmedo vientre de aquella incubadora de toda vida. Y luego se deslizó dentro, para que el olvido lo cubriera por completo y lo llevara a un lugar desconocido. Lo último que vio desde el interior de la constelación fue la sonrisa del Hombre Negro del Espejo; se le acercó y le cosió pequeños cristales que reflejaban la naturaleza rota a su alrededor y la mente quebrada dentro de él.

Ocurrió más de una vez: su amor moría siempre cuando su fruto estaba maduro y la felicidad en su punto máximo. En algún punto incluso lo persiguieron, y recuerda vagamente… personas que pasaban junto a él, lo miraban sin verlo y pronunciaban su nombre profano, sin comprender ni una fracción de la sonrisa del gran espejo.

 

Ha pasado mucho tiempo…

Mira por la ventana de su habitación apenas calentada. Es una noche de invierno helada, llena de malos recuerdos en el aire. Observa a través de la rendija de la contraventana lo que ocurre en la calle. El niño intenta desesperadamente recuperar el aliento mientras avanza entre la nieve. El anciano sabe que su vista es terrible porque su perspectiva es más amplia. Le da pena el niño que solo ve carámbanos y muerte, en una pequeña ciudad que ha cerrado todas sus puertas y ventanas para evitar salvar a un niño perseguido en la noche. Lamenta también que cada vez que el niño mira atrás intentando ver a su perseguidor, solo ve otra nube de nieve y escarcha, mientras la enorme sombra siempre consigue ocultarse un instante antes de que la mirada del niño la capture. Una sombra negra que cae del cosmos, de un agujero con forma de sonrisa de dios enloquecido, amenazando con bloquear el paso del niño, arrastrándose hacia su corazón, fusionándose con su ritmo hasta que el frío termine de apagarlo.

 

El anciano finalmente se cansó y olvidó por qué su rostro estaba pegado al cristal empañado, a través del cual nada podía verse. Quizá escuchó mal algo en la calle, ¿quién podría saber?

Se volvió y vio un pequeño rostro helado ahora junto a la chimenea, intentando evitar que el frío destruyera las partes sanas de su cuerpo. Solo una vela ardía en la habitación, junto a la chimenea, y los ojos del niño tenían dificultad para acostumbrarse a su llama.

 

El niño ve una oscuridad vaga, una forma negra que oscurece la ventana y la luz exterior. No le queda claro qué es lo que revolotea alrededor de aquel cuerpo negro que podría parecer humano. Se ve como un manto rociado con algún tipo de polvo. Habría jurado que era un cielo estrellado perfilado en una silueta que se balancea, si no supiera que eso no podía ser. Aun así pensó ver una abertura en su centro, pero la idea se borró de inmediato: traía consigo un frío profundo, un grito de alguien que una vez fue su… ¿madre? Palabra extraña, cuya sola mención provoca inquietud y desata un torrente de emociones tan fuertes que hacen temblar su ser entero, pero también proyecta la sombra del olvido, una manta pesada tejida con la noche más densa, en la que incluso el recuerdo más claro se ahoga en un remolino de inconsolable vacío, porque… queda el miedo, la tristeza y el temblor debido a su pérdida…

De pronto, se ve en una cama, en la misma casa, pero esta vez no junto al fuego, sino en una de las habitaciones. No está solo. Hay otra figura. La abuela. Incluso en ese idioma desconocido en el que entona sus conjuros, las melodías inquietantes le suenan familiares. Sus palabras, ominosas y reconfortantes a la vez, cuentan historias de una vida. De la vida de alguien que casi muere una muerte violenta y al que llamaban, de manera ridícula, “Sonrisa de Vientre”. Dicen que, por más que se intentó, su reinado de terror terminó –según fuentes no oficiales– cuando alguien descubrió su origen y lo obligó a presentarse en su lugar de nacimiento. Justo cuando estaba herido, aquella curandera, como la abuela, que le estaba dando un remedio, le dijo que la tierra natal era la mejor medicina y le señaló el camino. Mientras componía la historia a partir de palabras no dichas, todo le resultó familiar y su cuerpo frío se estremeció y se tensó en un espasmo final. El corazón le siguió, estremeciendo con violencia el árbol que le atravesaba la carne con una estaca, un árbol lleno de astillas que detuvo para siempre aquella bomba, y con ella, todas las sonrisas que había arrancado a la fuerza en su camino.

La noche es un sudario de oscuridad; su cuerpo está hecho de partículas negras, partículas de conciencia extinguida. Un cuerpo sin memoria no puede desarrollar voluntad; no queda nada salvo un único impulso que guiaba aquella existencia degradada: el hambre.

 

El viento lo arrastró hasta la puerta de una casa, la única en la calle con una luz encendida en medio de la noche invernal. Podría ser una de esas casas que vio en sueños, cuando vagos fragmentos de vida le aparecían más allá de cualquier comprensión. Una noche donde la gente y sus seres queridos cuelgan cintas de colores y adornos por toda la casa, festejan hasta tarde y hablan del brillante futuro que los espera. Cosas que le repugnaban: casas decoradas, llenas de emociones desbordadas, eran para él como un montón de comida insípida, intocable incluso muriéndose de hambre. Hambre… ¿muere… quién muere? La casa…

Sí, esa casa decorada era distinta. Dentro, un hombre hacía volar a una mujer hasta hacerla caer, mientras su herida exudaba algo… delicioso… y el hecho de que la mujer irradiara lo hizo agitarse un poco con los impulsos que recibía su corazón muerto. El hombre le resultaba atractivo, y lo conservaría para más tarde.

Y algo más respiraba y desprendía jugos dulces, aún más deliciosos que la mujer. No “algo”, sino alguien. Ese alguien salió por la ventana, y Dusky empezó a crecer tanto que uno de sus tentáculos ya estaba en una galaxia lejana, llena de habitantes fríos y hostiles como él; toda la morada de la némesis humana se agitó y comenzó a descender a través de su tentáculo.

 

El juego del gato y el ratón comienza; la mujer acaba de salir por la puerta, parece que busca a la criatura pequeña y asustada. Es lenta y débil, no puede luchar tanto, y no sería un buen recipiente para él. Se deshará de ella primero, y luego seguirá con el niño; no prestará atención al que los observa desde la ventana, pues no intervendrá. Ni siquiera la abuela… aunque lo lastimó la última vez, no recuerda cómo. Algo le dice que aún no debe temerle… todavía. Solo un poco de juego; el niño ya ha perdido casi todo el calor de su cuerpo, salvo el del corazón, que late con fuerza.

Finalmente lo alcanza en un callejón oscuro.


El niño estaba acurrucado contra la pared sin salida, entregándose por completo a su destino. Sus palabras –«Por favor, papá»– resonaron en el corazón de Dusky, que dibujó una amplia sonrisa, tomó el corazón del niño y lo congeló para siempre.


Dejan Sklizović reside y crea en Serbia, y su obra se publica en colecciones locales, regionales e internacionales. Publicó su primera colección independiente de relatos de terror extremo, Miasmic Landscapes, en 2023, mientras que la segunda (de terror cósmico metafísico), Black Particles, se publicó en 2024. En su obra, sus referentes incluyen a Thomas Ligotti y T.E.D. Klein, Algernon Blackwood, Poppy Z. Bright, Rudyard Kipling, Franz Kafka, H.P. Lovecraft, Ambrose Bierce, Robert W. Chambers, etc. Escribe ensayos y críticas de películas, libros, cómics y obras de arte de género. Su mezcla favorita de géneros es una atmósfera noir con una trama de terror cósmico y momentos extremos y extraños siempre que es posible. Sin embargo, está más que dispuesto a experimentar con otros subgéneros, como lo paranormal, lo sobrenatural o la fantasía oscura.

 

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