Ana Delia Carrillo
Lo
primero que sintió al bajar del automóvil fue un golpe seco de asfixiante
calor. Sin embargo, no dudó. Después de conducir largas horas por una carretera
vieja, polvorienta y monótona, finalmente había llegado. El desierto. Cuando
Noldi hablaba del desierto Diana siempre se imaginaba un lugar árido, de tierra
seca, cuarteada y de escasa vegetación, si acaso algunos cactus y arbustos; no
el paisaje abrumadoramente solo y desolador de arena dorada que parecía
extenderse interminablemente ante sus ojos. Dunas… dunas que se perdían en el
horizonte mezclándose con el cielo azul grisáceo, como deslavado, e
intensamente pintado de tonos rojizos y anaranjados.
En vano intentó encontrar con la mirada el sitio que buscaba; la
brillantez del sol reflejado en cada grano de arena le impedía ver con
claridad. Cubrió sus ojos con una mano procurándoles un poco de sombra y siguió
con su búsqueda, moviendo la cabeza de un extremo a otro. De pronto, a lo
lejos, alcanzó a ver una sombra proyectada en la arena. Sintió un hueco en el
estómago. Tuvo la certeza de haberlo encontrado.
Sin prisas, Diana dirigió sus pasos hacia el lugar que había originado
su viaje. Cinco meses habían pasado antes de que decidiera enfrentar el pasado
y con violencia los recuerdos se agolparon en su mente: Noldi sonriendo, con
esa sonrisa franca que la conmovía profundamente, asomado por la ventanilla del
auto, enviándole un beso con la mano en señal de despedida.
Ahora Diana se disponía a dar por terminada una espera desgarradora e
inútil. Siguió caminando con un aplomo que no imaginó sentir, dadas las
circunstancias. Estaba cada vez más cerca y el corazón le empezó a latir con
fuerza. Sus ojos distinguían ya las formas dibujadas en la arena. Cuando estuvo
a unos pasos de su objetivo, se detuvo. Ahí estaba, tal como le había sido
descrita, la gran cruz de madera burda y sin adornos montada en un pedestal de
piedra, cercada por una verja formando un rectángulo alrededor. Al centro,
apiñados en el suelo, se encontraban los restos de lo que adivinó habían sido
varios ramos de flores, ahora marchitos por el paso del tiempo y el efecto del
calcinante sol.
La tumba.
Observó durante largo rato las sombras de la cruz y la verja de madera
sobre la arena. Éstas iban alargándose conforme el sol hacía su recorrido por
el cielo. Se sentó a un lado de la tumba y recargó su espalda en uno de los
maderos de la cerca. Diana estaba decidida; pondría fin, de una vez por todas,
a la espera que había sufrido durante cinco meses. Se quedaría allí hasta
reunirse con Noldi; estaba cansada de vivir sin él.
Su mirada recorrió el vasto horizonte dibujado a lo lejos, mientras
pensaba en la extraña fascinación que Noldi siempre sintió por el desierto. Si
bien era obvio que el paisaje no era lo que Diana hubiera catalogado como
hermoso, sí encerraba una belleza sutil y, en cierto modo, cautivadora. Los
rayos del sol reflejados en los diminutos granos de arena, dotaban de
movimiento a las dunas doradas, ejecutando éstas una danza maravillosa e
interminable. El cielo, pintado con los tonos ocres de la tierra, hacía de éste
un espectáculo asombroso y, por demás, perfecto. Entendió entonces el amor de
Noldi por el desierto. Entendió, también, por qué ella se encontraba justamente
allí. Era un buen lugar para morir. Cansada, Diana cerró los ojos, perdiéndose
en sus pensamientos. Allí se quedaría hasta que llegara su hora, sin importar
el tiempo de espera.
De pronto sintió una opresión en el pecho que le impedía respirar bien.
La opresión empezó a crecer. De su pecho se extendió poco a poco al resto del
cuerpo. El aire se había vuelto denso, pesado, y sintió como si el cielo y las
dunas a su alrededor se le vinieran encima. Quiso abrir los ojos, pero no pudo
mover los párpados. Intentó levantarse, pero su cuerpo estaba inmovilizado por
una presión inaudita que la envolvía con fuerza. Se sentía como en el fondo de
una alberca muy profunda, atrapada por la presión del agua, sólo que lo que la
aprisionaba ahora no era agua sino la inmensidad del desierto. El ensordecedor
silencio que la rodeaba hacía que sus tímpanos estuvieran a punto de estallar.
El corazón latía cada vez más lentamente, haciendo un esfuerzo insólito para
bombear la sangre, que pareciera se había convertido en lava por la pesadez con
que recorría las venas del cuerpo. ¿Qué le ocurría? Ciertamente había
emprendido el viaje consciente de su decisión de morir, pero esto no era lo que
ella había supuesto; la muerte que había soñado llegaba pacíficamente, durante
el sueño, ¡no así! Sintió miedo… un pavoroso miedo que le recorrió todo el
cuerpo hasta llegar a la garganta y culminar en un grito desgarrador.
Súbitamente la opresión desapareció. Diana respiraba sin dificultad y su
corazón poco a poco recobraba el ritmo habitual. Abrió lentamente los ojos y
una insólita paz la invadió. El sol estaba a punto de fundirse con el horizonte
y las sombras de la noche se acercaban. Volvió su mirada hacia la cruz de la
tumba y rompió en llanto. Entendió el mensaje de Noldi, el mensaje del
desierto… Aún no era su tiempo. Diana quería vivir. Amaba la vida, aunque Noldi
no estuviese con ella. Continuaría esperando, ahora sin prisas, sin angustias.
Mientras tanto había que seguir viviendo. Se incorporó y dando unos pasos, se
colocó atrás de la cruz de madera. Extendió sus brazos hacia el cielo en un
intento de encerrar para sí la inmensidad que la rodeaba y sonrió. Lentamente
se aproximó a la cruz y plasmó en ella un beso suave y tierno. Se despedía de
Noldi. Llegado el momento… pero, ¿para qué pensar en eso? Debía seguir.
Encaminó sus pasos hacia el automóvil y no volvió la vista atrás.
Ana Delia Carrillo (Ciudad de
México, 1966). Escritora mexicana nacida en el Distrito Federal, hoy Ciudad de
México, vivió sus primeros veintiún años en Torreón, Coahuila, para luego
trasladarse a Puebla, donde residió por veintisiete años, y desde 2015 se mudó
a Jojutla, Morelos, donde vive actualmente. En 2007 obtuvo el tercer lugar en
el XI Concurso de Cuento Mujeres en Vida que organiza anualmente la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla por su cuento Cortados con la misma tijera, publicado en la revista Crítica No.
155. También ha aparecido en las antologías Extremos
(Puertabierta Editores, 2016), Latinoamérica
en breve (UAM Colección Gato Encerrado, 2017), Así vas a morir. La máquina que predice tu muerte. Antología de cuentos
(Lengua de Diablo Editorial, 2019) y e Historias
de camiseta, Antología de microrrelatos de fútbol (Editorial Micrópolis),
estos dos últimos, de próxima aparición. Es subdirectora del blogzine La
Langosta Se Ha Posteado: www.lalangostasehaposteado.blogspot.mx.

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