Sergio Gaut vel Hartman
Estaba
cansado de ser zurdo y aunque sabía que aún logrando escribir con la mano
derecha no probaría nada —tal vez que era un viejo obstinado—, lo entusiasmó el
desafío.
Encontró un talonario en desuso y un bolígrafo en el cajón
del escritorio. Mientras pensaba qué escribir empuñó el bolígrafo con la mano
izquierda; un gesto automático. Lo cambió a la otra mano y se sintió raro:
llevaba más de medio siglo escribiendo con la izquierda; probablemente era el
zurdo más viejo del mundo, ya que en su época de escolar los maestros eran muy
rígidos en lo referente a ese asunto y solían castigar a los que no se
corregían. Pero ese no era el punto. ¿Qué escribir?
"Prueba
número uno". Subrayó. Hasta subrayar le costaba un gran esfuerzo.
"Dextrógiro, por oposición a levógiro, indica una particularidad de la luz
polarizada". Observó el resultado: no estaba mal. Lo más difícil había
sido inducir a los músculos no entrenados para que efectuaran los giros y
espirales que exige la escritura. Habitualmente usaba la derecha para cortar,
aferrarse, sostener, rascarse; todos movimientos simples y toscos.
Dominar la técnica de la escritura con la mano inhábil,
escribió, involucra a la voluntad del individuo considerada como un conjunto,
como una masa homogénea, la misma que se requiere para modificar cualquier otro
rasgo de la personalidad, eliminar un vicio, superar una frustración. También
subrayó las tres últimas palabras.
En realidad el contenido era lo de menos; escribía para
ejercitarse. Sin embargo la intención escondida había salido a la luz: superar
una frustración. Ser zurdo lo hacía infeliz; en el pasado había sentido envidia
de los otros chicos, aunque se empecinara en ocultarlo. La escritura automática
con la mano derecha había desnudado la verdad en el segundo párrafo. También
reparó en otras tres palabras, modestas, casi invisibles, forzadas no por uno,
sino por muchos deseos insatisfechos: "modificar cualquier rasgo".
¿Se podía modificar tan básico algo con sólo desearlo? Eso era pura fantasía.
Había comprobado que podía transformar la torpeza de la mano derecha en una
cierta destreza, pero no había más que eso. La paradoja lo hizo sonreír: su
mano izquierda era diestra, ¿se volvería siniestra la derecha porque la
obligaba a un esfuerzo inusual?
Observó las palabras, satisfecho. Había ganado en soltura y,
aunque la caligrafía era claramente diferente, pronto no podría distinguirse al
zurdo del diestro. Era tentador explorar otras áreas, especialmente las
negativas. Haría una lista de las cosas que merecían ser cambiadas.
Escribió "cambiar" en la parte superior de una hoja
en blanco, y al hacerlo notó que acertaba el punto de la i como un experto.
Subrayó. Puso "personalidad" debajo de la palabra subrayada. Escribió "trabajo". Eso
caía de maduro, como consecuencia natural de lo anterior. Si cambia mi
personalidad no resistiré tres horas en esa cueva de ratas.
"Sexualidad". Para un hombre de edad, solitario y tímido, que jamás
ha vivido en pareja, ese asunto merecía un cambio radical. "Hijos".
Se detuvo. Era una exageración. El mecanismo puede ser el mismo para cambiar la
mano, el carácter, el trabajo, soledad por compañía. Pero algunas cosas,
Sacudió la mano; la estaba sometiendo a un esfuerzo
despiadado. Leyó lo que había escrito. Por primera vez le pareció una rotunda
estupidez, aunque el objetivo primario se estuviera cumpliendo
satisfactoriamente. Las últimas palabras mostraban una caligrafía sutil,
elegante; nadie que conocía era capaz de producir una letra tan bella con la
mano inhábil.
—¿Un mate, querido? —La voz, que venía de la cocina, lo
arrancó violentamente de sus cavilaciones. ¿Un mate? ¡Quién! ¿Quién era? ¿Quién
había hablado? Vivía solo, desde siempre. Un solterón en una gran casa vacía.
—No —contestó con voz trémula, inseguro. Nunca había tomado
mate. ¿Quién era esa mujer?
—¿Café, entonces? —La voz sonó más cerca. —¿Té?
—Café, bueno —dijo tragando con dificultad.
La mujer quedó en silencio, aunque era evidente que manejaba
los enseres de cocina con la familiaridad de quien lo ha hecho durante años.
¿Años? ¿De dónde había salido? ¿Era posible que los rasgos de la escritura, al
nadar contra la corriente, fueran capaces de invocar fuerzas desconocidas,
produciendo cambios verdaderos? Debía haber una buena explicación alternativa,
algo relacionado con bloqueos o amnesia.
—Está servido, ¿te lo llevo yo?
Tenía que ver a esa criatura fabricada con palabras. ¿Cómo
sería? ¿Joven? Un premio excesivo. No lograría llevársela a la cama. O sí, y
haría un papelón.
—Voy —dijo sin convicción. La ansiedad lo mataba, y la mano
volvía a dolerle.
—¿Dos de azúcar, como siempre? —dijo la mujer cuando él entró
a la cocina, sin mirarlo. Debía tener poco más de treinta años; era morena y
limpia, tal vez una sirvienta con la que se había terminado juntando por falta
de agallas para conseguir algo mejor. Era linda; y cuando lo miró por primera
vez a los ojos notó que los de ella eran verdes y grandes, hermosos ojos.
Se despertó a las cinco y media. La mujer, contra todos los
pronósticos, no se había desvanecido durante la noche. ¿Quién lo hubiera
imaginado? Le dolía cada hueso, cada músculo del cuerpo, y la mano, como si
cambiar la realidad demandara un esfuerzo físico análogo al que requiere el
acto sexual.
En silencio, para no despertarla, se sentó ante el escritorio
y sacó el talonario del cajón. Ahí estaba, intacto, lo que había escrito la
noche anterior. ¿Y si lo borraba? ¿Desaparecería la mujer sin dejar más huellas
que un hormigueo en los testículos? No se atrevía a correr el riesgo.
La persistencia de la alucinación, escribió, se apoya en las
perturbaciones que padece el sujeto y no en cualidades intrínsecas de lo
alucinado. Cuanto más creíble sea la alucinación, más profundo será el trauma
que la provoca.
¡Santo Dios, estoy loco! ¿Cómo puedo tomarme esto en serio?
No obstante, era lo mejor que le podía haber pasado, ya que actuaba como si no
lo estuviera.
El fenómeno se oficializaba al fijarlo en el papel, al ser
sustentado mediante una teoría. Releyó lo escrito y advirtió que, por primera
vez, el contenido se imponía a las palabras. Quizás estaba sumido en una
anomalía temporal. En ese caso los cambios durarían lo que tarda en volver una
pelota de goma que rebota contra el frontón. ¡Ahí estaba la clave! La entropía
se disponía a rebobinarse; durante un período indeterminado la lucha entre el
orden y el caos dejaba una cantidad de fenómenos atípicos a la deriva, y en ese
lapso todo era posible.
—¿Por qué te levantaste? —dijo la mujer, soñolienta—. Es muy
temprano.
Escribió apresuradamente. Cambiar esta sexualidad de viejo...
—¿Te pasa algo? —insistió la mujer.
—Nada, un momento, ya voy. —Lo asustó la posibilidad de
perder el control de los cambios, ya que ignoraba cuánto duraría la anomalía,
pero la urgencia del deseo lo dominaba. Desde cierto punto de vista estaba
conforme con lo obtenido aunque no lograra un sólo cambio más. El ímpetu con
que abrazó a la mujer despejó sus últimas dudas.
—No te reconozco —observó la mujer. Él rió en silencio. Soy
otro, sí. Le acarició el cuello y olió su perfume natural. Trató de no pensar
en la pelota de goma, a punto de abandonar el frontón para iniciar el camino
del rebote. Aunque bien mirado: si la entropía había gastado millones de años
para llegar hasta ese punto, no veía razones opuestas a su deseo de adherirse a
la pared como una lapa.
—Me pasaría el día metido en la cama, con vos —dijo
finalmente.
—Pero estás pensando en otra cosa; ¿en qué?
—Es un secreto.
—No deberíamos tener secretos.
—Esto sí. No te metas. –Una pizca de su ordinaria aspereza
asomó en las palabras. No estaba dispuesto a dejarse manejar por la mujer, o
por los cambios mismos, aunque lo hubiera logrado él, con su propio esfuerzo.
Aceptó quedarse unos minutos más, pero se escapó en cuanto
pudo. Se le habían ocurrido nuevos cambios; tenía que modificar la realidad
mientras fuera posible. Lo acosaban fantasías de poder; una nueva sensualidad
lo tomaba por asalto.
Cambiar, escribió, la inclemencia de los poderosos, la
enfermedad por salud; eliminar la hipocresía, incrementar el amor.
Lamentablemente no podía verificar el resultado de esos cambios, pero no tenía
derecho a detenerse.
Cambiar sueños desmoronados por sueños realizados...
—¿Qué te pasa? —dijo la mujer, sobresaltándolo.
—Estoy mal, y seguiré mal hasta que me digas cómo apareciste.
Ayer no existías.
—¿De qué estás hablando? Hace más de veinte años que estamos
casados.
—¡Imposible! —Las líneas que por un momento permanecieron
cruzadas habían empezado a separarse. No coincidían las edades, la casa se
modificaba ante sus ojos, como en los sueños. Pero mientras se sueña es real,
sólo deja de serlo al despertar. Encontró algo interesante, al vuelo. —¿Tenemos
hijos? —preguntó.
—Claro que tenemos, pero no viven con nosotros. ¿A qué viene
esa pregunta? No es posible que los hayas olvidado. —Estaba asustada.
—¿Dónde trabajo? ¿Soy un empleado de mala muerte o un genio?
—La mujer no contestó. —¿Te das cuenta que nada encaja? ¿Con qué mano escribo?
—Con la derecha —dijo la mujer.
—¿Siempre escribí con la derecha? ¿No soy zurdo?
—Que yo sepa, no. –Ahora estaba muy asustada.
—Tal vez fui zurdo hasta hace unas horas. Soñé una vida en la
que era un viejo solterón, amargado y gris; escribía con la mano izquierda.
—Con intentar escribir con la izquierda... no vas a poder.
—¡No! Podrían ocurrir cosas que no deseo. Quiero quedarme
solo por un rato; necesito pensar.
La mujer se fue. No tardó en escuchar los sonidos indicadores
de que había empezado a preparar la comida.
Cambiar el humor, escribió. ¿No logré cambiar la
personalidad? Era peligroso. A un cambio como ese seguirían otros, menos
deseados. Tachó cambiar el humor; seguiría siendo agrio. La mujer, desde la
cocina, protestó.
—¿Qué dijiste?
—Que termines con esas listas idiotas y vengas a estar
conmigo.
—¡Estuviste revisando los cajones!
—¿Por qué no? ¿Soy la sirvienta acaso?
Cambiar a esta bruja insufrible, escribió, por una dulce
soledad. Se detuvo; olió, escuchó, observó. El bolígrafo, suspendido entre el
índice y el mayor bailaba una danza tribal. Se levantó bruscamente.
Recorrió la casa de punta a punta. Ni rastros de la mujer. Le
estaba tomando la mano. ¡La mano! Sin embargo, volvió a sentir el temor de que
los cambios se anularan al restablecerse el equilibrio termodinámico. ¿Y si la
pelota quedaba pegada a la pared? Eso podía perjudicarlo a él.
Busquemos, escribió, una manera de estabilizar los cambios,
solidificarlos. La realidad se comporta negociando acuerdos, contrayendo
compromisos con los hechos. Lo real es
si existe un documento que lo pruebe. Son los papeles, y no el aliento, la
saliva, las heces, los que demuestran que existieron Newton y Torquemada,
Goethe y Parménides, Cleopatra y mi abuelo. Hoy por hoy, ¿es más real Swift que
Gulliver, Shakespeare que Hamlet?
Pasó revista a la realidad que había creado con la mano
derecha y la encontró satisfactoria. Tal vez fuera posible crear otra con la
mano izquierda, pero no arriesgaría el pozo jugando a ciegas. Le restaba
coronar la secuencia con un lance tan perfecto como invisible al ojo del
profano.
Inspiró y exhaló. Podía ser la última vez que lo hacía,
conjeturó. No le preocupaba.
Cambiar, escribió, mi discutible condición de ser humano
vivo, consciente de sí mismo, por la más firme y definitiva, de personaje de
ficción en un relato que tal vez alguien, algún día, llegue a leer.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro camino, Carne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos.

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