Gabriel
Trujillo Muñoz
El niño se detuvo a la entrada de la cueva. El sol
pegaba a pleno en su rostro pero a él no parecía importarle. Era primavera y lo
sabía: en sus manos llevaba un puñado de moras que habían cubierto su rostro
con un jugo espeso y delicioso. En el interior de la cueva, la luz de una
antorcha permitía atisbar algunos detalles de su estructura. El niño entró como
en su casa: sin titubear se dirigió a la izquierda y descendió por un pasillo
en espiral que iba pegado a las paredes. En el fondo de la caverna brotaba un
pequeño ojo de agua. El niño se inclinó a lavarse la cara, pero la voz surgida
de las alturas se lo impidió.
—Ven acá, Noran. Así como estás.
Noran alzó la vista y vio la escalera
de madera y un andamio en lo alto. Sobre este último, un hombre viejo que
portaba un delantal cubierto de pintura de distintos colores le urgía a subir. Dos
antorchas empotradas en las alturas le proveían de suficiente iluminación y
podía verse a su espalda figuras enormes de fuertes colores y trazos vivos.
—Ya voy, abuelo —contestó el niño y
comenzó a subir por la escalera.
—Apúrate. Necesito con urgencia de
esas moras. ¡No te las comas o te las verás conmigo!
Noran llegó en un instante junto a su
abuelo.
Este tomó las moras y las exprimió
sobre un pequeño cuenco y luego, con las manos pegajosas, se puso a pasarlas
por el muro liso.
—Acércate más —ordenó al niño y tomó
los restos de las frutas de su cara y los restregó también en el muro.
—Son moras buenas, no hacen daño —señaló
Noran con mirada ausente.
—Sirven para que el cielo se vea más
profundo. ¿Lo ves?
El niño lo veía. Pero el cielo era lo
que menos le interesaba. Prefería las figuras enormes que iban apareciendo delineadas
con pedazos de carbón. Los rostros que gesticulaban. Los cuerpos retorcidos. Los
puños que se alzaban contra el destino. El destino era una de las palabras
favoritas de su abuelo.
—¿Te gusta lo que ves, Noran?
Noran negó con la cabeza.
El abuelo dejó de pintar con las
manos y se quedó mirando a su nieto.
—¿Cuéntame por qué no te gusta lo que
pinto?
Noran señaló un ser que se
fragmentaba en tonos rojos y amarillos.
—Ese me asusta.
El viejo frunció el ceño ante el
comentario.
—Y si te dijera que precisamente por
eso lo pinté así, para dar miedo, ¿qué me dirías?
Noran se encogió de hombros como sí
eso no le concerniera.
Su abuelo tomó una de las antorchas y
la llevó al otro extremo del andamio.
—Esto es nuevo. Lo hice hoy por la
mañana, tú serás el primero en echarle el ojo. Te aseguro que no te va a
asustar. Te lo prometo.
Noran metió su mano en la bolsa de
provisiones y acarició su piedra de la suerte, un alabastro que su difunta
madre le había legado al morir dos inviernos antes.
—Ven y ve mi último añadido a mi obra
maestra.
La antorcha iluminó un rincón en la
parte más recóndita del muro. Ahí estaba una figura que flotaba en el aire. Una
muchacha envuelta en velos. Una hada que le sonreía desde su luz tan blanca.
—¿La recuerdas, Noran?
Noran tocó la piedra fría del muro y
acarició con cautela el rostro de su madre.
—Sí —dijo y las lágrimas acudieron a
sus ojos y rodaron por sus mejillas, limpiando su cara de los últimos restos de
moras.
—¿Ahora entiendes por qué hago esto?
Noran volteó a ver a su abuelo.
—¿Puedo venir cuando quiera a
visitarla, a platicar con ella?
El viejo asintió con una sonrisa de
comprensión.
—Todo lo que pinto tiene un
propósito, Noran. ¿Cuál crees que sea?
Al niño le costó trabajo apartar la
mirada del rostro de su madre, pero la pregunta lo intrigaba. Así había sido
siempre su relación con el padre de su madre: una serie de interrogatorios, una
clase interminable la que debía estar siempre alerta.
—Ver cosas. Ver lo que ya no es.
El viejo lo palmeó con tanta fuerza
que el andamio crujió ante aquella inusitada señal de afecto.
—Sí. Muy bien. Esta pintura mural es
mi manera de que la gente no olvide lo que fuimos, que sepa cómo echamos a
perder hasta la última esperanza. Tú y tu generación deben acudir aquí y
aprender de esta historia que yo cuento en imágenes. Para que no vuelvan a
cometer los mismos errores ni padezcan la misma ira, el odio enorme que
nosotros tuvimos que cargar por estúpidos.
Noran volvió su atención a la figura
de su madre.
El abuelo era así: una vez que uno
respondía correctamente empezaba a hablar para sí mismo y no había quien lo
parara. Su madre: muerta cuando él tenía siete años. Primero le salieron unas
ronchas y luego comenzó a toser sangre. Al final era tan frágil que cuando
Noran la abrazaba con fuerza oía crujir sus huesos.
—¿Para qué sirve recordar la muerte?
¿En qué nos ayuda que los muertos no se vayan?
Lo dijo en voz alta. Grave error. El
viejo dejó de cacarear sobre su pintura mural y guardó silencio, enfadado.
—¡Vete a jugar afuera! —le ordenó.
Y Noran salió volando por la
escalera. No se detuvo hasta que llegó a la orilla del río. Se acuclilló frente
a las aguas cenagosas que rugían a pocos metros de distancia. Un pez volador
saltó como un remolino de escamas multicolores. Pero sólo pudo mostrarse dos
veces en todo su esplendor: una medusa lo atrapó en su telaraña de tentáculos
rojizos, pero el pez volador soltó su ponzoña radiactiva en cuanto fue tocado. Ambos
seres murieron en un espasmo de arcos voltaicos y sordas explosiones. Noran ni
siquiera retrocedió ante aquella lucha a muerte. Ya estaba acostumbrado. Luego,
cuando el sol se hizo más intenso y sus rayos quemaban incluso la piel más
curtida, Noran se protegió en una terraza de montaña, donde rocas de diferentes
formas daban por igual sombra que protección contra los depredadores de la
comarca.
Desde ahí podía contemplar la ciudad
en ruinas donde había nacido nueve años atrás. La ciudad que su abuelo se
empeñaba en dibujar para que la humanidad no la olvidara. Noran pensaba que
todo eso era una pérdida de tiempo. La única ventaja es que la pintura aquella
mantenía ocupada la mente del abuelo. Desde que su madre muriera, cada uno
había buscado su propia manera de entretenerse. Su abuelo pintando ese mural
que llamaba: “El fin de la humanidad tal como la conocimos”. Un desperdicio,
sin duda. A nadie le importaba la vieja vida de antes. Los seres humanos que
vivieron en las ciudades como reyes de la abundancia y terminaron ahogándose en
su propio vómito. Solo quedaba de ella una montaña de cascajo y señales de
estática que atravesaban los cielos sin hallar respuesta. Y zonas muertas. Y
colinas de huesos que brillaban de noche. Y la tierra putrefacta que olía a
excremento y cadáveres.
Noran vio el sol que se ocultaba tras
la nube de polvo irrespirable, allá, en la lejanía. Se acurrucó despacio sin
hacer ningún ruido, en un hueco entre dos rocas. Invisible y atento a todo
cuanto lo rodeaba. Una hora después, un chasquido lejano le avisó que tenía
compañía. Sonido de pasos con un ritmo peculiar. Movimientos sigilosos entre
las sombras. El pozo del agua de la cueva era un secreto a voces. Los pasos lo
decían todo: era un niño como él. Tal vez un poco mayor en peso y estatura. La
figura se hizo visible a un lado de la entrada. Llevaba un cuchillo de
obsidiana en una mano y una lanza en la otra. Estaba preparado para cualquier
eventualidad.
Noran sacó de su bolsa la cerbatana y
puso el dardo en posición. El intruso saltó en ese instante, presintiendo el
peligro. Fue su último salto. El dardo le dio en el hombro y lo detuvo en seco.
Perdió el control de sus músculos y cayó cuan largo era. Noran se acercó al
sitio donde había caído el niño con la navaja suiza abierta de punta a punta. El
intruso aún podía mover los ojos cuando llegó a él. Parecía querer suplicar
algo. Contar algo valioso.
—No te preocupes —le susurró Noran
mientras le abría el cuello con su navaja—. No serás olvidado. Te lo prometo.
Unos momentos más tarde subía la
escalera de madera con un ánfora grande colgada a su espalda. A su abuelo aún
no le quitaba la molestia por su actitud de unas horas antes, pero la mirada
del padre de su madre se suavizó cuando vio el regalo que Noran le ofrecía.
—¿Qué es lo que traes? ¿Qué has
conseguido?
Noran abrió el tapón del ánfora y
dejó que su contenido escurriera hacia la paleta de colores de su abuelo.
—Rojo sangre —dijo con orgullo—. Y
abajo, junto a la hoguera, hay carne secándose.
El viejo tomó con las manos la sangre
que aún fluía del ánfora y se puso a pintar con vigor, como si apenas comenzara
su faena y no fuera ya de noche.
—Buen color. Firme y oscuro. —Murmuró
más para sí que para el niño.
Pero Noran no le prestaba atención.
El solo tenía ojos para ver a su
madre. Roja y morada. Luminosa y etérea.
La única figura de la humanidad que
no quería perder de vista.
El único pasado que realmente le
importaba contemplar.
La voz de su abuelo, sin embargo, lo
sacó de aquel estado contemplativo.
—Deja a tu madre en paz y ven acá.
Quiero que veas, al menos por una vez, todo el conjunto de mi obra. Necesito
que entiendas lo que estás viendo aquí.
Y empujándolo por la espalda, el
viejo lo condujo a una buena distancia de la pared pintada.
Con un movimiento de mano le dio
varias vueltas a una manija y, de pronto, como un milagro, la luz se hizo.
No la luz de las antorchas sino una
luz blanca y estable, sin sombras moviéndose al fondo.
—Esta es luz eléctrica —le dijo el
abuelo—. La magia de la civilización. Pero eso luego te lo explico. Quiero que
veas hacia la pared y me digas qué hay en ella.
Noran obedeció. Ahora la pintura
monumental de su abuelo podía apreciarse en todos sus detalles. Era como la
ciudad en ruinas pero sin las ruinas.
—Veo... veo lo que hay afuera... pero
con... más colores.
El viejo asintió ante aquella primera
interpretación de su obra.
—Exacto. Lo que ves es una calle. Mi
calle de niño. Cuando yo tenía tu edad.
Y acercándose a la pintura, su abuelo
fue mostrándole cada imagen que en ella se representaba.
—Y esta es mi casa. Pintada de verde.
Y esta es la tienda de la esquina, donde podías comprar cosas brillantes y
apetitosas.
Noran asentía ante aquella realidad
tan colorida y extraña.
Su abuelo parecía estar hablando y
respondiéndose al mismo tiempo.
—Y esto es un anuncio panorámico. Con
imágenes que destellaban.
—¿Anuncio?
—Era un aviso de las cosas que podían
ser tuyas. Este anuncio es de helados, por ejemplo.
—¿Helados?
El viejo cerró los ojos y puso cara
de gozo.
—Eran pedazos fríos de dulce.
Noran vio que el abuelo estaba
perdido en sus propias ensoñaciones.
Quiso retirarse, pero la manaza del
viejo cayó sobre su hombro.
—Dame tu mano izquierda—ordenó.
El niño se la dio sin protestar. Su
abuelo la tomó con cuidado y la metió en la olla repleta de sangre fresca y de
pigmentos. Y luego la presionó sobre su pintura, contra la pared de roca.
—Ahora también tú eres parte de esa
calle que ya no existe —le susurró.
Noran supo, en ese instante, como una
revelación largo tiempo demorada, que su abuelo acababa de vincularlo para
siempre con aquella obra.
Y se quedó mirando la huella de su
mano en la pared de la caverna.
Su marca en el mundo.
Tomado del libro Aires del verano en
el parabrisas (ICBC, 2009)
Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

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