lunes, 1 de diciembre de 2025

ROJOS Y MORADOS

Gabriel Trujillo Muñoz

El niño se detuvo a la entrada de la cueva. El sol pegaba a pleno en su rostro pero a él no parecía importarle. Era primavera y lo sabía: en sus manos llevaba un puñado de moras que habían cubierto su rostro con un jugo espeso y delicioso. En el interior de la cueva, la luz de una antorcha permitía atisbar algunos detalles de su estructura. El niño entró como en su casa: sin titubear se dirigió a la izquierda y descendió por un pasillo en espiral que iba pegado a las paredes. En el fondo de la caverna brotaba un pequeño ojo de agua. El niño se inclinó a lavarse la cara, pero la voz surgida de las alturas se lo impidió.

—Ven acá, Noran. Así como estás.

Noran alzó la vista y vio la escalera de madera y un andamio en lo alto. Sobre este último, un hombre viejo que portaba un delantal cubierto de pintura de distintos colores le urgía a subir. Dos antorchas empotradas en las alturas le proveían de suficiente iluminación y podía verse a su espalda figuras enormes de fuertes colores y trazos vivos.

—Ya voy, abuelo —contestó el niño y comenzó a subir por la escalera.

—Apúrate. Necesito con urgencia de esas moras. ¡No te las comas o te las verás conmigo!

Noran llegó en un instante junto a su abuelo.

Este tomó las moras y las exprimió sobre un pequeño cuenco y luego, con las manos pegajosas, se puso a pasarlas por el muro liso.

—Acércate más —ordenó al niño y tomó los restos de las frutas de su cara y los restregó también en el muro.

—Son moras buenas, no hacen daño —señaló Noran con mirada ausente.

—Sirven para que el cielo se vea más profundo. ¿Lo ves?

El niño lo veía. Pero el cielo era lo que menos le interesaba. Prefería las figuras enormes que iban apareciendo delineadas con pedazos de carbón. Los rostros que gesticulaban. Los cuerpos retorcidos. Los puños que se alzaban contra el destino. El destino era una de las palabras favoritas de su abuelo.

—¿Te gusta lo que ves, Noran?

Noran negó con la cabeza.

El abuelo dejó de pintar con las manos y se quedó mirando a su nieto.

—¿Cuéntame por qué no te gusta lo que pinto?

Noran señaló un ser que se fragmentaba en tonos rojos y amarillos.

—Ese me asusta.

El viejo frunció el ceño ante el comentario.

—Y si te dijera que precisamente por eso lo pinté así, para dar miedo, ¿qué me dirías?

Noran se encogió de hombros como sí eso no le concerniera.

Su abuelo tomó una de las antorchas y la llevó al otro extremo del andamio.

—Esto es nuevo. Lo hice hoy por la mañana, tú serás el primero en echarle el ojo. Te aseguro que no te va a asustar. Te lo prometo.

Noran metió su mano en la bolsa de provisiones y acarició su piedra de la suerte, un alabastro que su difunta madre le había legado al morir dos inviernos antes.

—Ven y ve mi último añadido a mi obra maestra.

La antorcha iluminó un rincón en la parte más recóndita del muro. Ahí estaba una figura que flotaba en el aire. Una muchacha envuelta en velos. Una hada que le sonreía desde su luz tan blanca.

—¿La recuerdas, Noran?

Noran tocó la piedra fría del muro y acarició con cautela el rostro de su madre.

—Sí —dijo y las lágrimas acudieron a sus ojos y rodaron por sus mejillas, limpiando su cara de los últimos restos de moras.

—¿Ahora entiendes por qué hago esto?

Noran volteó a ver a su abuelo.

—¿Puedo venir cuando quiera a visitarla, a platicar con ella?

El viejo asintió con una sonrisa de comprensión.

—Todo lo que pinto tiene un propósito, Noran. ¿Cuál crees que sea?

Al niño le costó trabajo apartar la mirada del rostro de su madre, pero la pregunta lo intrigaba. Así había sido siempre su relación con el padre de su madre: una serie de interrogatorios, una clase interminable la que debía estar siempre alerta.

—Ver cosas. Ver lo que ya no es.

El viejo lo palmeó con tanta fuerza que el andamio crujió ante aquella inusitada señal de afecto.

—Sí. Muy bien. Esta pintura mural es mi manera de que la gente no olvide lo que fuimos, que sepa cómo echamos a perder hasta la última esperanza. Tú y tu generación deben acudir aquí y aprender de esta historia que yo cuento en imágenes. Para que no vuelvan a cometer los mismos errores ni padezcan la misma ira, el odio enorme que nosotros tuvimos que cargar por estúpidos.

Noran volvió su atención a la figura de su madre.

El abuelo era así: una vez que uno respondía correctamente empezaba a hablar para sí mismo y no había quien lo parara. Su madre: muerta cuando él tenía siete años. Primero le salieron unas ronchas y luego comenzó a toser sangre. Al final era tan frágil que cuando Noran la abrazaba con fuerza oía crujir sus huesos.

—¿Para qué sirve recordar la muerte? ¿En qué nos ayuda que los muertos no se vayan?

Lo dijo en voz alta. Grave error. El viejo dejó de cacarear sobre su pintura mural y guardó silencio, enfadado.

—¡Vete a jugar afuera! —le ordenó.

Y Noran salió volando por la escalera. No se detuvo hasta que llegó a la orilla del río. Se acuclilló frente a las aguas cenagosas que rugían a pocos metros de distancia. Un pez volador saltó como un remolino de escamas multicolores. Pero sólo pudo mostrarse dos veces en todo su esplendor: una medusa lo atrapó en su telaraña de tentáculos rojizos, pero el pez volador soltó su ponzoña radiactiva en cuanto fue tocado. Ambos seres murieron en un espasmo de arcos voltaicos y sordas explosiones. Noran ni siquiera retrocedió ante aquella lucha a muerte. Ya estaba acostumbrado. Luego, cuando el sol se hizo más intenso y sus rayos quemaban incluso la piel más curtida, Noran se protegió en una terraza de montaña, donde rocas de diferentes formas daban por igual sombra que protección contra los depredadores de la comarca.

Desde ahí podía contemplar la ciudad en ruinas donde había nacido nueve años atrás. La ciudad que su abuelo se empeñaba en dibujar para que la humanidad no la olvidara. Noran pensaba que todo eso era una pérdida de tiempo. La única ventaja es que la pintura aquella mantenía ocupada la mente del abuelo. Desde que su madre muriera, cada uno había buscado su propia manera de entretenerse. Su abuelo pintando ese mural que llamaba: “El fin de la humanidad tal como la conocimos”. Un desperdicio, sin duda. A nadie le importaba la vieja vida de antes. Los seres humanos que vivieron en las ciudades como reyes de la abundancia y terminaron ahogándose en su propio vómito. Solo quedaba de ella una montaña de cascajo y señales de estática que atravesaban los cielos sin hallar respuesta. Y zonas muertas. Y colinas de huesos que brillaban de noche. Y la tierra putrefacta que olía a excremento y cadáveres.

Noran vio el sol que se ocultaba tras la nube de polvo irrespirable, allá, en la lejanía. Se acurrucó despacio sin hacer ningún ruido, en un hueco entre dos rocas. Invisible y atento a todo cuanto lo rodeaba. Una hora después, un chasquido lejano le avisó que tenía compañía. Sonido de pasos con un ritmo peculiar. Movimientos sigilosos entre las sombras. El pozo del agua de la cueva era un secreto a voces. Los pasos lo decían todo: era un niño como él. Tal vez un poco mayor en peso y estatura. La figura se hizo visible a un lado de la entrada. Llevaba un cuchillo de obsidiana en una mano y una lanza en la otra. Estaba preparado para cualquier eventualidad.

Noran sacó de su bolsa la cerbatana y puso el dardo en posición. El intruso saltó en ese instante, presintiendo el peligro. Fue su último salto. El dardo le dio en el hombro y lo detuvo en seco. Perdió el control de sus músculos y cayó cuan largo era. Noran se acercó al sitio donde había caído el niño con la navaja suiza abierta de punta a punta. El intruso aún podía mover los ojos cuando llegó a él. Parecía querer suplicar algo. Contar algo valioso.

—No te preocupes —le susurró Noran mientras le abría el cuello con su navaja—. No serás olvidado. Te lo prometo.

Unos momentos más tarde subía la escalera de madera con un ánfora grande colgada a su espalda. A su abuelo aún no le quitaba la molestia por su actitud de unas horas antes, pero la mirada del padre de su madre se suavizó cuando vio el regalo que Noran le ofrecía.

—¿Qué es lo que traes? ¿Qué has conseguido?

Noran abrió el tapón del ánfora y dejó que su contenido escurriera hacia la paleta de colores de su abuelo.

—Rojo sangre —dijo con orgullo—. Y abajo, junto a la hoguera, hay carne secándose.

El viejo tomó con las manos la sangre que aún fluía del ánfora y se puso a pintar con vigor, como si apenas comenzara su faena y no fuera ya de noche.

—Buen color. Firme y oscuro. —Murmuró más para sí que para el niño.

Pero Noran no le prestaba atención.

El solo tenía ojos para ver a su madre. Roja y morada. Luminosa y etérea.

La única figura de la humanidad que no quería perder de vista.

El único pasado que realmente le importaba contemplar.

La voz de su abuelo, sin embargo, lo sacó de aquel estado contemplativo.

—Deja a tu madre en paz y ven acá. Quiero que veas, al menos por una vez, todo el conjunto de mi obra. Necesito que entiendas lo que estás viendo aquí.

Y empujándolo por la espalda, el viejo lo condujo a una buena distancia de la pared pintada.

Con un movimiento de mano le dio varias vueltas a una manija y, de pronto, como un milagro, la luz se hizo.

No la luz de las antorchas sino una luz blanca y estable, sin sombras moviéndose al fondo.

—Esta es luz eléctrica —le dijo el abuelo—. La magia de la civilización. Pero eso luego te lo explico. Quiero que veas hacia la pared y me digas qué hay en ella.

Noran obedeció. Ahora la pintura monumental de su abuelo podía apreciarse en todos sus detalles. Era como la ciudad en ruinas pero sin las ruinas.

—Veo... veo lo que hay afuera... pero con... más colores.

El viejo asintió ante aquella primera interpretación de su obra.

—Exacto. Lo que ves es una calle. Mi calle de niño. Cuando yo tenía tu edad.

Y acercándose a la pintura, su abuelo fue mostrándole cada imagen que en ella se representaba.

—Y esta es mi casa. Pintada de verde. Y esta es la tienda de la esquina, donde podías comprar cosas brillantes y apetitosas.

Noran asentía ante aquella realidad tan colorida y extraña.

Su abuelo parecía estar hablando y respondiéndose al mismo tiempo.

—Y esto es un anuncio panorámico. Con imágenes que destellaban.

—¿Anuncio?

—Era un aviso de las cosas que podían ser tuyas. Este anuncio es de helados, por ejemplo.

—¿Helados?

El viejo cerró los ojos y puso cara de gozo.

—Eran pedazos fríos de dulce.

Noran vio que el abuelo estaba perdido en sus propias ensoñaciones.

Quiso retirarse, pero la manaza del viejo cayó sobre su hombro.

—Dame tu mano izquierda—ordenó.

El niño se la dio sin protestar. Su abuelo la tomó con cuidado y la metió en la olla repleta de sangre fresca y de pigmentos. Y luego la presionó sobre su pintura, contra la pared de roca.

—Ahora también tú eres parte de esa calle que ya no existe —le susurró.

Noran supo, en ese instante, como una revelación largo tiempo demorada, que su abuelo acababa de vincularlo para siempre con aquella obra.

Y se quedó mirando la huella de su mano en la pared de la caverna.

Su marca en el mundo. 

Tomado del libro Aires del verano en el parabrisas (ICBC, 2009)

Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

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