jueves, 11 de abril de 2024

EL CASTILLO DEL INGLÉS

 Víctor Lowenstein


Fragmento de un cuadro del pintor inglés Alfred Montagne

Éramos los mejores amigos del mundo. Vivíamos en el pueblo campero más alejado de Buenos Aires. Con los años todo ha cambiado un poco, pero nuestras vidas, como las de todos los de acá siguen siendo igual de tristes y aburridas, y a veces trágicas. 

Remigio tenía casi dieciocho años y terminaba el bachillerato. Tenía esperanzas de viajar a Buenos Aires luego de finalizar el ciclo escolar para estudiar algo relacionado con la agricultura. Sus padres explotaban una pequeña hacienda que no daba para mucho y encima cargaban con la discapacidad de un hermano menor, Lino, que había enloquecido de la nada unos años atrás y ahora vivía en estado catatónico, según dijo el médico. Yo tenía entonces tres años menos que el Remigio y ya trabajaba en la chacra paterna; ese era mi destino.

Nos juntábamos los sábados en el descampado cercano a la estación del tren, al pie de un tronco caído contra el que nos apoyábamos para tomar la cerveza que conseguíamos durante la semana y charlar de lo lindo de cualquier cosa. Para eso son los amigos. Extraño siempre aquellas reuniones. Desde ahí veíamos el terraplén de las vías; más allá, se alcanzaba a ver la torre de un caserón que había pertenecido a un inglés que fundó el pueblo. Por eso le decían “el castillo del inglés”, aunque de castillo sólo tenía esa torre que vaya a saber qué función cumplía; el caserón estaba en ruinas y nadie lo había visitado en años. Cargaba una fama de lugar siniestro en la que todos creíamos. Sobre todo Remigio.

Todos en el pueblo conocían la historia: su hermano menor había quedado loco luego de entrar al caserón, empujado por los amigos y por el mismo Remigio. Yo aún no lo conocía; por lo que me contaron, todo se debió a una tonta apuesta infantil entre pibes a ver quien se animaba a entrar a la casa solo. De alguna manera el pequeño Lino quedó como blanco de acusaciones de cobardía, por lo que se sintió obligado a oficiar como explorador único.

Por lo poco que me contó el Remigio, que no hablaba mucho de ese tema, lo esperaron toda la tarde frente al portón del “castillo”. Cuando empezaba a oscurecer Lino recién salió, pálido, y se puso a caminar sin decir nada hasta la hacienda familiar. Los demás se fueron apartando; el Remigio lo siguió con más curiosidad que culpa, le preguntaba todo el camino: ¿Qué te pasó?; ¿qué viste allá adentro? Y el Lino sin contestar, caminando como un sonámbulo. Quedó así para siempre. Yo mismo he ido a buscarlo al Remigio a su hacienda algún que otro sábado, y al llegar a la tranquera a menudo lo veía a Lino ahí apoyado quieto, pálido, con esos ojos azules siempre llorosos mirando el cielo sin hacer nada más. Algunos chacareros con los que me encontraba comentaban que se pasaba los días así, ellos trabajando la tierra y el hermano menor apoyado en la tranquera mirando el cielo sin moverse de ahí. La madre lo tenía que llevar al baño y darle de comer porque el Lino no podía hacer nada solo. El padre se volvió huraño con todo el mundo y al Remigio lo culpó siempre por descuidar del hermano, pero era todo tan raro lo relacionado con el castillo del inglés que las cosas quedaron como estaban y poco se tocaba ese tema.

El último sábado que pasé con Remigio, lo recuerdo como si fuera ayer aunque debe de haber sido hace ya muchos meses. Nunca podré olvidarlo. Yo estaba muy contento porque había conseguido una botella de whisky además de cerveza, y creí que pasaríamos una tarde animada contando chistes y hablando pavadas como siempre.

Sin embargo, Remigio estaba de mal humor. Se le notaba. Le pregunté qué le pasaba. Con pocas palabras me dio a entender que había discutido con el padre. No tenía más que decir; conocía de sobra su mala relación con su viejo y las razones… encima era un mal día, el clima horrible amenazando tormenta. Igual nos acomodamos junto al tronco caído y destapamos la primera botella, pero yo ya sentía que no iba a ser una tarde más.

Después de probar el whisky Remigio se soltó un poco. Primero reía; era el efecto del licor. Mientras nos íbamos entonando se fue poniendo más serio, se tomó media botella del Smuggler él solito y ya bien colocado me contó de nuevo la historia del hermano en el castillo del inglés. Como dije, muy rara vez se tocaba el tema entre nosotros. Se ve que esta vez era así de rara porque me la relató con todo detalle de principio a fin. Yo era su único amigo, creo, el único que le había quedado después de lo de su hermano por lo que en ocasiones como esa se soltaba y me contaba de nuevo los sucesos de aquella tarde. Yo lo escuchaba como si me la contara por primera vez, por respeto, porque se le daba por lagrimear cuando llegaba al final. Por otra parte, la tarde se prestaba para ese tipo de historia. El cielo negro y una llovizna fina que ignorábamos, la tormenta que se acercaba, la soledad del campo.

Escuchar al Remigio era como escuchar un cuento de miedo oído muchas veces. Cuatro chicos que llegan a una casona maldita. Tres que se burlan del más pequeño, que entra a la casona temblando de miedo; que no aparece por horas, que sale casi al caer la noche con la mirada llorosa y sin decir nada, y después… “yo corriendo atrás de mi hermano, preguntándole, muerto de miedo, con los ojos muy abiertos, mudo, mudo, como un muerto que camina…”

Me arrebató la botella de whisky y se puso de pie, rápido como el trueno que estallaba entre los nubarrones.

—Voy para el castillo —me dijo.

—¿Estás loco? —le reproché—. ¿Para qué vas a ir?

—¡Tengo que saber lo que pasó con mi hermano!

Lo seguí, diciéndole cosas inútilmente. Remigio estaba muy decidido, creo que desde hacía tiempo. La tormenta que se venía tampoco parecía importarle. Al llegar al portón de la entrada y viendo cómo forzaba el picaporte me entró tal desesperación que me ofrecí para acompañarlo. Se dio vuelta y me dijo casi a gritos: “Es mi problema, no tengo por qué meterte en esto”. Me pasó la botella y antes de desaparecer detrás del portón alcanzó a decirme que podía esperarlo si quería. Fue su despedida. Ahí se largó a llover fuerte y me refugié bajo el tejadillo de la cornisa a esperarlo.

Me vino bien la botella. Empezó a correr un viento frío y yo, acurrucado bajo el portón, pegaba un trago cada tanto y esperaba a que el Remigio saliera de un momento a otro.  

El Remigio no venía y me adormecí varias veces en ese rincón. La última vez que me desperté, más despabilado, la tormenta amainaba y el cielo estaba despejado. Caía la tarde, y el amigo no aparecía. Golpeé el portón a lo loco hasta que oí unos pasos adentro. Una mano movió el picaporte y el Remigio se asomó.

Lo vi distinto. Salió y se largó a caminar, como si nada. Lo seguí, seguro le habré hecho muchas preguntas, pero no contestaba. A mitad de camino al pueblo dobló para el lado de su hacienda; yo detrás. No entendía qué le pasaba y no lo entiendo ahora, pero en aquel momento me desesperé bastante. Recuerdo cómo lo alcancé para tirarle de la manga. Se me soltó despacio y siguió caminando a paso lento. Lo alcancé otra vez y me le puse delante y lo llamé por su nombre. Nada, pero le vi la mirada y se me hizo un nudo en la garganta. Tenía los ojos azules muy abiertos y llorosos, igual que el hermano, la mirada que le había visto tantas veces junto a la tranquera.

Quedé atrás porque ya no podía seguirlo. Me llené de angustia. Casi sin fuerzas le grité.

—¡Remigio! —Pero no me oyó, o no quiso oírme—. ¡Remigio! —le grité otra vez, sin poder contener mi propio llanto. No escuchaba.

Algún que otro sábado me acerco a la tranquera de su hacienda y los miro a los dos; al Remigio y al Lino. Miran el cielo, apoyados en los travesaños de rama y creo que los dos lloran. No me acerco mucho por el mismo respeto que siempre le tuve al Remigio. Un amigo de verdad, antes que todo esto pasara.  


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 




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