Elina, que había sabido ser amiga y algo más del hijo, fue esa mañana temprano a visitar al viejo.
Un sueño durante la noche anterior le anticipó lo que iba a pasar durante la visita.
Elina deslizó la traba del portón que daba al jardín y entró. Un perro atado ladró varías veces. Era un caserón antiguo en la provincia de Buenos Aires, de esas casas grandes con jardín, galería y patio, frescas en verano, frías en invierno.
El viejo estaba sentado bajo la parra; medio en la sombra se podía ver la curva de su barriga y un poco el pelo blanco. Sostenía en una mano un libro. Algunos rayos de sol se filtraban entre las hojas. Las facciones de la cara del viejo eran casi las mismas de antes. La cara era un espejo adelantado en años a la del hijo, un espejo que devolvía en la imagen lo que el tiempo podía hacer.
Hacía calor y las cigarras cantaban.
Sentado en una mecedora antigua, de mimbre, el viejo dormitaba, el calor era pegajoso.
Elina, que había llegado casi en puntas de pie se sentó frente a él; el anciano estaba con los ojos cerrados, roncaba.
La mecedora se movía impasiblemente como si la respiración del viejo la hamacara.
El viejo abrió un poco los ojos y se encontró con la figura de la mujer a la que recordaba más joven y con más belleza.
Si hubiera sido más joven y mi belleza se conservara intacta, pensó el viejo, que pensaba Elina, no estaría aquí. El viejo sonrió apenas, con algo de malicia y dijo:
—Qué bueno que viniste, no te esperaba.
—Yo tampoco sabía que iba a venir —dijo Elina. Al viejo le gustaba hablar y a Elina escuchar.
—Anoche soñé con él, era joven y buen mozo, como siempre. Era la fiesta de mi casamiento con Jeanette, bailábamos —afirmó el viejo—. Jeanette, que era una mujer ya grande se veía joven y linda.
—Y él, ¿qué hacía? —pregunto Elina
—En principio, miraba. Nunca le gustó Jeanette ni que yo me volviera a casar. Inteligente, complejo, Francisco era intrincado también.
Comprendió enseguida que hablaba de un fantasma, que había vuelto y que estaba muerto, o tal vez no. Elina sintió que se le erizaba la piel. La historia se repite, pensó.
De sueño en sueño, la silueta fantasmal de Francisco se presentaba.
El viejo empezó a contar anécdotas de su vida, el pasado se hacía presente en la narración, como en tantas cosas.
Había transcurrido el tiempo y Francisco seguía viviendo entre ellos, los que lo recordaban.
Era inminente su aparición.
Después de un rato una ráfaga de viento abrió de golpe el portón del jardín y el conjurado entró.
Vestido íntegramente de blanco como el Gran Gatsby, parecía venir de una fiesta o tal vez de algún funeral; caminaba despacio por las lajas esquivando el pasto y la tierra que a esa hora se ponía más seca.
El semblante del viejo había cambiado desde que escuchó el sonido del portón abriéndose, parecía asustado.
—¿Qué le pasa? ¿Tiene miedo? —preguntó Elina.
—Está viniendo muy seguido, no puedo vivir así —contestó el viejo.
Enseguida se incorporó mientras la mecedora seguía hamacándose sola.
Se escucharon pasos. Elina se quedó sentada en la silla, esperaba un desenlace.
El viejo entró en la casa, buscó algo en la cocina, tal vez un arma.
Francisco se acercó a Elina, ella se incorporó, quería verlo cara a cara.
—Quedate sentada —dijo Francisco y entró enseguida en la casa. Elina no le hizo caso y lo siguió. Se quedó de pie en el jardín.
El viento cálido empezó a arremolinar las hojas secas que anticipaban la llegada del otoño. Se escuchó el grito de unos buitres que volaban alto, revoloteaban. Daban vueltas a una altura considerable sobre el jardín, con las alas desplegadas, seguramente en busca de alguna presa.
Poco después se abrió la puerta que daba a la galería y Francisco salió, tenía un cuchillo en la mano y lo arrojó al pasto. El metal quedó cubierto por unos gramillones largos.
Francisco siguió caminando, Elina iba detrás.
No cruzaron palabra casi hasta el final.
Ya en el portón de calle Elina dijo:
—¿Por qué viniste?
—Tenía que hacerlo, había que matarlo.
—Ya lo sé —dijo Elina y continuó—: Ahora podremos vivir, ahora no podrá soñarnos.
El calor se había tornado insoportable.
Las dos siluetas se fueron caminando barranca abajo, hacia el río, se perdieron entre las sombras de los árboles.
Araceli Otamendi nació en Quilmes, Provincia de Buenos Aires. Vive en la ciudad de Buenos Aires desde los nueve años. Graduada en Análisis de Sistemas, Universidad Tecnológica Nacional, ejerció esa profesión durante varios
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