Oscar De Los Ríos
Encontré el reloj en la trastienda de una librería de viejo. Apareció caído en un estante al mover algunos libros Estaba cubierto de tierra y telarañas, pero de todos modos advertí de inmediato que era realmente valioso. En el cuerpo que sostenía la maquinaria había un círculo con una corona estampada sobre el que se leía una inscripción grabada: “Samuel Martí 1865 A.1”. Era obvio que se reconocía el trabajo de un ebanista talentoso.
Sin limpiarlo, comprobé que la cuerda y el sistema de vaivén se ponían en acción como recién aceitados. Le di cuerda a las dos máquinas y, desempolvando los cristales con la manga del pullover, lo puse a quince minutos, hecho esto, apreté el botón de bronce, como si fuese a jugar una partida. Inmediatamente se formó en mi mente la imagen de un hermoso tablero de ajedrez, con los escaques de madera encastrada, alternando entre el ébano y el nogal; las piezas estaban torneadas y talladas en quebracho negro y blanco; pude sentir el agradable peso en mis manos. El primer movimiento se produjo y supe que me tocaban las negras. Mi tiempo comenzó a correr. Respondí a la jugada con peón rey y entramos en una francesa. Sí, entramos, pues ante mí se hallaba ahora sentado un anciano de rostro venerable y sonrisa pícara; que al tiempo que atusaba su bella barba blanca, con una mano de dedos largos y afilados, jugaba Ad3, y mi tiempo empezaba otra vez a correr. Pasamos al medio juego y ante mi sorpresa, el viejito, tras sacrificar un caballo y un peón me dio mate. Un brillo burlón se insinuó en sus ojos azules. Jugamos dos partidas más con final de bandera roja. El vejete también las ganó. Un poco contrariado –nada me saca más de quicio, que perder tres partidas seguidas–, me dirigí a la puerta del local con el reloj y dos revistas en las manos. Estaba saliendo cuando me llamó una bella señorita.
—¡Señor!... ¡Señor!
Me di vuelta, intranquilo. La voz de la joven sugería que estaba cometiendo una falta, aunque desconocía cuál.
—Las revistas, no las pagó y… eso, usted no lo traía cuando entró.
Me miré las manos como si fueran de otro, jamás me había ocurrido algo así. ¡Irme sin pagar, como un ladrón, era inadmisible! No supe qué contestar, estaba perplejo.
—¡Perdón! ―alcancé a balbucear―, es la primera vez que me pasa.
Busqué ayuda paseando la vista por el local desierto y, al no encontrarla en las mesas donde se amontonaban los libros de oferta, dirigí los ojos hacia las alturas. Otra vez el viejo fanfarrón, el que me había ganado tres partidas seguidas, me observaba desde el ovalo perfecto de un retrato.
—¡Él! ―grite, apuntando con el índice al retrato—. ¡Él tiene la culpa!
La empleada me miró desconcertada sin atinar qué hacer; yo parecía petrificado, con una mano levantada y el índice apuntando acusador.
De pronto, una altísima puerta se abrió entre dos estanterías, dejando paso a una mujer anciana y encorvada por el peso de los años.
—¿Qué es lo que ocurre, querida? —le preguntó a la empleada; la viejita parecía ser la dueña del comercio.
—Este señor ―dijo señalándome, mientras yo seguía apuntando al viejo, como si en ello me fuera la vida―, se iba sin pagar, con dos revistas de ajedrez y ese absurdo aparato que solo Dios sabe de dónde lo sacó.
—Por los gritos creí que era algo más grave. Y usted ―dijo la anciana—, ¿acaso conoce al hombre del cuadro?
—Solo sé que es un jugador muy fuerte y, con perdón, un pedante ―le contesté visiblemente enojado, sin dejar de apuntarlo.
—¡Por favor! ―repitió la anciana, ahora visiblemente emocionada—, venga conmigo y hablemos.
Ante tan amable invitación acompañe a la anciana y cruzamos la puerta que daba a una hermosa sala, mientras la empleada me miraba de mal modo y comentaba por lo bajo:
—Es mejor llamar a la policía que meter a un ladrón en la casa.
Le dirigí una sonrisa burlona antes de quedar fuera de su vista.
Nos sentamos en unos cómodos sillones estilo Chippendale, con cojines de pana azul y, tras servirme una taza de té –tenía sobre una mesa ratona todo el servicio dispuesto–, me contó lo siguiente.
—El hombre del retrato es mi padre; él fundó está librería hace ochenta años. Fue una persona muy culta y un gran jugador de ajedrez, y ―agregó dejando escapar una risa nerviosa— cuando ganaba se ponía, como usted perfectamente lo describió, pedante. Recuerdo que organizaba torneos en el salón de la librería y terminada su partida iba de una mesa a otra con un brillo burlón en los ojos azules, dando consejos sobre cómo se debía jugar una partida; y todos daban por sentado que había ganado. Ese reloj que usted sostiene en sus manos era, junto con este antiguo juego de ajedrez, su posesión más preciada. Al morir me llamó junto a su lecho; recuerdo que el cura ya estaba en la casa y con el hisopo rociaba la estancia formando una cruz con el agua bendita.
—Escúchame con atención hija ―me rogó con voz queda— quiero que cuando ya haya dejado este mundo tomes mi reloj y lo escondas entre los libros y revistas de este fabuloso juego que tanto he amado. Quien lo encuentre será el que lo reciba como legado, claro que además de hallarlo deberá ser el adecuado para poseerlo.
—¿Cómo sabré quién es el adecuado, padre? —Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas y su voz se volvió trémula, ante el recuerdo.
—No te preocupes, llegado el momento lo sabrás. —Y tras decir esto recibió la extremaunción y murió.
—El reloj fue encontrado por unos pocos en las décadas que lleva agazapado en la estantería, entre los libros. La mayoría no sabía qué era ese artefacto y hasta hoy solo uno de ellos preguntó qué hacía en los estantes de una librería un reloj de ajedrez, pero resultó que ese no sabía jugar.
Sacando de un cajón de una mesa de arrimo un fino pañuelo de encajes, la anciana se enjugó las lágrimas, tomó mis manos entre las suyas y las besó.
—Usted, lo sé, es a quien esperaba y, si lo acepta puede quedarse con él. Ya creía que iba a morir sin cumplir su última voluntad.
Está de más decir que lo acepté.
Luego de despedirme de la buena mujer, volví al local de la librería; la empleada tras cambiar unas palabras con la anciana me abrió las puertas del local, a las que había echado llaves y, sin mirarme y ni hablarme me mostró el ancho de su espalda.
Cuando al otro día quise volver a la librería de viejos con un obsequio que había comprado, para disculparme con la hermosa empleada, estaba cerrada por duelo.
Algunas noches, cuando me hallo de buen humor y tengo fe en mí, tomo el reloj de ajedrez y le doy cuerda, lo pongo a quince minutos y activo su mecanismo. En alguna de estas ocasiones logro ganar una que otra partida y, el viejito, desde el otro extremo del tablero me sonríe afablemente.
Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). El cuento "El reloj", pertenece al libro de cuentos fantásticos de ajedrez Hic Sunt Dracones, aún inédito.
Precioso cuento, Oscar. Me encantó la atmósfera (no sé por qué, pero diríase "polvorienta") y, sobre todo, la resolución.
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