Abdul Hadi Sadoun
Todos los lugares de Madrid me recuerdan a las mujeres, excepto Malasaña.
Sucedió que conocí el barrio
de Malasaña en el que hacía, tal vez, mi tercer año en Madrid, finales de los
setenta, “dejando Bagdad un poco más lejos de lo que estaba”, como dije en uno
de mis viejos poemas (sin ganas de volver al cuaderno de los recuerdos lejanos,
apoyándome en el misericorde olvido de lo que soporté en mi país). Fui
conociendo Madrid y sus barrios, paseando sin descanso cada día de un lugar a
otro, como un beduino sediento de las luces de una ciudad sin igual para él.
Luego tomé al pie de la letra el consejo de un árabe instruido (lo llamaban “el
sostén de los exiliados árabes”), al que conocí en un restaurante marroquí, que
cuando me encontró vacilando con el español y disimulando mi vergüenza, cortado
y retraído, captó mi atención (tras un plato de cuscús grasiento) diciéndome:
«Estás en una ciudad abierta, es un pecado que te cierres… No vas a conocerla,
a menos que conozcas a sus mujeres. El beso y la cama son la clave para que se
te suelte la lengua». En mí caso, lo aprendí a pie juntillas, pero cada vez que
lo intentaba, me veía enamorado de una extranjera como yo, sin ninguna esperanza
en la española madrileña, como fue el caso de mi última amiga, de nacionalidad
búlgara, estudiante de máster como un servidor, a la que conocí en un curso
sobre la novela latinoamericana contemporánea, ambos enamorados de la gran
Remedios, que voló con las sábanas un fabuloso día de cien años de soledad.
Nuestra relación fue a más hasta parecer un matrimonio de extraños en un país
extraño. Nos apoyábamos el uno en el otro, sin olvidar o dejar fuera, eso sí,
la idea de conocer a una española cada vez que salía de casa, algo de lo que se
percató mi compañera, por lo que me vigilaba con acritud por si meneaba la
colita o movía las cejas piropeando el trasero de una mujer.
La idea fue suya. Me llamó y me dijo que quería que nos viéramos ese día en
Malasaña, en la plaza Dos de Mayo, concretamente. Vivíamos separados, cada uno
en su apartamento y en barrios alejados uno del otro. Solíamos quedar los fines
de semana para echar un polvo y pasarlo bien, algo así como un programa
concretado y aceptado por ambas partes. Yo no había oído hablar de Malasaña y
hasta me extrañé y no entendí lo que significaba. Recuerdo que repetí el nombre
con mi acento bagdadí y mi vocabulario español renqueante, Mala Seña, Maña
Seña…, ¿dónde podía encontrarla?, me pregunté como un estúpido sin tener la
menor idea. Ella se echó a reír y sus carcajadas me atravesaron el oído, que
tenía pegado al auricular del teléfono, para acabar oyéndola deglutir amablemente
su acento para decirme finalmente: «No te preocupes, pardillo lindo, hay mucha
gente malvada que sabrá indicarte el lugar». Me dejó con mi confusión después
de acordar que nos veríamos a las ocho de la tarde de ese mismo día, un viernes
soleado y maravilloso que yo esperaba con ansiedad tras dos semanas de ayuno.
Llegué a la plaza más de media hora antes que mi amiga, como era habitual
en mí, por miedo a no saber llegar a la hora acordada, y al haber llegado
temprano, me encontró en medio de la plaza, sentado en la terraza de una
cafetería, observando el mundo, el tumulto, ruidoso, tomándome mi cerveza
helada tras la fatiga y las innumerables preguntas para poder dar con Malasaña,
que no Mala Seña, como pensé y por lo que se rio de mí mi amiga y todo aquel al
que consulté después, sin que nadie me corrigiera, como si me subestimaran o
les hiciera gracia mi retorcido juego lingüístico.
Estaba como quien, desacostumbrado del juego de la observación, lo hubieran
hecho volver a él, de tal modo que no me daba cuenta de nada de lo que ocurría
en la plaza, excepto cuando me llamaba la atención alguna cosa, pero así tal
cual, sin precisar nada en concreto ni con un fin predecible. Observaba y
sonreía, feliz de lo que me rodeaba, como si al fin hubiera encontrado mi lugar
en una ciudad enorme como Madrid. Y en el instante exacto en el que levantaba
el vaso para verter la cerveza en mi panza, serena ante la certeza de una grata
velada, lo oí preguntarme si me apetecía conseguir un Don Quijote.
Al volverme hacia el lado de donde salió aquella seductora frase no
distinguí más que la apariencia de un joven ataviado con ropa estampada y ancha
que ondeaba con la brisa. Llevaba la cara pintada con todos los colores
conocidos del arcoíris, y con el pelo se había fabricado una masa que se le
quedaba de pie y parecía la cresta de un gallo de pelea de un rojo chillón.
—Antes de responder a mi pregunta, ¿me dejas que te acompañe unos minutos?
Con tu permiso, me pediré una cerveza y te explicaré la clase de Don
Quijotes que vendo.
Para ser preciso refiriendo la cuestión, todo el tiempo que pasó sentado
conmigo, permanecí hipnotizado, inmerso en su persona y en sus palabras. No
recuerdo haber participado en la conversación más que con un movimiento de
cabeza o una sonrisa, el resto fue cosa suya. No calló ni un segundo,
hablándome de la plaza, y que él y sus amigos, que ocupaban Malasaña desde por
la tarde hasta que se hacía de noche, saldrían antes o después para ayudar a
los oprimidos en cualquier momento, “exactamente como Don Quijote”.
—¿Sabes? En cuanto te vi asomar por la plaza, me dije: Este extraño que
mira a todas partes no conoce Malasaña ni sus secretos. Por eso me he acercado,
presentándome voluntario en lugar de mis compañeros, para acompañarte y
explicarte todo lo que quieras. Pero, antes de nada, no entenderás lo que te
rodea sin obsequiarte primero con una lámina dibujada especialmente para ti. ¿Y
qué dibujo es ese? Pues Don Quijote, nuestro caballero de la triste figura como
tú, el combatiente al que temen los caballeros como yo, el hombre sediento de
justicia, el rompecorazones de las doncellas y el que desbarata las miradas de
las princesas y las señoras de los castillos. Mira mi mano, observa mis dedos
grabando para ti este noble rostro al que no le falta, naturalmente, su
ayudante y escudero, guía de sus pasos, el buen y prudente Sancho… Pero, mira
bien lo que hago, mi dibujo no se parece a ningún otro.
Luego apartó de la mesa su equipo con un golpe mágico y ocurrió que se
llenó con los papeles y los colores. A continuación, me ordenó que disfrutara
con el espectáculo de la plaza sin mover la cabeza a derecha e izquierda, para
que él pudiera personificar mi aspecto en su dibujo. Me contó que el suyo era
especial, y se diferenciaba de los dibujos de las otras mesas, algo en lo que
ponía tesón, para no ser un farsante que vendiera Don Quijotes iguales.
Entonces se puso a tatarear una balada mientras esparcía sus colores sobre la
hoja y sus finos dedos pasaban sus huellas coloreadas sobre el blanco.
No le quité ojo en todo el tiempo, y de no ser por la nuez que le
atravesaba la faringe y la ronquera adolescente de su voz rajada, no habría
dudado ni por un segundo de que era la mujer más hermosa del mundo: labios
finos, nariz ligeramente alargada, frente despejada y prominente y manos
delgadas de artista. Mientras movía sus dedos teñidos, yo atendía al tintineo
de los aros de sus largas orejas, brillantes como dos lunas vecinas.
No tardó mucho en mostrármelo, como si tuviera el dibujo grabado en su
imaginación, y me pidió que esperara. Le dio un trago a la cerveza que le
quedaba en el vaso y entonces se levantó. Me pareció una estatua gigante,
delgada, con largos ropajes que arrastraban por el suelo, en lo que parecía una
cola que lo acompañaba como un apéndice allá donde iba.
Instantes después, sacó de su maletín granate una bolsa de color azul,
metió la mano derecha por su abertura para extraer lo que parecía harina morena
y se puso a recitarme al oído el conjuro de los caballeros de la primera parte
de Don Quijote, mientras esparcía la harina, la tierra, la ceniza, o lo
que fuera, sobre la hoja del dibujo, mezclándose todo y desapareciendo los
rasgos y las líneas. Con la última frase me proclamó “caballero ambulante”,
como la mayoría de los caballeros de Malasaña, desplegados, en secreto o
públicamente, por sus calles, apartamentos, esquinas y rebeldes grietas. Cogió
la hoja y sopló como un genio que acabara de salir de la lámpara mágica de
Aladino, expulsando lo que se extendía sobre la hoja, para acabar volando y difuminándose
sobre las mesas, los corros de gente y las cabezas apiñadas de las criaturas
que ocupaban la plaza por todos los flancos.
Solo entonces, y con una sonrisa similar a esa sonrisa de las bellas
mujeres tímidas, me entregó mi dibujo al tiempo que me daba dos besos en las
mejillas, despidiéndose con la esperanza de vernos pronto. «No me olvides, rey
moro», dijo y echó a andar dándose la vuelta hasta alcanzar la última esquina
por detrás de mí, quizás para probar suerte en otras cafeterías.
Por un poder mágico, hallé entre mis manos mi lámina de Don Quijote,
especial para mí: Yo aparecía con mi rostro, subido en Rocinante, con cara
gorda y vientre hinchado, y detrás de mí, Sancho, también con mis facciones y
flaco como un palo. Caminábamos por una calle abarrotada de Bagdad, de las que
dejé atrás y pensé haber olvidado.
Suspiré profundamente y los ojos se me llenaron de lágrimas. Francamente,
no pude sobreponerme a la sorpresa, e inconscientemente me giré buscándolo,
pero no di con él. Le perdí la pista por completo.
Desapareció por detrás de un montón de mesas, repletas de gente de todo
tipo. Tuvo que haber entrado en una de las calles laterales hasta desaparecer
de mi vista, pero mientras me giraba buscando su rastro, ocurrió algo que no
podría retratar, ni yo mismo ni un fotógrafo experto en festejos. De repente, vislumbré cómo las esquinas de
las calles de frente a donde yo estaba sentado se abrían cual bocas gigantes
para propulsar un huracán en forma de confeti multicolor, seguido de una
multitud de toda clase, sexo y profesión imaginable.
La nube gigante avanzó hacia nosotros, hacia la plaza Dos de Mayo, guiada
por hombres y mujeres recitando, bailando y cantando al son de tambores
africanos. Luego, con el golpe de un mago hábil, se trasformó todo lo que había
a mi alrededor en lo que parecía la plaza Fna de Marrakech: encantadores de
serpientes, vendedores de gominolas y bebidas, vendedores de rosas, vendedores
de comida, carros engalanados con bailarinas de la danza del vientre, payasos,
acróbatas, mujeres con trajes victorianos, andalusíes esbeltas con ropajes
inequívocos, gitanos, rubios, morenos, negros, esclavas, afeminados, enanos y
niños en el papel de enanos, tintoreros, médicos, maestros, escribanos,
cocineros, y muchos más, maquillados o sin maquillaje, en cueros o medio en
cueros y con trajes de época, algunos se remontaban a los tiempos de Mohámmad
I, el fundador de Mayrit, y otros imitaban a los hippies y esa etapa de los
pantalones de campana, y muchas otras más sobre las que no me alcanza la
memoria. Y después vino la traca final: Se abrió la nube blanca sobre el
vendedor de Quijotes y se quitó de su cuerpo escuálido las guirnaldas de papel
que me habían hecho compañía minutos antes, llevando al extremo su disfraz de
caballero de la triste figura. Avanzó hacia mí, hacia mí concretamente, girando
y girando como un derviche en una sesión sufí. Estaba relajado, absorto, a
pesar de la danza y el desenfreno. Todo daba vueltas a su alrededor, a nuestro
alrededor, a mi alrededor, como si solo él estuviera a mi lado. Después me vi
imitar al caballero triste, girando entre ellos y con ellos en la danza de los
tambores, moviendo mi cuerpo y ladeándolo como ellos, bamboleo que creo que me
duró hasta la madrugada. Yo era una copia de aquella lámina suya en la que me
dibujó como Sancho con un cuerpo delgado en pos del que iba él, con el aspecto
de un Don Quijote grueso y rechoncho.
No hace falta que os anuncie que
mi amiga la búlgara me desterró de su paraíso porque en realidad había sido
testigo de mi encuentro y me vio en compañía de aquella mujer adornada con
cientos de colores chillones, así que volvió por donde vino pensando que en su
ausencia había estado echándole los tejos a una fémina. No le di importancia.
Siempre había mantenido la esperanza de hallarme en la ventana de una
madrileña, una gata de verdad, que es lo que me ocurrió muchos años después.
La cuestión es que no volví a Malasaña más que en contadas ocasiones, y
cada vez que eso sucedía, sentía la sacudida de aquellos tambores, mi cuerpo se
sobresaltaba y me mecía entre su humo, su gente y sus calles, aunque después de
aquel día no volví a ver a mi amigo, el hombre con ropa estampada que vendía
los Don Quijotes, cuya lámina sigo conservando hasta la fecha y que,
como una cruz, ha decorado cada cuarto que he alquilado y casa en la que he
vivido en Madrid, de norte a sur.
Debo reconoceros ahora, tantos años después, que todos los lugares de Madrid me recuerdan a las mujeres y Malasaña, la primera.
Abdul Hadi Sadoun (Bagdad – Irak,
1968). Es escritor, hispanista, y editor. Es profesor de lengua y literatura
árabes en la universidad Complutense de Madrid. Como autor participó desde el
año 2000 hasta hoy en muchos festivales y encuentros literarios en el mundo
árabe, España, Latinoamérica y Europa. Su trabajo poético ha sido reconocido de
diversas maneras: II Beca Antonio Machado (Fundación Antonio Machado, Soria,
España, 2009), Huésped distinguido de ciudad de salamanca (2016), y IX
Distinción Poetas de otros mundos (Fondo Poético Internacional, 2016). Es autor
de una larga lista tanto en árabe como en castellano, entre ellos se destacan: Siempre
Todavía (2010) Campos del extraño (2011), Memorias de un perro
iraquí (2016), Sencillo equilibrillo (2022), y País portátil
(2023).

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