viernes, 5 de diciembre de 2025

EN LA TERMINAL

Myriam Goluboff

 

El silencio: eso es lo que más le gustaba. Estar en medio de toda aquella gente y sentir el silencio. Solo ocurría allí, en el edificio del aeropuerto. Apenas oía, a veces, un murmullo sordo. Y no era porque estuviera solo, ni porque faltaran las conversaciones. No, era porque ese espacio se tragaba los sonidos.

Esa fue la razón para quedarse. Odiaba el ruido ensordecedor de la autopista, los camiones que lo adelantaban tocando la bocina, la señora del cuarto izquierda que gritaba a su hijo, los vítores que llegaban desde el bar en las noches de partido.

Cuando cerró la persiana de la librería, ese viernes, supo que no iba a salir más de ahí adentro.

Deambuló por la gran nave, se montó en las cintas transportadoras, corrió tras un carrito y caminó con calma. Dio vueltas por los free shops hasta encontrar lo necesario para armar un campamento. Luego tomó una ensalada y un café con crema en el bar donde acostumbraba a parar antes de ir a su casa, donde le atendía la rubia de falda estrecha y generoso cuerpo.

Volvió dando un paseo y contando una a una las columnas: cinco amarillas, siete naranjas…, hasta estar de vuelta en su flamante hogar. Llevaba en su mano una gran bolsa con la compra, abrió con sigilo la puerta y entró rápidamente; allí estaban las estanterías con los libros y con los diarios y revistas, y el suelo de madera que se diferenciaba de la piedra que dominaba en el aeropuerto. Se echó a dormir bajo una de las mantas que había comprado y usó la otra como almohada. Así pasó la noche, hasta que sonó la alarma de su teléfono móvil.

Eran las ocho de la mañana y tenía aún mucho tiempo hasta la hora de abrir el local, a las nueve.

Descubrió que no había pensado en el baño, pero ya no había marcha atrás posible. Tenía que salir afuera de la librería, a los aseos cercanos. Entró al de minusválidos; era grande, cómodo, individual, y casi nunca se usaba, podría hacerlo suyo, asearse con tranquilidad, sin problemas. También tendría que comprar ropa nueva y mantenerla cuidada. Recordó la lavandería del hotel y supo que encontraría la solución.

Al volver apoyó las manos y los pies sobre el suelo con firmeza, y comenzó los ejercicios de cada mañana: arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo…Al terminar su gimnasia, le gustaba tocar sus brazos fuertes, musculosos. Para él, eso era la vida; moverse, sentir la sangre corriendo por las venas. Luego iría a desayunar y por la tarde saldría a recorrer los locales vecinos para buscar una buena camisa. Vivía en un aeropuerto, tenía que estar elegante, como si viajara en primera. Así quería que lo imaginaran los que lo vieran dando vueltas por las puertas de embarque, los que no lo hubieran visto en el mostrador, cobrando los libros.

Pensó que durante las horas de trabajo debía quitarse las lentillas. Usaría unas gafas estrechas, de marco de color, que había visto en la boutique. Tenía que elegir bien el tono,  llamativo pero austero al mismo tiempo, de vendedor de periódicos y revistas de moda, como personaje del Hola.

Así fue como Agustín Robles, a las ocho y veintidós de la mañana, salió por la puerta de la librería y se mezcló con los escasos viajeros que a esa hora caminaban por el aeropuerto.

Ese sería siempre su paisaje. Lo miró con atención: la imagen de la amplia nave hablaba de limpieza, eficiencia, velocidad; las suaves curvas revestidas de bambú creaban un ambiente acogedor. Todo tenía que ser impecable, allí no había dramas.

Algunas veces se producía un caos, pero ese caos no podía ser una variable cotidiana.

La terminal era una enorme puerta que recibía y despedía a los viajeros. Y él no se movería de esa puerta, no le gustaba el mundo exterior. Vivir en esa frontera era lo mejor que podía hacer. Tenía que conseguir un ordenador portátil y esa puerta de la ciudad sería también la puerta del mundo.

Revivió su cuarto, el que había dejado en el apartamento de Tres Cantos, la estrecha escalera por la que subía cuando volvía del aeropuerto, la puerta con el Jesús pequeño y dorado que había encontrado al mudarse –un talismán puesto por los antiguos dueños– y que no había atinado a quitar, aunque él, a una iglesia, hacía ya muchos años que no entraba. Y luego el diminuto hall al que abría; en un lateral, la cocina y al frente la sala pequeña pero acogedora, con su mesa a un lado y al otro los sillones.

Y se vio ahí, sentado, la morena cabeza de Laura apoyando sobre sus muslos y él acariciándola durante horas mientras miraban películas de terror, las que su novia disfrutaba tanto.

Pero, ¿por qué se acordaba de todo eso ahora? Cada vez que le aparecía una imagen, era Laura en el baño, Laura en la cocina, Laura en la cama...

Laura en la cama: tres años en que nunca había rescatado ni una imagen de ella dormida, cuando acurrucaba su cuerpo contra el de él buscando el brazo que la rodeara y la mano que se apoyara mansa sobre su pezón aún virgen. Otras Laura habían ocupado ese espacio, unos días, o unos meses, pero entonces no había recuerdos, solo había ese presente, hasta que otro presente se superponía y lo desplazaba. Pero ahora, solo, frente a ese escenario casi vacío, sus recuerdos lo llenaban de Laura. Ahí podía rescatarla, la atrapaba, la tenía otra vez consigo.

Los días pasaban rápidamente, uno tras otro, siempre sonriendo a los clientes que se acercaban al mostrador. En estos años había aprendido algunas palabras en todos los idiomas. Su oído fino retenía las expresiones y podía luego repetirlas. Así, aunque solo en ese instante, establecía un vínculo de empatía con su cliente. Ese era su mundo; y el bar, y la camarera. Palabras sueltas, sonrisas, y luego el adiós.

Relaciones, atracciones, repulsiones, hasta algún sentimiento súbito de deseo inalcanzable. Todo ocurría en esos segundos o escasos minutos, en ese micro-tiempo del paso por la tienda, o cuando le cobraba la rubia del bar, apurada por la llamada de otros clientes.

 A la semana de estar allí, comenzaron a suceder las desapariciones. Por los altavoces llamaban a pasajeras que habían facturado pero que no aparecían a la hora del vuelo. Eso producía enormes complicaciones, bajaban todas las maletas nuevamente para separar las suyas y se retrasaban las salidas.

Era el misterio del aeropuerto, su agujero negro. Ocupaba páginas y páginas de los periódicos, que desarrollaban distintas hipótesis.

Agustín Robles estaba angustiado, su situación irregular podía hacerlo blanco de sospechas. Hasta ahora nadie parecía saber qué quedaba allí, tras las mamparas que separaban su mundo privado del hall de la terminal. Por las noches soñaba las desapariciones. Se veía a sí mismo acechando hasta que aparecía Laura, la melena hasta el hombro, acercándose desde el final del largo pasillo, cimbreando su cuerpo mientras avanzaba. Y luego la veía pasar y desaparecer diluyéndose en el espacio. Porque Laura desaparecía en cada una de las mujeres que desoían las llamadas a embarque y que tampoco volvían a sus casas. La soñaba cada noche, y cada noche en sus sueños volvía a esfumarse.

La policía privada tenía prácticamente ocupado el aeropuerto. Interrogaban a todos los empleados para buscar algún indicio. Dos o tres veces, distintas personas le preguntaron por su horario, si no había visto nada raro, si recordaba alguien que acosara a alguna de las mujeres desaparecidas. Le mostraron retratos para ver si podía identificar a alguna. Él miraba con temor, pero ninguna era Laura.

Estaba cada vez más preocupado, se sentía cada vez más culpable. No reconocía a las mujeres que le mostraban, pero se sabía débil, pensaba que si descubrían su refugio lo considerarían sospechoso. Así que, apenas cerraba el local, repetía los gestos habituales de cuando vivía en la ciudad: pasaba por el mismo bar y allí tomaba su café o comía su ensalada ligera.

Lo que había soñado, el sentirse seguro y libre por el aeropuerto, se había terminado. Y cuanto más permanente era su angustia, más lo perseguía el recuerdo de Laura y más veía su cara en todos los carteles que aparecían por el hall del aeropuerto.

No sabía cómo desaparecer sin que nadie se diera cuenta. No podía abandonar su trabajo, eso llamaría más la atención.

Pero debía salir de allí en alguno de los aviones para ir… ¿a dónde? ¿Dónde podría estar tranquilo y sentirse libre?

Tenía aún derecho a una semana de vacaciones y no dudó en pedirla. Buscó las ofertas y decidió que iría a Gambia: las playas y el mar azul, con los árboles tropicales detrás. La tranquilidad que rezumaban las fotografías que aparecían en Internet lo habían subyugado. Compró su pasaje y comenzó a pensar en los días que tendría de tranquilidad y de paz. Y así fue como logró, sentado en el asiento del avión, mirando desde arriba el colchón blanco de nubes, olvidar sus inquietudes, olvidarse de Laura, olvidarse de sí mismo y dormir tranquilo.

Pensaba que ese lugar, donde la gente hablaba una jerga incomprensible lo mantendría aislado y a salvo. Estaría tranquilo en su habitación, mirando la playa y el mar desde la ventana, sin conversar con nadie, sin que nadie lo molestara. Comería allí mismo y quizás, cuando viera que la arena se extendía infinita sin que nadie paseara por ella, bajaría a caminar por la orilla del mar.

Al llegar a Gambia salió inmediatamente del aeropuerto y tomó un taxi. Como en todas las ciudades del mundo, los taxistas se entendían en cualquier idioma y lo llevaron rápidamente a su hotel en la costa.

La habitación era tal como la había imaginado, con una amplia ventana desde donde se veía nítidamente dibujada la franja curva de arena blanca y se podía contemplar y escuchar el romper de las olas cuando la mordían.

Se sintió seguro y pensó que esa paz lo iba a salvar. Se tiró sobre la cama pensando en dormir sin límite y eso hizo ese primer día hasta que, por la noche, cuando se había puesto el sol, bajó a caminar por la orilla en la absoluta soledad de las sombras. Sintió la tibieza del aire en el cuerpo, y se relajó zambulléndose en la rompiente.

Cuando volvió al hotel se sentía nuevo y se apoyó sobre el mostrador del bar para tomar una cerveza. El camarero era alto, grueso, de pelo enrulado y gran conversador políglota.

Estaba hablando animadamente con unos ingleses, cuando le dijo en un español bastante claro: ¿vio lo que pasó en el aeropuerto? ¿Se enteró al bajar del avión?

Él no tenía idea de nada. Su viaje había sido tranquilo y más aún la llegada. Decididamente, no había visto nada extraño.

—No sé qué puede haber pasado —contestó.

—Desapareció una pasajera. Había salido muy temprano del hotel. El taxi la dejó en el aeropuerto, pero no subió al avión. Estamos preocupados. Toda la policía está investigando lo que puede haber pasado.

Agustín Robles sintió una opresión en el pecho. Ahora no podría quedarse tranquilo en su habitación. Un turista debe hacer excursiones y no podría salir por la noche porque eso también resultaría extraño. ¿Qué podía hacer un visitante solitario, cuando no hay ya nadie en la playa, agazapado tras las brumas de la noche? Sabía que eso podía resultar sospechoso, y pensó que era necesario huir de ese lugar. Pero ya no era posible, allí tendría que quedarse, pasara lo que pasara.

Pensó que era inevitable que relacionaran su nombre con los dos aeropuertos donde ocurrían esas cosas extrañas. Era como un denominador común, el enlace que necesitaban los investigadores. Sería blanco inmediato de sospechas. Y él se sentía culpable, no lo podía evitar y eso se notaría en los interrogatorios y pensarían que escondía algo.

Ya no se sentía seguro, había perdido la tranquilidad de la vida en la terminal, y la semana que se tomó para separarse de la tensión de las investigaciones estaba resultando mucho peor. No estaba a gusto en el mundo real, le molestaba la gente.

No estaba dispuesto a hacer una vida de turista normal.

Se quedaría en su habitación como había planeado, aunque con la angustia de la espera de unos golpes en la puerta, unos golpes que vinieran a interrogarlo, o quizás a buscarlo.

Y en ese estado de espíritu, cuando encendió la TV para relajarse antes de dormir, vio que estaban proyectando una película de las que compartía con Laura y se dispuso a mirarla tendido sobre la cama.

Entonces vio la escena, tan clara como si estuviera sucediendo delante de sus ojos: Él persiguiendo a Laura cuando iba al trabajo desde la casa de sus padres. Y ella, negándose a hablar con él, escapando. Él frenando el coche y metiéndola adentro. Él llevándola a un descampado. Él bajándola con fuerza del coche y pegándole con una rama en la cabeza. Él viéndola caer y cómo no se levantaba. Él corriendo hacia el coche. Él saliendo a toda velocidad por las calles, subiendo a su casa, sentándose en el sillón, encendiendo la TV y mirando, una tras otra, las películas de terror que a ella tanto le gustaban.

Miró la pantalla. Un hombre, sentado en el sillón, acariciaba a una mujer que apoyaba la cabeza sobre sus rodillas, mientras en la pantalla del televisor se veía un personaje desencajado con un palo en la mano, pegándole a la mujer hasta que ella caía al suelo sin fuerzas.

Aquella mañana fue la última vez que la había visto, tirada, sobre la hierba. Tenía que encontrarla otra vez, tenía que ver cómo se acercaba moviendo su cabeza, su melena ondulante. Ella tenía que ir a buscarlo a la terminal para llevarlo a casa.

La semana se le hizo interminable, esperando cada día que otra mujer desapareciera y buscando excusas para no salir a la calle, o hacía demasiado calor, o le había hecho mal esa comida que nunca había probado antes. Y así solo salía al atardecer, y deambulaba hasta entrada la noche en que volvía a tomar su cervecita y a buscar sus temores y sus sueños reflejados en la pantalla del televisor.

Por fin llegó el día de la partida. Estaba tan tenso y cansado como cuando arribó a esa tierra paradisíaca que no pudo disfrutar. Llamó a un taxi y enfiló hacia el aeropuerto, deseando que allá, por arte de magia, todo se hubiera acabado.

Por los altavoces llamaban insistentemente a una mujer que debía presentarse en la puerta de embarque. Todo el aeropuerto estaba expectante, todos los de su vuelo temían el inevitable atraso. La inquietud se podía leer en los ojos de las mujeres. Los baños estaban vacíos, en las confiterías se miraban los unos a los otros.

Pero con su avión no hubo problemas, salió justo en hora y tomó rumbo hacia Madrid. Allí se sintió seguro. Pensó que tendría que trabajar en los aviones, salir del aeropuerto y sentir siempre la paz de ese lugar, suspendido a mil metros sobre el suelo. Quizás esa era la solución. Conocía a algunos pilotos, hablaría con ellos.

El viaje resultó tranquilo. Entre comidas, películas anodinas, y algunos sueños, llegó el momento en que escuchó las palabras siempre tan esperadas: «Dentro de diez minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Madrid, abróchense los cinturones, pongan vertical el respaldo del asiento, la temperatura es de veinte grados».

Estaba llegando.

Con su pequeña maleta de mano, enfiló hacia la salida.

Y cuando estaba llegando a la puerta vio, tras los cristales, un coche que partía y en su interior, en el asiento de adelante, la inconfundible cabeza de Laura, su sonrisa, su pelo que ondulaba aun sin el viento. Pero no podía estar seguro, quizás la había confundido, la había imaginado. Pero quizás también era ella, y entonces, no había desaparecido...

Respiró el aire puro, miró a lo lejos el horizonte nítido de la sierra, dio media vuelta y entró nuevamente al aeropuerto hacia el local de libros y periódicos, su oficina.

Cuando llegó allí dos hombres estaban hablando con el empleado. Al acercarse, lo miraron y escuchó una voz sonora que le decía:

—¿Agustín Robles, verdad?

—Sí, ese soy yo.

—Cuerpo especial de policía de la terminal. Tiene que acompañarnos.

—¿...? —preguntó con la mirada.

—Hemos encontrado pertenencias de las mujeres desaparecidas en este local. Tiene que contarnos dónde estaba el....

Agustín Robles se puso pálido, sintió que se oprimía su garganta y le faltaba el aire en los pulmones. Su estómago se retorcía y el corazón amenazaba con estallar. La comida que le habían servido en el avión pugnaba por salir, las piernas le temblaban y deseaba, más que nada en el mundo, correr hacia el baño.

Los miró fijamente, esbozó una helada sonrisa y los siguió con la convicción de que, por fin, todo había terminado.

Myriam Goluboff, Bs As 1935, arquitecta UBA, en Coruña desde 1975, profesora de proyectos en la ETSA, a partir de su interés por descubrir la energía en el arte, sigue un periplo que la lleva a investigar en la calidad de los lugares para la vida y la sumerge en la relación de la arquitectura con el medioambiente, la ecología y la salud. En el año 2002 un encuentro fortuito la conecta con la página literaria Ficticia, allí nace “miriam chepsy” que se zambulle en la mundo de la minificción. El contacto con los escritores Levrero y Onetto la conecta con su subconsciente y pasa sus noches tecleando relatos y poemas que vuelca en la red y en su chepsy.net En el año 2011 Araña editorial publica su libro Mundos imaginados. Participa en diversas antologías y en 2015 publica su novela Selva. En 2017 publica para sus amigos una primera versión de Ciudades imposibles, libro de relatos que Medulia editorial publicaría luego en 2021.


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