Myriam Goluboff
El silencio: eso es
lo que más le gustaba. Estar en medio de toda aquella gente y sentir el
silencio. Solo ocurría allí, en el edificio del aeropuerto. Apenas oía, a
veces, un murmullo sordo. Y no era porque estuviera solo, ni porque faltaran
las conversaciones. No, era porque ese espacio se tragaba los sonidos.
Esa fue la razón para quedarse.
Odiaba el ruido ensordecedor de la autopista, los camiones que lo adelantaban
tocando la bocina, la señora del cuarto izquierda que gritaba a su hijo, los
vítores que llegaban desde el bar en las noches de partido.
Cuando cerró la persiana de la
librería, ese viernes, supo que no iba a salir más de ahí adentro.
Deambuló por la gran nave, se montó
en las cintas transportadoras, corrió tras un carrito y caminó con calma. Dio vueltas
por los free shops hasta encontrar lo necesario para armar un
campamento. Luego tomó una ensalada y un café con crema en el bar donde
acostumbraba a parar antes de ir a su casa, donde le atendía la rubia de falda
estrecha y generoso cuerpo.
Volvió dando un paseo y contando
una a una las columnas: cinco amarillas, siete naranjas…, hasta estar de vuelta
en su flamante hogar. Llevaba en su mano una gran bolsa con la compra, abrió
con sigilo la puerta y entró rápidamente; allí estaban las estanterías con los
libros y con los diarios y revistas, y el suelo de madera que se diferenciaba
de la piedra que dominaba en el aeropuerto. Se echó a dormir bajo una de las
mantas que había comprado y usó la otra como almohada. Así pasó la noche, hasta
que sonó la alarma de su teléfono móvil.
Eran las ocho de la mañana y tenía
aún mucho tiempo hasta la hora de abrir el local, a las nueve.
Descubrió que no había pensado en
el baño, pero ya no había marcha atrás posible. Tenía que salir afuera de la
librería, a los aseos cercanos. Entró al de minusválidos; era grande, cómodo,
individual, y casi nunca se usaba, podría hacerlo suyo, asearse con
tranquilidad, sin problemas. También tendría que comprar ropa nueva y
mantenerla cuidada. Recordó la lavandería del hotel y supo que encontraría la
solución.
Al volver apoyó las manos y los
pies sobre el suelo con firmeza, y comenzó los ejercicios de cada mañana:
arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo…Al terminar su gimnasia, le gustaba
tocar sus brazos fuertes, musculosos. Para él, eso era la vida; moverse, sentir
la sangre corriendo por las venas. Luego iría a desayunar y por la tarde
saldría a recorrer los locales vecinos para buscar una buena camisa. Vivía en
un aeropuerto, tenía que estar elegante, como si viajara en primera. Así quería
que lo imaginaran los que lo vieran dando vueltas por las puertas de embarque,
los que no lo hubieran visto en el mostrador, cobrando los libros.
Pensó que durante las horas de
trabajo debía quitarse las lentillas. Usaría unas gafas estrechas, de marco de
color, que había visto en la boutique. Tenía que elegir bien el tono, llamativo pero austero al mismo tiempo, de
vendedor de periódicos y revistas de moda, como personaje del Hola.
Así fue como Agustín Robles, a las
ocho y veintidós de la mañana, salió por la puerta de la librería y se mezcló
con los escasos viajeros que a esa hora caminaban por el aeropuerto.
Ese sería siempre su paisaje. Lo
miró con atención: la imagen de la amplia nave hablaba de limpieza, eficiencia,
velocidad; las suaves curvas revestidas de bambú creaban un ambiente acogedor.
Todo tenía que ser impecable, allí no había dramas.
Algunas veces se producía un caos,
pero ese caos no podía ser una variable cotidiana.
La terminal era una enorme puerta
que recibía y despedía a los viajeros. Y él no se movería de esa puerta, no le
gustaba el mundo exterior. Vivir en esa frontera era lo mejor que podía hacer.
Tenía que conseguir un ordenador portátil y esa puerta de la ciudad sería
también la puerta del mundo.
Revivió su cuarto, el que había
dejado en el apartamento de Tres Cantos, la estrecha escalera por la que subía
cuando volvía del aeropuerto, la puerta con el Jesús pequeño y dorado que había
encontrado al mudarse –un talismán puesto por los antiguos dueños– y que no
había atinado a quitar, aunque él, a una iglesia, hacía ya muchos años que no
entraba. Y luego el diminuto hall al que abría; en un lateral, la cocina y al
frente la sala pequeña pero acogedora, con su mesa a un lado y al otro los
sillones.
Y se vio ahí, sentado, la morena
cabeza de Laura apoyando sobre sus muslos y él acariciándola durante horas
mientras miraban películas de terror, las que su novia disfrutaba tanto.
Pero, ¿por qué se acordaba de todo
eso ahora? Cada vez que le aparecía una imagen, era Laura en el baño, Laura en
la cocina, Laura en la cama...
Laura en la cama: tres años en que
nunca había rescatado ni una imagen de ella dormida, cuando acurrucaba su cuerpo
contra el de él buscando el brazo que la rodeara y la mano que se apoyara mansa
sobre su pezón aún virgen. Otras Laura habían ocupado ese espacio, unos días, o
unos meses, pero entonces no había recuerdos, solo había ese presente, hasta
que otro presente se superponía y lo desplazaba. Pero ahora, solo, frente a ese
escenario casi vacío, sus recuerdos lo llenaban de Laura. Ahí podía rescatarla,
la atrapaba, la tenía otra vez consigo.
Los días pasaban rápidamente, uno
tras otro, siempre sonriendo a los clientes que se acercaban al mostrador. En estos
años había aprendido algunas palabras en todos los idiomas. Su oído fino
retenía las expresiones y podía luego repetirlas. Así, aunque solo en ese
instante, establecía un vínculo de empatía con su cliente. Ese era su mundo; y
el bar, y la camarera. Palabras sueltas, sonrisas, y luego el adiós.
Relaciones, atracciones,
repulsiones, hasta algún sentimiento súbito de deseo inalcanzable. Todo ocurría
en esos segundos o escasos minutos, en ese micro-tiempo del paso por la tienda,
o cuando le cobraba la rubia del bar, apurada por la llamada de otros clientes.
A la semana de estar allí, comenzaron a
suceder las desapariciones. Por los altavoces llamaban a pasajeras que habían facturado
pero que no aparecían a la hora del vuelo. Eso producía enormes complicaciones,
bajaban todas las maletas nuevamente para separar las suyas y se retrasaban las
salidas.
Era el misterio del aeropuerto, su
agujero negro. Ocupaba páginas y páginas de los periódicos, que desarrollaban
distintas hipótesis.
Agustín Robles estaba angustiado,
su situación irregular podía hacerlo blanco de sospechas. Hasta ahora nadie
parecía saber qué quedaba allí, tras las mamparas que separaban su mundo
privado del hall de la terminal. Por las noches soñaba las desapariciones. Se
veía a sí mismo acechando hasta que aparecía Laura, la melena hasta el hombro,
acercándose desde el final del largo pasillo, cimbreando su cuerpo mientras
avanzaba. Y luego la veía pasar y desaparecer diluyéndose en el espacio. Porque
Laura desaparecía en cada una de las mujeres que desoían las llamadas a
embarque y que tampoco volvían a sus casas. La soñaba cada noche, y cada noche
en sus sueños volvía a esfumarse.
La policía privada tenía
prácticamente ocupado el aeropuerto. Interrogaban a todos los empleados para
buscar algún indicio. Dos o tres veces, distintas personas le preguntaron por su
horario, si no había visto nada raro, si recordaba alguien que acosara a alguna
de las mujeres desaparecidas. Le mostraron retratos para ver si podía
identificar a alguna. Él miraba con temor, pero ninguna era Laura.
Estaba cada vez más preocupado, se
sentía cada vez más culpable. No reconocía a las mujeres que le mostraban, pero
se sabía débil, pensaba que si descubrían su refugio lo considerarían
sospechoso. Así que, apenas cerraba el local, repetía los gestos habituales de
cuando vivía en la ciudad: pasaba por el mismo bar y allí tomaba su café o
comía su ensalada ligera.
Lo que había soñado, el sentirse
seguro y libre por el aeropuerto, se había terminado. Y cuanto más permanente
era su angustia, más lo perseguía el recuerdo de Laura y más veía su cara en
todos los carteles que aparecían por el hall del aeropuerto.
No sabía cómo desaparecer sin que
nadie se diera cuenta. No podía abandonar su trabajo, eso llamaría más la
atención.
Pero debía salir de allí en alguno
de los aviones para ir… ¿a dónde? ¿Dónde podría estar tranquilo y sentirse
libre?
Tenía aún derecho a una semana de
vacaciones y no dudó en pedirla. Buscó las ofertas y decidió que iría a Gambia:
las playas y el mar azul, con los árboles tropicales detrás. La tranquilidad
que rezumaban las fotografías que aparecían en Internet lo habían subyugado.
Compró su pasaje y comenzó a pensar en los días que tendría de tranquilidad y
de paz. Y así fue como logró, sentado en el asiento del avión, mirando desde
arriba el colchón blanco de nubes, olvidar sus inquietudes, olvidarse de Laura,
olvidarse de sí mismo y dormir tranquilo.
Pensaba que ese lugar, donde la
gente hablaba una jerga incomprensible lo mantendría aislado y a salvo. Estaría
tranquilo en su habitación, mirando la playa y el mar desde la ventana, sin
conversar con nadie, sin que nadie lo molestara. Comería allí mismo y quizás,
cuando viera que la arena se extendía infinita sin que nadie paseara por ella,
bajaría a caminar por la orilla del mar.
Al llegar a Gambia salió
inmediatamente del aeropuerto y tomó un taxi. Como en todas las ciudades del
mundo, los taxistas se entendían en cualquier idioma y lo llevaron rápidamente
a su hotel en la costa.
La habitación era tal como la había
imaginado, con una amplia ventana desde donde se veía nítidamente dibujada la franja
curva de arena blanca y se podía contemplar y escuchar el romper de las olas
cuando la mordían.
Se sintió seguro y pensó que esa
paz lo iba a salvar. Se tiró sobre la cama pensando en dormir sin límite y eso
hizo ese primer día hasta que, por la noche, cuando se había puesto el sol,
bajó a caminar por la orilla en la absoluta soledad de las sombras. Sintió la
tibieza del aire en el cuerpo, y se relajó zambulléndose en la rompiente.
Cuando volvió al hotel se sentía
nuevo y se apoyó sobre el mostrador del bar para tomar una cerveza. El camarero
era alto, grueso, de pelo enrulado y gran conversador políglota.
Estaba hablando animadamente con
unos ingleses, cuando le dijo en un español bastante claro: ¿vio lo que pasó en
el aeropuerto? ¿Se enteró al bajar del avión?
Él no tenía idea de nada. Su viaje
había sido tranquilo y más aún la llegada. Decididamente, no había visto nada extraño.
—No sé qué puede haber pasado
—contestó.
—Desapareció una pasajera. Había
salido muy temprano del hotel. El taxi la dejó en el aeropuerto, pero no subió
al avión. Estamos preocupados. Toda la policía está investigando lo que puede
haber pasado.
Agustín Robles sintió una opresión
en el pecho. Ahora no podría quedarse tranquilo en su habitación. Un turista
debe hacer excursiones y no podría salir por la noche porque eso también
resultaría extraño. ¿Qué podía hacer un visitante solitario, cuando no hay ya
nadie en la playa, agazapado tras las brumas de la noche? Sabía que eso podía
resultar sospechoso, y pensó que era necesario huir de ese lugar. Pero ya no
era posible, allí tendría que quedarse, pasara lo que pasara.
Pensó que era inevitable que
relacionaran su nombre con los dos aeropuertos donde ocurrían esas cosas
extrañas. Era como un denominador común, el enlace que necesitaban los investigadores.
Sería blanco inmediato de sospechas. Y él se sentía culpable, no lo podía
evitar y eso se notaría en los interrogatorios y pensarían que escondía algo.
Ya no se sentía seguro, había
perdido la tranquilidad de la vida en la terminal, y la semana que se tomó para
separarse de la tensión de las investigaciones estaba resultando mucho peor. No
estaba a gusto en el mundo real, le molestaba la gente.
No estaba dispuesto a hacer una
vida de turista normal.
Se quedaría en su habitación como
había planeado, aunque con la angustia de la espera de unos golpes en la
puerta, unos golpes que vinieran a interrogarlo, o quizás a buscarlo.
Y en ese estado de espíritu, cuando
encendió la TV para relajarse antes de dormir, vio que estaban proyectando una película
de las que compartía con Laura y se dispuso a mirarla tendido sobre la cama.
Entonces vio la escena, tan clara
como si estuviera sucediendo delante de sus ojos: Él persiguiendo a Laura
cuando iba al trabajo desde la casa de sus padres. Y ella, negándose a hablar
con él, escapando. Él frenando el coche y metiéndola adentro. Él llevándola a
un descampado. Él bajándola con fuerza del coche y pegándole con una rama en la
cabeza. Él viéndola caer y cómo no se levantaba. Él corriendo hacia el coche.
Él saliendo a toda velocidad por las calles, subiendo a su casa, sentándose en
el sillón, encendiendo la TV y mirando, una tras otra, las películas de terror
que a ella tanto le gustaban.
Miró la pantalla. Un hombre,
sentado en el sillón, acariciaba a una mujer que apoyaba la cabeza sobre sus
rodillas, mientras en la pantalla del televisor se veía un personaje desencajado
con un palo en la mano, pegándole a la mujer hasta que ella caía al suelo sin
fuerzas.
Aquella mañana fue la última vez
que la había visto, tirada, sobre la hierba. Tenía que encontrarla otra vez,
tenía que ver cómo se acercaba moviendo su cabeza, su melena ondulante. Ella
tenía que ir a buscarlo a la terminal para llevarlo a casa.
La semana se le hizo interminable,
esperando cada día que otra mujer desapareciera y buscando excusas para no
salir a la calle, o hacía demasiado calor, o le había hecho mal esa comida que
nunca había probado antes. Y así solo salía al atardecer, y deambulaba hasta
entrada la noche en que volvía a tomar su cervecita y a buscar sus temores y
sus sueños reflejados en la pantalla del televisor.
Por fin llegó el día de la partida.
Estaba tan tenso y cansado como cuando arribó a esa tierra paradisíaca que no pudo
disfrutar. Llamó a un taxi y enfiló hacia el aeropuerto, deseando que allá, por
arte de magia, todo se hubiera acabado.
Por los altavoces llamaban
insistentemente a una mujer que debía presentarse en la puerta de embarque.
Todo el aeropuerto estaba expectante, todos los de su vuelo temían el
inevitable atraso. La inquietud se podía leer en los ojos de las mujeres. Los
baños estaban vacíos, en las confiterías se miraban los unos a los otros.
Pero con su avión no hubo
problemas, salió justo en hora y tomó rumbo hacia Madrid. Allí se sintió
seguro. Pensó que tendría que trabajar en los aviones, salir del aeropuerto y sentir
siempre la paz de ese lugar, suspendido a mil metros sobre el suelo. Quizás esa
era la solución. Conocía a algunos pilotos, hablaría con ellos.
El viaje resultó tranquilo. Entre
comidas, películas anodinas, y algunos sueños, llegó el momento en que escuchó las
palabras siempre tan esperadas: «Dentro de diez minutos aterrizaremos en el
aeropuerto de Madrid, abróchense los cinturones, pongan vertical el respaldo
del asiento, la temperatura es de veinte grados».
Estaba llegando.
Con su pequeña maleta de mano,
enfiló hacia la salida.
Y cuando estaba llegando a la
puerta vio, tras los cristales, un coche que partía y en su interior, en el
asiento de adelante, la inconfundible cabeza de Laura, su sonrisa, su pelo que
ondulaba aun sin el viento. Pero no podía estar seguro, quizás la había
confundido, la había imaginado. Pero quizás también era ella, y entonces, no
había desaparecido...
Respiró el aire puro, miró a lo
lejos el horizonte nítido de la sierra, dio media vuelta y entró nuevamente al
aeropuerto hacia el local de libros y periódicos, su oficina.
Cuando llegó allí dos hombres
estaban hablando con el empleado. Al acercarse, lo miraron y escuchó una voz
sonora que le decía:
—¿Agustín Robles, verdad?
—Sí, ese soy yo.
—Cuerpo especial de policía de la
terminal. Tiene que acompañarnos.
—¿...? —preguntó con la mirada.
—Hemos encontrado pertenencias de
las mujeres desaparecidas en este local. Tiene que contarnos dónde estaba
el....
Agustín Robles se puso pálido,
sintió que se oprimía su garganta y le faltaba el aire en los pulmones. Su
estómago se retorcía y el corazón amenazaba con estallar. La comida que le
habían servido en el avión pugnaba por salir, las piernas le temblaban y
deseaba, más que nada en el mundo, correr hacia el baño.
Los miró fijamente, esbozó una
helada sonrisa y los siguió con la convicción de que, por fin, todo había
terminado.
Myriam Goluboff, Bs As 1935, arquitecta UBA, en Coruña desde 1975, profesora de proyectos en la ETSA, a partir de su interés por descubrir la energía en el arte, sigue un periplo que la lleva a investigar en la calidad de los lugares para la vida y la sumerge en la relación de la arquitectura con el medioambiente, la ecología y la salud. En el año 2002 un encuentro fortuito la conecta con la página literaria Ficticia, allí nace “miriam chepsy” que se zambulle en la mundo de la minificción. El contacto con los escritores Levrero y Onetto la conecta con su subconsciente y pasa sus noches tecleando relatos y poemas que vuelca en la red y en su chepsy.net En el año 2011 Araña editorial publica su libro Mundos imaginados. Participa en diversas antologías y en 2015 publica su novela Selva. En 2017 publica para sus amigos una primera versión de Ciudades imposibles, libro de relatos que Medulia editorial publicaría luego en 2021.

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