domingo, 7 de diciembre de 2025

LA PELOTA

Khancho Kojouharov

 

Alegría.

El aire es cálido y seco y, a cada bote, la pelota se raspa ásperamente contra mi palma antes de aquietarse. Todos mis compañeros están marcados, pero no se preocupan demasiado, porque saben que el que me defiende es flojo. Ahí está: con las piernas bien abiertas y los brazos extendidos, como si quisiera esconder su inseguridad detrás de la espalda.

Tum, tum, tum-tum. A propósito, dribleo demasiado cerca de él. No se atreve a meter la mano. Sigue ahí, inconmovible. Bueno, vamos a ver ahora. Amago, un paso hacia la izquierda y luego cambio bruscamente de dirección. Mi marcador se traga el engaño y trastabilla. Lo dejo atrás sin mirarlo: ahora me va a perseguir con heroísmo, sin conseguir alcanzarme. Entro en la zona en paralelo con su pívot y salto. Él me saca media cabeza, ha sincronizado sus pasos con los míos y el tapón parece casi seguro. Ni pensar en pasar: mis queridos compañeros no se han movido ni un milímetro.

Estiro el salto todo lo que puedo y al mismo tiempo, giro. En el instante en que quedo de espaldas al aro y a centímetros del suelo, tiro. El brazo del pívot se agita inútilmente a un lado y él cae pesadamente. Los dos rotamos la cabeza al mismo tiempo.

La pelota llega perezosa al tablero, chilla por el fuerte efecto y se lanza hacia el aro. Ya sé que va a entrar. Medio segundo más tarde también lo entiende el público y estalla de satisfacción: la pelota da dos vueltas sobre el aro antes de colarse en la red. Un tiro hermoso.

Empiezo a trotar de vuelta despacio, dos de los nuestros me dan unas palmadas aprobatorias en el hombro. Ganamos también este partido. Unos minutos más y nos clasificamos para la final.

 

Magia.

En la curva de la avenida principal se separaron y el chico siguió solo, en diagonal, a través del parque. El sol moteaba parte de las hojas de los árboles; en algún lugar un pájaro carpintero tamborileaba sobre la madera, los mirlos cantaban. Hacía un calor agradable y el cansancio se acomodaba de forma acogedora en su cuerpo y en sus pensamientos, desplazando poco a poco la alegría del juego.

Casi había pasado ya el matorral cuando algo se movió y fue captado por el rabillo del ojo. Por un instante, la pelota y el chico se quedaron mirándose fijamente. Él apartó las ramas, se inclinó y la rozó con los dedos. La pelota botó y quedó obediente en su mano: completamente nueva, con un emblema desconocido y un texto como en árabe. Parecía imposible que alguien se la hubiera olvidado o se le hubiera caído en los arbustos, y sin embargo ahí estaba.

El chico sonrió a su buena suerte: la pelota lo atraía sin medida. Le pareció que también ella estaba contenta con su propia suerte. Era como un tomate maduro, como unos labios frescos, como un sol poniente.

 

El padre.

Entró al patio haciendo girar la pelota sobre su dedo. En la mesa bajo la parra, su padre dejó con cuidado la enorme taza y se volvió hacia él.

—Hola, campeón —dijo luego de tragar lentamente el café. El chico le lanzó la pelota.

—Hola. Mira lo que encontré.

Sin levantarse, el hombre la atrapó y empezó a botarla sentado. Su mano bajó hasta casi tocar el suelo y los botes se hicieron más rápidos, como un redoble de tambor. Luego, con un solo movimiento de la muñeca, se la devolvió al hijo.

—Es magnífica. ¿Es el premio?

—No. La final es el domingo —dijo el chico mientras se sentaba—. ¿Cómo sabes que ganamos?

El padre empujó la cafetera hacia él.

—Sírvete una taza.

—No quiero —el chico siguió lanzando la pelota al aire y haciéndola girar sobre el dedo—. ¿Se me nota tanto?

—No diría tanto. Es más bien deformación profesional. Al fin y al cabo, tengo veinte años de práctica.

—Si estás tan deformado, ven el domingo a observar al público. Se desboca tanto que te puedes morir de risa. Psicología de la multitud, ¿así se llamaba?

Una sonrisa de satisfacción.

—Voy a ir, claro. Pero no por el público.

 

El público.

—¡Gri-sha! ¡Gri-sha!

Cien pares de piernas tostadas por el sol saltan al mismo ritmo a lo largo de la cancha. Cien gargantas corean con entusiasmo el nombre de su hijo. Ha valido la pena venir, entre otras cosas por esas dos chiquilinas que, tras el pitido del árbitro, se colgaron del cuello de su hijo, a los gritos.

El padre se pone de pie y se escabulle con calma en la confusión.

 

El hijo.

—¿Por qué te fuiste?

—Vi que iban a festejar y decidí que podía felicitarte más tarde.

—¿Te gustó?

—Fuiste el mejor.

—No te pregunto por mí.

—¿Ah, el público? Estuvo muy lindo. Hace mucho que no sentía una vibración tan limpia. Sólo alegría, sin emociones negativas. Qué envidia. No tienen ningún problema.

Algo en el tono del padre pone al chico en guardia.

—¿Y yo?

—Ya te dije, fuiste el mejor. Eso es un gran problema.

—No entiendo.

—En el otoño vas a estar en la facultad. Por lo que te conozco, vas a aprobar los exámenes. Para eso sos bastante bueno. Por lo que te conozco, vas a querer entrar en el equipo universitario. Puede que no te acepten.

—Pero dijiste...

—Que fuiste el mejor. Acá. Sobre el fondo de los demás. Estás un nivel por encima de todas las estrellitas locales en potencia y eso puede costarte caro. No te compares con los que tienes a mano. Ni siquiera con los mejores. Si te interesa llegar algún día a la cima lo mejor es no fabricar ídolos.

—Igual tengo que compararme con alguien.

—De vez en cuando, puede ser. Pero, en general, sólo contigo mismo. Hoy tienes que ser mejor que ayer. Mañana, mejor que hoy. Eso es todo. Muy simple, pero requiere mucho trabajo.

Silencio. Las mejillas del chico se han enrojecido un poco. Aprieta los labios con obstinación.

—Hoy fui mejor que ayer. Y ayer, mejor que antes de ayer. —El hombre alza interrogativamente las cejas—. Desde que encontré la pelota, entreno todos los días. Es un placer increíble tocarla. Siento como si estuviera viva —el chico sonríe con inseguridad—. Como si fuera una princesa encantada.

—Me alegra oírlo —dice el padre muy serio, y su mirada se desliza pensativa hacia un lado.

 

Magia.

Los demás salen de los vestuarios y se dirigen hacia la salida, ya subiéndose las capuchas o encajándose las gorras: diciembre ha resultado bastante crudo.

—Adiós, Grisha —me despide un coro desafinado justo cuando tiro desde la línea de tres.

—Adiós —levanto la mano en señal de saludo al caer. La pelota termina su vuelo en la red y yo me lanzo hacia adelante para atraparla en el rebote e intentar enterrarla en el aro. Como siempre, me faltan dos centímetros y ella vuelve a salir despedida. La alcanzo por la zona del centro y, a toda velocidad, ataco el aro contrario, esta vez con éxito.

—¿Cuándo empiezan los exámenes? —el entrenador acomoda cuidadosamente, uno por uno, los dedos dentro de los guantes.

—El miércoles rindo matemáticas.

—No te queda mucho tiempo. —El hombre intenta aparentar preocupación mientras yo me quedo quieto, haciendo girar la pelota en las manos. Curioso: después de un año y medio de juego ininterrumpido, sigue pareciendo completamente nueva. Sólo el texto se ha borrado un poco y difícilmente alguien podría descifrar las curvas desdibujadas que quedan.

—Voy a aprobar, profe —lo tranquilizo—. Ya no soy un conejito, sé estudiar.

—Bueno, bueno. Que tengas buena noche —y mientras camina hacia la puerta, lanza por encima del hombro—: Igual no te exijas demasiado. Sabes que no eres lo bastante alto como para encestar sin saltar.

Ahora va a dar un portazo a la puerta exterior, va a volver sobre la punta de los pies y va a observar desde detrás de la cortina cómo voy de un aro al otro para entrenar mi salto. Después se irá, orgulloso de haber logrado motivar a su jugador más prometedor para que trabaje una hora entera más, cuando los otros ya se han ido, luchando contra la soledad y el cansancio.

¿Qué cansancio ni qué ocho cuartos? Desde que encontré la pelota no me he sentido cansado. Es a la vez amiga y rival. Me excita y me inspira. Es como un premio soñado, como el rugido entusiasta del público, como una nueva amante.

El público.

El pabellón retumba, las paredes vibran, las puertas hacia el vestíbulo muestran lenguas azuladas de humo. En la tercera fila, un fanático regordete y enrojecido, a un pelo del infarto, le da la espalda a la cancha y dirige al compacto grupo de fans de uno de los equipos, que a voz en cuello celebra la canasta del empate en los últimos segundos. ¡Habrá prórroga!

El padre saca un pañuelo y se seca el sudor de la frente y del cuello. Al guardarlo, observa sorprendido que le tiemblan las manos.

 

Profesionalismo.

Sami me hace un bloqueo perfecto. Paso a su lado y, detrás de mi espalda, le encajo la pelota en las manos. Freno en seco y mi defensor se va sin control hacia fuera de la cancha. El hombre de Sami, que no ha visto el pase, lo abandona y se lanza hacia mí. Prolongo su engaño saltando con indiferencia aparente y luego lo contemplo con gusto mientras vuela como una araña gigante recortada contra el techo, con los ojos desorbitados por el vacío de mis manos.

Un rugido ensordecedor me informa de que Sami ha anotado.

Por fin algo alegre en este día: ganamos el partido.

 

El hijo

—¿Qué fue de esa pelota? ¿Todavía entrenas con ella?

—De vez en cuando. Si no, la llevo a todas las giras. Es mi talismán.

He empezado mal. Tengo que cambiar de estrategia, se dice el padre y calibra bien el tono para que le salga una media constatación, media pregunta.

—No parecés muy contento.

—No tengo motivo.

—¿Cómo que no hay motivos? Ganaron, jugaste magníficamente... —Encogimiento de hombros—. ¿Ya no te da placer jugar?

—Muy pocas veces. Después de tres años jugando como profesional, sólo puedes pensar en la victoria. Lo demás no importa.

—¿Ni siquiera el público? Te adora.

—Trato de no fijarme en él. Por cierto, ya no es el mismo. Es como si lo hubieran cambiado. Se ha vuelto como un remolino. Intenta tragarme y tengo que luchar con todas mis fuerzas para mantenerme a flote. Cuando termina el partido, me doy cuenta de que me ha chupado la alegría, la maestría e incluso el cansancio, y que no me he hundido sólo porque me ha dejado vacío como una vaina seca.

—Así que tú también lo sentiste —dice lentamente el padre, y los ojos del hijo se clavan en los suyos como dos hojas negras—. Las caras son las mismas, a algunas las recuerdo desde hace años, pero la gente ha cambiado. Cuando sus favoritos ganan, ya no se alegran, sino que se regodean. Se alegran con signo negativo: porque el jugador del otro equipo no anotó, o se lesionó, o lo expulsaron. Eso no es público. Al menos no uno por el que valga la pena jugar. ¿No pensaste en dejarlo?

—No puedo. No juego sólo por el público, juego también por mí.

—Pero ya no te aporta nada.

—No es así. Dejando de lado la plata, es una cuestión de orgullo. El juego es lo que mejor sé hacer. Quizás mejor que nadie. Voy a tener que pelearla.

 

El hijo.

La mitad de la audiencia que me adora me abuchea, la otra mitad abuchea al árbitro. El entrenador me llama al banquillo de suplentes; acumulé cuatro faltas y al final del partido me necesitará.

Se sienta, saca la inmortal pelota de su bolso y la sostiene en sus manos. De repente, siente que todo le es ajeno, incluso la pelota. La mira con disgusto. Era como un huevo de una araña gigante, como una mina mortal, como un ojo sangrante de un gigante.

Mi padre tenía razón: ya no pueden alegrarse, solo regocijarse. Aquí están de nuevo: silban, burlándose y riéndose. Seguramente alguien intentó disparar desde lejos y no acertó. Que silben, me importa poco.

Apoyó la pelota detrás de la nuca y se echó hacia atrás. Luego cerró los ojos, cansado.

 

Magia.

¿Dónde estoy, Dios mío? ¿De dónde salió esta sala redonda, estas pantallas, estas criaturas extrañas e imperturbables? ¿Por qué no me ven, por qué no puedo moverme? No, no son pantallas, son ventanas, ventanas con vidrios a través de los que probablemente sólo se ve en una dirección. Porque detrás de ellas está el pabellón deportivo, con el público enloquecido y mis compañeros. Y nadie nota nada. A la derecha, detrás de un ventanal, está el masajista que se sentaba a mi lado y, a la izquierda, el entrenador. Otra vez están uno a cada lado, pero separados veinte metros.

¿Y de quién es esa cabeza justo enfrente? Qué lástima, uno de esos seres extraños me tapa el número de la camiseta. Menos mal que se levanta. Qué cara tan desagradable tiene. Sin vida, como un busto de yeso. ¡Dios, el diez! ¡Mi número! Si ese soy yo, ¿dónde diablos entró toda esta esfera de vidrio? La pared estaba detrás de mi espalda. Me voy a volver loco.

Vamos, muchacho, tranquilo, ¡tranquilo! Toma aire, suéltalo despacio y piensa. ¡Piensa! Primero: ¿son fantasmas o personas? Son personas, si nos guiamos por cómo se dobló la silla bajo aquel que se levantó. Aunque puede que no sean exactamente personas, sino algún tipo de extraterrestres. ¿Qué estarán haciendo?... ¿Observando? Observan, sólo que no el partido, sino al público.

¿Qué puede haber de tan interesante en el público? Mmm, no lo entiendo. Así que observadores. Observadores es la palabra exacta. Sus ojos son ávidos, sus ojos son como un remolino que quiere absorberlo todo. ¿Qué se puede sacar del público? Qué curioso, la pelota viene hacia acá y va a caer justo sobre el techo de la sala acristalada. ¿Lo atravesará?

La sala tembló en sus manos, él se tensó y la arrojó hacia el árbitro. El árbitro atrapó la pelota sin notar el cambio y se la pasó al jugador a su lado.

 

Alegría.

Al principio se rio bajito, pero luego se imaginó con toda claridad cómo esas criaturas de la sala de vidrio botaban como locas junto con la pelota por toda la cancha, y su risa se mezcló con los gritos del público, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. El entrenador lo miró desconcertado –el equipo perdía sin remedio–, pero luego se contagió y, entre hipidos, le hizo una seña al árbitro para pedir el cambio. Así, a dos minutos del final, él volvió a entrar en juego, sonriente de oreja a oreja, con un registro de cuatro faltas personales y un déficit –para todo el equipo– de nueve puntos.

El tiempo empezó a fluir lento como la miel y el hombre alcanzó a saborear todas esas cosas descoloridas y hundidas en su memoria que de pronto resucitaron y recuperaron sus antiguos colores: el dribbling infalible y los pases vertiginosos, la hermosa parábola que terminaba en el aro, los amagues perfectos y la euforia creciente del público, que enloquecía en las tribunas y no podía creer lo que veía.

Y en los últimos segundos, cuando logró robarle la pelota al rival y se lanzó hacia el aro, el entusiasmo de la multitud le dio fuerzas para aquel salto increíble desde la línea de libres, en el que por un instante vio el aro desde arriba, justo antes de clavar con las dos manos la canasta de la victoria. El público estalló, y la pelota también.

Deslumbrantes arruguitas recorrieron su superficie y, con los ojos cerrados, él sintió un soplo cálido en el rostro. Sus compañeros estaban demasiado exaltados como para reparar en sus lágrimas, aunque algunos se sorprendieron bastante de la manera en que recogía los jirones de goma roja del piso: con un cuidado infinito, como si se tratara de los fragmentos de un hermoso jarrón de cristal.

Khancho «Khanev» Kojouharov (Bulgaria/Reino Unido) es un galardonado escritor, periodista de investigación y traductor. Sus novelas, relatos, análisis y artículos científicos se han publicado en búlgaro, inglés, francés, alemán, polaco, ruso y ucraniano. Kojouharov ha traducido unos 60 libros del inglés, que abarcan una amplia gama de temas: física, astrofísica y cosmología; filosofía y religión; sociología, psicología y psicoanálisis; historia y biografías; economía y ciencias políticas; memoria y tests de inteligencia; novela negra, de espionaje y de ciencia ficción. Es miembro de la Asociación Internacional de Escritores de Novela Negra, la Unión de Escritores Búlgaros y la Unión de Periodistas Búlgaros.

 

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QUEMADO Y CALLADO