Khancho Kojouharov
Alegría.
El aire es cálido y seco y, a cada
bote, la pelota se raspa ásperamente contra mi palma antes de aquietarse. Todos
mis compañeros están marcados, pero no se preocupan demasiado, porque saben que
el que me defiende es flojo. Ahí está: con las piernas bien abiertas y los
brazos extendidos, como si quisiera esconder su inseguridad detrás de la
espalda.
Tum, tum, tum-tum. A propósito,
dribleo demasiado cerca de él. No se atreve a meter la mano. Sigue ahí,
inconmovible. Bueno, vamos a ver ahora. Amago, un paso hacia la izquierda y
luego cambio bruscamente de dirección. Mi marcador se traga el engaño y
trastabilla. Lo dejo atrás sin mirarlo: ahora me va a perseguir con heroísmo,
sin conseguir alcanzarme. Entro en la zona en paralelo con su pívot y salto. Él
me saca media cabeza, ha sincronizado sus pasos con los míos y el tapón parece
casi seguro. Ni pensar en pasar: mis queridos compañeros no se han movido ni un
milímetro.
Estiro el salto todo lo que puedo y
al mismo tiempo, giro. En el instante en que quedo de espaldas al aro y a
centímetros del suelo, tiro. El brazo del pívot se agita inútilmente a un lado
y él cae pesadamente. Los dos rotamos la cabeza al mismo tiempo.
La pelota llega perezosa al
tablero, chilla por el fuerte efecto y se lanza hacia el aro. Ya sé que va a
entrar. Medio segundo más tarde también lo entiende el público y estalla de
satisfacción: la pelota da dos vueltas sobre el aro antes de colarse en la red.
Un tiro hermoso.
Empiezo a trotar de vuelta
despacio, dos de los nuestros me dan unas palmadas aprobatorias en el hombro.
Ganamos también este partido. Unos minutos más y nos clasificamos para la
final.
Magia.
En la curva de la avenida principal
se separaron y el chico siguió solo, en diagonal, a través del parque. El sol
moteaba parte de las hojas de los árboles; en algún lugar un pájaro carpintero
tamborileaba sobre la madera, los mirlos cantaban. Hacía un calor agradable y
el cansancio se acomodaba de forma acogedora en su cuerpo y en sus
pensamientos, desplazando poco a poco la alegría del juego.
Casi había pasado ya el matorral
cuando algo se movió y fue captado por el rabillo del ojo. Por un instante, la
pelota y el chico se quedaron mirándose fijamente. Él apartó las ramas, se
inclinó y la rozó con los dedos. La pelota botó y quedó obediente en su mano:
completamente nueva, con un emblema desconocido y un texto como en árabe.
Parecía imposible que alguien se la hubiera olvidado o se le hubiera caído en
los arbustos, y sin embargo ahí estaba.
El chico sonrió a su buena suerte:
la pelota lo atraía sin medida. Le pareció que también ella estaba contenta con
su propia suerte. Era como un tomate maduro, como unos labios frescos, como un
sol poniente.
El padre.
Entró al patio haciendo girar la
pelota sobre su dedo. En la mesa bajo la parra, su padre dejó con cuidado la
enorme taza y se volvió hacia él.
—Hola, campeón —dijo luego de tragar
lentamente el café. El chico le lanzó la pelota.
—Hola. Mira lo que encontré.
Sin levantarse, el hombre la atrapó
y empezó a botarla sentado. Su mano bajó hasta casi tocar el suelo y los botes
se hicieron más rápidos, como un redoble de tambor. Luego, con un solo
movimiento de la muñeca, se la devolvió al hijo.
—Es magnífica. ¿Es el premio?
—No. La final es el domingo —dijo
el chico mientras se sentaba—. ¿Cómo sabes que ganamos?
El padre empujó la cafetera hacia
él.
—Sírvete una taza.
—No quiero —el chico siguió
lanzando la pelota al aire y haciéndola girar sobre el dedo—. ¿Se me nota
tanto?
—No diría tanto. Es más bien
deformación profesional. Al fin y al cabo, tengo veinte años de práctica.
—Si estás tan deformado, ven el
domingo a observar al público. Se desboca tanto que te puedes morir de risa.
Psicología de la multitud, ¿así se llamaba?
Una sonrisa de satisfacción.
—Voy a ir, claro. Pero no por el
público.
El público.
—¡Gri-sha! ¡Gri-sha!
Cien pares de piernas tostadas por
el sol saltan al mismo ritmo a lo largo de la cancha. Cien gargantas corean con
entusiasmo el nombre de su hijo. Ha valido la pena venir, entre otras cosas por
esas dos chiquilinas que, tras el pitido del árbitro, se colgaron del cuello de
su hijo, a los gritos.
El padre se pone de pie y se
escabulle con calma en la confusión.
El hijo.
—¿Por qué te fuiste?
—Vi que iban a festejar y decidí
que podía felicitarte más tarde.
—¿Te gustó?
—Fuiste el mejor.
—No te pregunto por mí.
—¿Ah, el público? Estuvo muy lindo.
Hace mucho que no sentía una vibración tan limpia. Sólo alegría, sin emociones
negativas. Qué envidia. No tienen ningún problema.
Algo en el tono del padre pone al
chico en guardia.
—¿Y yo?
—Ya te dije, fuiste el mejor. Eso
es un gran problema.
—No entiendo.
—En el otoño vas a estar en la
facultad. Por lo que te conozco, vas a aprobar los exámenes. Para eso sos
bastante bueno. Por lo que te conozco, vas a querer entrar en el equipo
universitario. Puede que no te acepten.
—Pero dijiste...
—Que fuiste el mejor. Acá. Sobre el
fondo de los demás. Estás un nivel por encima de todas las estrellitas locales
en potencia y eso puede costarte caro. No te compares con los que tienes a
mano. Ni siquiera con los mejores. Si te interesa llegar algún día a la cima lo
mejor es no fabricar ídolos.
—Igual tengo que compararme con
alguien.
—De vez en cuando, puede ser. Pero,
en general, sólo contigo mismo. Hoy tienes que ser mejor que ayer. Mañana,
mejor que hoy. Eso es todo. Muy simple, pero requiere mucho trabajo.
Silencio. Las mejillas del chico se
han enrojecido un poco. Aprieta los labios con obstinación.
—Hoy fui mejor que ayer. Y ayer,
mejor que antes de ayer. —El hombre alza interrogativamente las cejas—. Desde
que encontré la pelota, entreno todos los días. Es un placer increíble tocarla.
Siento como si estuviera viva —el chico sonríe con inseguridad—. Como si fuera
una princesa encantada.
—Me alegra oírlo —dice el padre muy
serio, y su mirada se desliza pensativa hacia un lado.
Magia.
Los demás salen de los vestuarios y
se dirigen hacia la salida, ya subiéndose las capuchas o encajándose las
gorras: diciembre ha resultado bastante crudo.
—Adiós, Grisha —me despide un coro
desafinado justo cuando tiro desde la línea de tres.
—Adiós —levanto la mano en señal de
saludo al caer. La pelota termina su vuelo en la red y yo me lanzo hacia
adelante para atraparla en el rebote e intentar enterrarla en el aro. Como
siempre, me faltan dos centímetros y ella vuelve a salir despedida. La alcanzo
por la zona del centro y, a toda velocidad, ataco el aro contrario, esta vez
con éxito.
—¿Cuándo empiezan los exámenes? —el
entrenador acomoda cuidadosamente, uno por uno, los dedos dentro de los
guantes.
—El miércoles rindo matemáticas.
—No te queda mucho tiempo. —El
hombre intenta aparentar preocupación mientras yo me quedo quieto, haciendo
girar la pelota en las manos. Curioso: después de un año y medio de juego
ininterrumpido, sigue pareciendo completamente nueva. Sólo el texto se ha
borrado un poco y difícilmente alguien podría descifrar las curvas desdibujadas
que quedan.
—Voy a aprobar, profe —lo
tranquilizo—. Ya no soy un conejito, sé estudiar.
—Bueno, bueno. Que tengas buena
noche —y mientras camina hacia la puerta, lanza por encima del hombro—: Igual
no te exijas demasiado. Sabes que no eres lo bastante alto como para encestar sin
saltar.
Ahora va a dar un portazo a la
puerta exterior, va a volver sobre la punta de los pies y va a observar desde
detrás de la cortina cómo voy de un aro al otro para entrenar mi salto. Después
se irá, orgulloso de haber logrado motivar a su jugador más prometedor para que
trabaje una hora entera más, cuando los otros ya se han ido, luchando contra la
soledad y el cansancio.
¿Qué cansancio ni qué ocho cuartos?
Desde que encontré la pelota no me he sentido cansado. Es a la vez amiga y
rival. Me excita y me inspira. Es como un premio soñado, como el rugido
entusiasta del público, como una nueva amante.
El público.
El pabellón retumba, las paredes
vibran, las puertas hacia el vestíbulo muestran lenguas azuladas de humo. En la
tercera fila, un fanático regordete y enrojecido, a un pelo del infarto, le da
la espalda a la cancha y dirige al compacto grupo de fans de uno de los
equipos, que a voz en cuello celebra la canasta del empate en los últimos
segundos. ¡Habrá prórroga!
El padre saca un pañuelo y se seca
el sudor de la frente y del cuello. Al guardarlo, observa sorprendido que le
tiemblan las manos.
Profesionalismo.
Sami me hace un bloqueo perfecto.
Paso a su lado y, detrás de mi espalda, le encajo la pelota en las manos. Freno
en seco y mi defensor se va sin control hacia fuera de la cancha. El hombre de
Sami, que no ha visto el pase, lo abandona y se lanza hacia mí. Prolongo su
engaño saltando con indiferencia aparente y luego lo contemplo con gusto
mientras vuela como una araña gigante recortada contra el techo, con los ojos
desorbitados por el vacío de mis manos.
Un rugido ensordecedor me informa
de que Sami ha anotado.
Por fin algo alegre en este día:
ganamos el partido.
El hijo
—¿Qué fue de esa pelota? ¿Todavía entrenas
con ella?
—De vez en cuando. Si no, la llevo
a todas las giras. Es mi talismán.
He empezado mal. Tengo que cambiar
de estrategia, se dice el padre y calibra bien el tono para que le salga una
media constatación, media pregunta.
—No parecés muy contento.
—No tengo motivo.
—¿Cómo que no hay motivos? Ganaron,
jugaste magníficamente... —Encogimiento de hombros—. ¿Ya no te da placer jugar?
—Muy pocas veces. Después de tres
años jugando como profesional, sólo puedes pensar en la victoria. Lo demás no
importa.
—¿Ni siquiera el público? Te adora.
—Trato de no fijarme en él. Por
cierto, ya no es el mismo. Es como si lo hubieran cambiado. Se ha vuelto como
un remolino. Intenta tragarme y tengo que luchar con todas mis fuerzas para
mantenerme a flote. Cuando termina el partido, me doy cuenta de que me ha
chupado la alegría, la maestría e incluso el cansancio, y que no me he hundido
sólo porque me ha dejado vacío como una vaina seca.
—Así que tú también lo sentiste
—dice lentamente el padre, y los ojos del hijo se clavan en los suyos como dos
hojas negras—. Las caras son las mismas, a algunas las recuerdo desde hace
años, pero la gente ha cambiado. Cuando sus favoritos ganan, ya no se alegran, sino
que se regodean. Se alegran con signo negativo: porque el jugador del otro
equipo no anotó, o se lesionó, o lo expulsaron. Eso no es público. Al menos no
uno por el que valga la pena jugar. ¿No pensaste en dejarlo?
—No puedo. No juego sólo por el
público, juego también por mí.
—Pero ya no te aporta nada.
—No es así. Dejando de lado la
plata, es una cuestión de orgullo. El juego es lo que mejor sé hacer. Quizás
mejor que nadie. Voy a tener que pelearla.
El hijo.
La mitad de la audiencia que me
adora me abuchea, la otra mitad abuchea al árbitro. El entrenador me llama al
banquillo de suplentes; acumulé cuatro faltas y al final del partido me
necesitará.
Se sienta, saca la inmortal pelota
de su bolso y la sostiene en sus manos. De repente, siente que todo le es
ajeno, incluso la pelota. La mira con disgusto. Era como un huevo de una araña
gigante, como una mina mortal, como un ojo sangrante de un gigante.
Mi padre tenía razón: ya no pueden
alegrarse, solo regocijarse. Aquí están de nuevo: silban, burlándose y
riéndose. Seguramente alguien intentó disparar desde lejos y no acertó. Que
silben, me importa poco.
Apoyó la pelota detrás de la nuca y
se echó hacia atrás. Luego cerró los ojos, cansado.
Magia.
¿Dónde estoy, Dios mío? ¿De dónde
salió esta sala redonda, estas pantallas, estas criaturas extrañas e
imperturbables? ¿Por qué no me ven, por qué no puedo moverme? No, no son
pantallas, son ventanas, ventanas con vidrios a través de los que probablemente
sólo se ve en una dirección. Porque detrás de ellas está el pabellón deportivo,
con el público enloquecido y mis compañeros. Y nadie nota nada. A la derecha,
detrás de un ventanal, está el masajista que se sentaba a mi lado y, a la
izquierda, el entrenador. Otra vez están uno a cada lado, pero separados veinte
metros.
¿Y de quién es esa cabeza justo
enfrente? Qué lástima, uno de esos seres extraños me tapa el número de la
camiseta. Menos mal que se levanta. Qué cara tan desagradable tiene. Sin vida,
como un busto de yeso. ¡Dios, el diez! ¡Mi número! Si ese soy yo, ¿dónde
diablos entró toda esta esfera de vidrio? La pared estaba detrás de mi espalda.
Me voy a volver loco.
Vamos, muchacho, tranquilo, ¡tranquilo!
Toma aire, suéltalo despacio y piensa. ¡Piensa! Primero: ¿son fantasmas o
personas? Son personas, si nos guiamos por cómo se dobló la silla bajo aquel
que se levantó. Aunque puede que no sean exactamente personas, sino algún tipo
de extraterrestres. ¿Qué estarán haciendo?... ¿Observando? Observan, sólo que
no el partido, sino al público.
¿Qué puede haber de tan interesante
en el público? Mmm, no lo entiendo. Así que observadores. Observadores es la
palabra exacta. Sus ojos son ávidos, sus ojos son como un remolino que quiere
absorberlo todo. ¿Qué se puede sacar del público? Qué curioso, la pelota viene
hacia acá y va a caer justo sobre el techo de la sala acristalada. ¿Lo
atravesará?
La sala tembló en sus manos, él se
tensó y la arrojó hacia el árbitro. El árbitro atrapó la pelota sin notar el
cambio y se la pasó al jugador a su lado.
Alegría.
Al principio se rio bajito, pero
luego se imaginó con toda claridad cómo esas criaturas de la sala de vidrio
botaban como locas junto con la pelota por toda la cancha, y su risa se mezcló
con los gritos del público, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
El entrenador lo miró desconcertado –el equipo perdía sin remedio–, pero luego
se contagió y, entre hipidos, le hizo una seña al árbitro para pedir el cambio.
Así, a dos minutos del final, él volvió a entrar en juego, sonriente de oreja a
oreja, con un registro de cuatro faltas personales y un déficit –para todo el
equipo– de nueve puntos.
El tiempo empezó a fluir lento como
la miel y el hombre alcanzó a saborear todas esas cosas descoloridas y hundidas
en su memoria que de pronto resucitaron y recuperaron sus antiguos colores: el dribbling
infalible y los pases vertiginosos, la hermosa parábola que terminaba en el
aro, los amagues perfectos y la euforia creciente del público, que enloquecía
en las tribunas y no podía creer lo que veía.
Y en los últimos segundos, cuando
logró robarle la pelota al rival y se lanzó hacia el aro, el entusiasmo de la
multitud le dio fuerzas para aquel salto increíble desde la línea de libres, en
el que por un instante vio el aro desde arriba, justo antes de clavar con las
dos manos la canasta de la victoria. El público estalló, y la pelota también.
Deslumbrantes arruguitas
recorrieron su superficie y, con los ojos cerrados, él sintió un soplo cálido
en el rostro. Sus compañeros estaban demasiado exaltados como para reparar en
sus lágrimas, aunque algunos se sorprendieron bastante de la manera en que
recogía los jirones de goma roja del piso: con un cuidado infinito, como si se
tratara de los fragmentos de un hermoso jarrón de cristal.
Khancho «Khanev» Kojouharov
(Bulgaria/Reino Unido) es un galardonado escritor, periodista de investigación
y traductor. Sus novelas, relatos, análisis y artículos científicos se han
publicado en búlgaro, inglés, francés, alemán, polaco, ruso y ucraniano.
Kojouharov ha traducido unos 60 libros del inglés, que abarcan una amplia gama
de temas: física, astrofísica y cosmología; filosofía y religión; sociología,
psicología y psicoanálisis; historia y biografías; economía y ciencias
políticas; memoria y tests de inteligencia; novela negra, de espionaje y de
ciencia ficción. Es miembro de la Asociación Internacional de Escritores de
Novela Negra, la Unión de Escritores Búlgaros y la Unión de Periodistas
Búlgaros.

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