María Cristina Rolnik
Ya
sentía cada parpadeo. La caída y el esfuerzo por levantarlos de nuevo.
Entonces, comenzó el rito heredado de su tío, de quién también había heredado
el oficio: camionero. Bajás la ventanilla, encendés música, mirás la línea
pintada a los costados del camino. Fumá. Si sos sanito mascá chiclets. Hablá
con tu compañero de ruta, nunca viajes solo, Santiago. Menos mal que te tengo a
vos. No te rías, de tu tío, che, no estoy borracho. Solo triste no más. No sé
por que. Llegar a viejo. Pero esta vida está buena, ser camionero. Cuando yo me
muera, todas las rutas serán para vos, los amigos, las mujeres, las ciudades,
los pueblos. No te rías Santi, las mujeres de los caminos son las mejores, pero
siempre con respeto ¿sabés? Siempre con respeto.
Santiago prendió su cigarrillo y bajó la ventanilla. El
aire helado. Sacudió la cabeza y comenzó su propio rito, hablar en voz alta,
con el tío, ese que lo miraba desde la foto de la guantera, junto a la
estampitas. Virgen de Itatí, virgen de Luján, Difunta Correa, Gauchito Gil y
tío Andrés. Sus protectores.
—Tío, ¿dónde carajo estoy? Si esto es Corrientes, por qué
hace tanto frío en enero?
Levantó la ventana casi hasta el final. No hay línea blanca
para mirar, se dijo, los yuyos se la comieron hace rato, estos políticos,
tenías razón, tío, pagar peaje para qué… si son todos privados, la plata se la
llevan los yanquis, las rutas siguen siendo un desastre y cada vez peor. Encendió
la radio. Nada. ¿Ahora qué hago tío…? La Bety ya no viaja más conmigo, está
embarazada y mejor que se quede con la madre. Si es varón se va a llamar
Andrés, como vos, eso sí, va a ser hincha de Independiente, no de Racing. Santiago
sonrió pensando en la Bety y su panza. Trabajar más horas, hacer más entregas;
ya llega el hijo y quiere una casita para los tres solos. Más horas, más días y
más noches. Pero el sueño. Otra vez. Caen los párpados, y un volantazo trata de
evitar un animal blanco. ¿Será una garza, una lechuza albina, una gran bolsa de
plástico tirada al viento? Pero era bastante grande eso sí… Buscó el
comunicador para avisarles a sus compañeros de ruta; además sería bueno
conversar un rato. Muy bien: una señal.
—¿Quién anda ahí? —dijo.
—Hola, culeao, ¿estás en la zona? —Le alegró esa tonada
inconfundible. Pedro, viejo amigo de su tío.
—Sí, cordobés; voy para Paso de los Libres.
—Yo voy para Posadas; te estoy viendo ya, bajamos a tomar
algo al pueblo. Está cerca y las chichis están buenas.
Santiago tragó saliva, y pensó en descansar; hablar con el
cordobés, besar a unas guainas y mañana será… pero otra vez la cara del tío. Santiago,
vos serás un buen camionero. Si querés ser alguien, nada de alcohol. Si prometés
algo, lo cumplís. Que no te mate el vino como a tu papá; un varonazo, che, pero
el vino y la junta… Sí, tío, y las guainas, me duele el cuerpo de no tocarlas,
hace tanto tiempo. La Bety es sagrada ahora, vos sabés cómo es esto. Bety,
bebé, casa…
—Pedro, no puedo, tengo que llegar antes de la madrugada.
—Ta bien, culeao.
—Cuidado con el animal blanco grande, te lo vas a cruzar
enseguida, creo que lo pisé.
—Santiaguito, el calor te tiene mal, a vos, no hay nada, se
habrá escapado, ¿no estarás muy cansado?, cuidado che.
¿Calor? Se sorprendió Santiago. ¿Ningún animal blanco en la
ruta? Tiritando de frío respondió con bocinazos al cordobés que lo pasaba y se
iba. Decidió volver; eran pocos kilómetros… ¿y si era un perro? No se le había
ocurrido, tan blanco como Copito, el que cuidaba a la Bety, ahora. Una persona.
No, no puede ser, no hay ranchos por aquí y para el pueblo faltan kilómetros.
Pero no se alivió y dio la vuelta. Allí estaba, de pié al borde de la ruta. Era
una mujer de vestido blanco y tacones rojos.
Se detuvo, ella se acercó. Tenía carita de niña, toda
pecas, entre los ojos negros grandes, su piel morena y la sonrisa más dulce del
mundo. Después de la de la Bety, se amonestó Santiago.
—¿A dónde va, señorita? —le dijo.
—Al pueblo, en la Casa Grande hay una fiesta, toca una
banda y todo, ¿usted puede llevarme?
—Claro, suba. —Ella se encaramó como pudo a la alta cabina;
de cerca podía oler su perfume a manzanilla y también reconocer que la niña
(eso era nada más, tan flaquita) temblaba, de frío, de miedo (se sentó bien
lejos de él)—. No te preocupes guaina, yo tengo mi mujer, y soy decente. Te
llevo a dónde me digas, si es el pueblo para allá vamos. —Ella suspiró aliviada
y separó los brazos en defensa que cubrían su cuerpito. Pero temblaba todavía. Y
sí, qué bestia soy, pensó Santiago, con el fresquete este—. Agarrá la campera
que está debajo del asiento, ¿cómo te llamas? Yo soy Santiago.
Laurita. —La chicas se envolvió contenta en la campera.
—Piba, es peligroso andar sola por ahí. Se nota que sos una
buena niña, no una atorranta. —Ella lo miró con esos ojazos de noche.
—Estaba esperando a mi novio —dijo—, yo me escapé de la
casa por él ¿sabés? Me dijo que si no venía a la fiesta me dejaba. En casa no
quieren que salga con Patricio. Dicen que anda en cosas raras con esa junta de
chicos ricos, el hijo del intendente, del comisario. Pero yo no puedo dejar de
pensar en él, lo extraño y lloro mucho. Mañana, me dijo, cuando me traiga a
casa le va a pedir a mi papá permiso para casarme con él. Lo prometió. Pero
esta noche tardaron mucho en dormirse mis papás, no se por qué, me miraban y me
miraban. Cuando pude salir, ya no lo encontré en la ruta como habíamos quedado.
Tampoco podía volver a casa, tengo que ir a la fiesta, encontrarme con Patricio
o si no me deja. —La voz de Laurita se quebró en un sollozo.
—Vamos, no llores, falta bastante pero…
—Es aquí —dijo Laurita sin darse cuenta habían llegado a la
entrada del pueblo. Él miró hacia donde ella señalaba: una casa iluminada,
ruido de música, gente gritando—. Mejor bajo aquí, no quiero que el Patricio se
enoje si sabe que vine con usted, en el camión. —Santiago miró el reloj: eran
las tres de la mañana, ¿cómo pudo retrasarse tanto? Si cuando habló con el
cordobés eran las once de la noche… qué raro. Ella abrió la puerta y antes de
salir le tendió la mano, fría muy fría—. Gracias por traerme, gracias. Le
devuelvo la campera, en agosto hace frío ¿no? Pero yo no tengo otro vestido.
Santiago pasó por alto “agosto” y se apresuró a entregarle
nuevamente la campera.
—Déjesela, ya es tarde, de todas maneras me quedo a dormir
en el pueblo y después paso por su casa a buscarla, es un regalo de mi mujer
¿sabe?
Ella sonrió y dijo gracias de nuevo.
—La voy a cuidar muchísmo, se lo prometo y mañana vendrá a
casa a tomar unos mates, ya va a ver lo bueno que es Patricio y estaremos todos
contentos, mamá, papá, Patricio. Nuestra casa está en el camino dónde me
encontró, detrás de los eucaliptos.
La vio alejarse caminando raro con esos zapatos demasiado
grandes, tal vez de la madre. Un muchacho de camisa verde loro la empujó hacia
adentro.
Buscó donde dormir. Estacionó el camión. A la mañana, el
sol le hacía picar todo el cuerpo, tan alto y fuerte estaba. ¡Debía estar en la
frontera antes del mediodía! No podía creer el calor que hacía. ¿Agosto?
¿Enero? Medio dormido todavía, llegó a los eucaliptos y vió el rancho: barro,
madera, chapas, gallinas, tierra seca, calor, calor. Aplaudió para que lo
atiendan: salió una vieja encorvada, vestida de negro.
—Buenos días señora, busco a Laura.
La vieja pareció enderezarse un poco y los ojos claros de cataratas,
se abrieron.
—¿Qué me dice?
—Laura, le presté una campera, la necesito, ¿no le contó?
—Ah, Laurita, pase, pase —invitó la señora. Santiago tardó
un poco en acostumbrarse a la oscuridad, solo había unas velas en el cuarto—. Mi
Laurita. Pensé que se habían olvidado de ella. Después que murió mi marido, ya
no tuve fuerzas para ir a las marchas, para gritar. Los parientes también me
dejaron sola, cuando los periodistas dejaron de venir, no había televisión ni
nada. Casi no veo, pero usted acérquese, es periodista ¿no? Cuéntele, cuéntele
al presidente de Laurita. —Señaló hacia la cómoda y entre las velas aparecían
las fotos de la niña: los ojazos francos, la sonrisa—. Mi angelito, si parece
estar viva en las fotos ¿no?
—Perdón quiero mi campera debo irme, dígale a su hija que
quiero mi campera —dijo el camionero, enojado por el calor y la confusión
¿Agosto? ¿Enero? ¿Angelito? ¿Viva?
—Laurita está muerta —dijo la mujer—; la mataron el agosto
pasado en la fiesta del hijo del intendente. Fueron ellos, los amigos de
Patricio, y Patricio. Todos escaparon para la capital, todos se ocultaron. El
poder. Se escaparon, menos Patricio que murió aplastado por un camión, dicen. El
pueblo incendió la Casa Grande. Vinieron los periodistas. Después se cansaron y
se fueron. Mi marido dejo de comer, de hablar de vivir. Venga, están los dos
juntitos debajo de los árboles. —Santiago se sentía muy débil, muy cansado. Siguió
a la señora, más en busca de la sombra que por curiosidad—. Aquí están: José y Laurita.
La vieja volvió a encorvarse, encerrándose con un gemido. Santiago avanzó hacia
el cemento, las flores de plástico, los rosarios y la foto de Laura. En la
tumba, doblada con amoroso cuidado, estaba su campera. Lentamente la levantó, a
pesar del calor, se la puso, sintió el olor a manzanilla. Abrazó a la señora y
se dirigió hacia el camión. Ya atardecía, pero el reloj y el calendario de la
chica esa que a Bety la enojaba… no existían. Nada era real. Excepto su
tristeza y el olor a manzanilla. Cuando decidió marcharse, la luna lo aprobó.
Arrancó el camión y apretó el acelerador al máximo: huir, huir…
Cuando vio a ese muchacho, haciendo zigzag de borracho en
la ruta, a carcajadas rojas, escuchó un murmullo de niña.
—Patricio, Patricio, ¿por qué?
El pie de Santiago apretó a fondo el acelerador y el golpe
fue solo eso: un golpe, algo que se arrastra y queda, muy lejos, tirado en la
ruta, sangrando vergüenza.
Santiago bajó la ventanilla hacía calor. Encendió la radio;
era pura cumbia nomás y de la buena. Miró la foto del tío.
—Ya llegamos a la frontera —dijo.
María Cristina Rolnik nació en 1973 en la provincia de Corrientes, Argentina, y morirá, asegura, en el 2073 en la provincia de Corrientes (Estados del Sur Unidos por el Norte). Hizo estudios primarios, secundarios y terciarios, completos, por lo que puede afirmarse que es el orgullo de mamá y papá. Estudió danzas clásicas, pero las abandonó cuando se vio horrenda con más tutú que encanto. Estudió francés comercial, inglés de postguerra y sabe algunas palabras en guaraní y polaco. Actualmente hace ejercicio casi legal de la Medicina. Película favorita: Las alas del deseo. Escritor favorito: Edgar A. Poe. Poeta favorito: Alejandra Pizarnik.

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