Néstor Darío Figueiras
Empezó cuando salieron a la venta los nanites para músicos. Los primeros fueron para los guitarristas. No hubo que practicar más la digitación hasta la tendinitis. Te inyectabas una ampolla de esos microbichitos y ya tocabas mejor que Vai, Gilbert, Morse y Satriani juntos. Así surgieron los Post-músicos. Y luego, cuando la magia microscópica de los nanos se popularizó, los artistas se transformaron en Post-artistas. Hubo Arte y Post-arte. Decían que el Arte se revalorizaría. Pero no fue así. El Post-arte se hizo cada vez más difícil de apreciar, debido a la increíble velocidad de los músicos —volvió la garrapatea, la figura que vale la mitad de una semifusa—; a los prodigiosos saltos de los bailarines, de decenas de metros de altura; al complicado humor metafísico de los comediantes; al hiperrealismo de las pinturas —que al principio no se distinguían de la fotografías, y luego se confundían con la misma realidad, al punto de que muchos procuraban internarse en habitaciones hechas al óleo y abrir puertas rasgando lienzos electrónicos—. Entonces fue necesaria la inoculación de nanites para los espectadores. Los conciertos, el teatro, las muestras de pintura, se convirtieron en sesiones espectrales donde las mentes, abducidas por las fantásticas maquinitas sumergidas en el torrente sanguíneo, deliraban a puro vértigo. De tan veloces, Post-artistas y Post-público permanecían extáticos en cada performance, presos de manipulaciones sinápticas, una respuesta programada por los algoritmos inscritos en los minúsculos insectos que bullían en las células de todos. La expresión y la impresión se maquinizaron. Fueron visibles las resoluciones más altas; se hicieron audibles las frecuencias que antes nunca habían hecho vibrar los tímpanos; pudieron contemplarse estéticas ridículamente perfectas, hasta el paroxismo. Se forzó la percepción más allá de los límites de la cordura.
Esto duró un tiempo, y luego los sistemas nerviosos se llenaron de geles extraños. La gente se vació. El Post-arte había cumplido su ciclo. Y frente a esa consumación, las personas no quisieron buscar más. Todo se había dicho, todo se había hecho. No había más fronteras que cruzar. Hombres y mujeres se encerraron en sí mismos, en un empotramiento infinito, amplificado por los nanos y sus nuevas rutinas autoprogramadas. El mundo se silenció.
Ahora todos duermen, casi inmortales, navegando dentro de sus propios cuerpos.
Y aquí, en las Malvinas, estamos nosotros, los Insomnes, algunas centenas de inadaptados que nos hicimos extraer los nanos a tiempo. Nuestros niños —nacidos puros— nos lideran y nos enseñan.
Hoy tenemos clase de Dibujo. Hace dos semanas que logré hacer unos palotes aceptables. Desde ayer intento dibujar una casa junto a un árbol, y el sol sobre ellos. Al observar mi trabajo, el maestro se saca un moco de la nariz, lo mira con curiosidad y sonríe. Luego me corrige:
—Al sol le faltan los ojitos y la boca —y agarra mi lápiz—. Así, ¿ves? —dice mientras hace unos trazos incomparables sobre el papel arrugado.
Néstor Darío Figueiras, (Buenos Aires, 18 de noviembre de 1973), es un escritor, músico, productor musical e ilustrador aficionado argentino. Su producción literaria se enmarca principalmente dentro del género de la ciencia ficción, aunque también ha escrito obras de terror y fantasía.
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