martes, 9 de abril de 2024

BIFICCIONES (UNO)

 CINCUENTA MINUTOS

Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire


La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto, repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro Apocalipsis.

Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?


SEA MONKEYS

Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara





Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.


Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…


LOGÍSTICA INCORRECTA

Patricia K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman





Cruzamos el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre. La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga, obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—. ¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia? —preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga, ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios psiquiátricos de la zona central.  Todos ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca —respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes, que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate, instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie, Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse. Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden. Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin, encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico: pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental, obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento para disimular las perturbaciones.

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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