Patricia K. Olivera
La alarma del reloj resonó en el diminuto apartamento. Como todos los días, C lanzó un resoplido y se colocó la almohada sobre la cara. Por las rendijas de la celosía cerrada se filtraba una luz pálida, casi anaranjada. Tiró la almohada al piso antes de levantarse. La pereza estaba ingobernable. Se restregó los ojos y miró en dirección a la ventana, le gustó el silencio que percibió. «¡Cuánta paz!», pensó. Respiró hondo y se arrebujó bajo las mantas, robándole al tiempo insensible un minuto más; al instante pegó un salto, casi se duerme, bien sabía que sus cabezaditas de «un poquito más» lo hicieron llegar tarde al trabajo más de una vez.
Se dio una ducha rápida y guardó unas carpetas en la mochila. No quería volver corriendo del trabajo por los informes que debía presentar esa tarde en uno de los cursos que tomaba. Se sirvió un café y se dispuso a revisar una vez más el contenido del informe, sin embargo, le preocupó tanto silencio. ¿Se habría equivocado y era fin de semana? Se rió para sus adentros, esa idea no lo disgustaba en absoluto, por el contrario, sería una linda sorpresa. Abrió la ventana y la celosía, un resplandor opaco le dio de lleno en los ojos. Era un día nublado, con sol, pero con una niebla espesa que solo permitía adivinar que el sol estaba en alguna parte, la sensación era de opresión; parecía tan densa que pensó que si alargaba la mano podría tomar un trozo y sentir la textura del algodón entre los dedos. Y el color, el color que adquiría la luz, frenada por esa pared de niebla, era realmente estremecedor; ese color naranja puro que teñía el entorno cortaba la respiración.
C vivía en un segundo piso, en un edificio del centro de Montevideo en el cual había dos apartamentos por planta, y no tenía portero. Estaba acostumbrado a levantarse muy temprano para iniciar la jornada de estudio y trabajo, y mirar por la ventana el tránsito que poco a poco comenzaba a inundar las calles de sonidos cotidianos. Pero esta vez no había autos ni gente, por lo cual tampoco los sonidos de siempre. Advirtió que ni siquiera había escuchado el canto del pajarito que todos los días cantaba en su ventana cuando amanecía. Se protegió los ojos del resplandor opaco y denso, y trató de ver si el supermercado de la esquina de enfrente estaba abierto. No logró distinguirlo, a pesar de que su apartamento estaba a mitad de cuadra. Aunque eso ya no importó, pues no vio a nadie, ni a una persona ni a un perro, ni oyó nada. Tomó el celular, al menos tenía señal, y llamó a un amigo, el tono de llamada sonó al otro lado seguido por la contestadora: «Ahora no puedo atenderte. Dejá tu mensaje y número y te llamo a la brevedad», dijo una voz juvenil. Prendió la televisión, en algunos canales aparecían las rayas multicolores de la señal de ajuste, en otros, la lluvia zumbona. Se puso un pantalón deportivo y bajó corriendo las escaleras.
Una vez en la calle notó que los semáforos parpadeaban intermitentemente; los comercios estaban cerrados; la estación de servicio de la esquina, que funcionaba las 24 horas, tenía la puerta abierta y la radio prendida, con la caja registradora entreabierta y el dinero dentro, pero el interior del local estaba desierto. Afuera, una camioneta todavía tenía la manguera expendedora puesta, como si el pistero hubiera ido a hacer algo y ya volviera. Dentro del vehículo, la radio encendida solo dejaba oír el molesto zumbido; en el asiento trasero, la silla de un bebé, varios juguetes desparramados, algunos paquetes de pañales y un par de bolsas de galletitas.
—¿A dónde se fueron todos? —murmuró, y esa frase le resultó trillada. Como la de las películas o libros de género que solía leer.
Cruzó la calle y continuó su recorrido, a tres cuadras estaba la avenida 18 de Julio; el centro de Montevideo lucía desierto de gente. Nada, los autos aparcados en hileras, los autobuses ocupando las calles. La marquesina gigante de la dependencia 19 de Julio del Banco República lucía apagada.
Comenzó a entrar en pánico, pensó en sus seres queridos. Su familia era oriunda de Salto, él residía en Montevideo desde hacía tres años porque estudiaba y trabajaba. Los llamó uno por uno a sus respectivos celulares, y la contestadora repitió con voz monótona un mensaje parecido al del amigo que había llamado antes.
Siguió caminando en dirección al Obelisco, el cual distinguió cuando ya estaba muy cerca, ya que la niebla seguía tan densa como al principio. En el cielo aún percibía el punto naranja, borroso, de lo que para él era el sol. Nada, solo vehículos vacíos que parecían haber quedado en el lugar en el cual se encontraban cuando ocurrió lo que fuera que ocurrió. Pasó por la puerta de una panadería y entró. En el interior solo se oía el tic tac monótono de un reloj de pared, el motor de un ventilador de techo y el zumbido que provenía de la radio prendida. Tenía hambre, así que tomó algunos biscochos y un refresco, hizo amague de pagarle a una cajera inexistente, como había sido la costumbre desde siempre; ya se marchaba cuando se le ocurrió, con mucha precaución, pasar al otro lado del mostrador. El horno a leña estaba prendido, dentro se veía una masa quemada. Sobre una mesa de acero inoxidable estaban las bandejas con las masas de roscas dulces fermentadas.
Estaba cada vez más nervioso: algo grave había sucedido durante la noche, mientras dormía. Se metió dentro de uno de los coches que tenía la llave de contacto puesta; esa sería la primera vez que manejaba libre de la supervisión del padre. Sacarse la libreta de conducir era una asignatura que tenía pendiente. Pensó que, al menos en esa situación, no existía el peligro de atropellar a alguien. Manejó despacio a causa de la niebla, en una ciudad que se había tornado gris y anaranjada por el reflejo de algo que todavía no podía identificar, desierta de seres vivos. Sin darse cuenta tomó por la ruta hacía el área rural de Montevideo. Pensó que debería volver a buscar los documentos por si le sucedía algo en la calle, fue un pensamiento cotidiano que le vino a la cabeza por la fuerza de la costumbre.
No se topó con indicios de vida de ningún tipo: ni seres humanos ni animales… nada, ni siquiera una simple mosca. Llegó al pueblito de Santiago Vásquez, junto al río Santa Lucia, centro urbano de considerable densidad poblacional, pero no había nadie. Igual que en el centro, y los lugares públicos que estaban abiertos se veían como si en cualquier momento la gente fuera a regresar. Intentó una vez más llamar a la familia, a los amigos, pero solo respondía la misma voz irreal de antes.
Descartó definitivamente el tema de los documentos que un rato antes le había preocupado —dada la situación no era necesario pensar en eso ni en ninguna otra cosa— y se propuso continuar la ruta al interior del país. Quería llegar a Salto, a la casa materna, aún mantenía la esperanza de encontrar a la familia. Recorrió a pie las pocas cuadras que conformaban el pueblo, se coló en varias casas, todavía con resquemor por violar la intimidad de esas personas; se sentía como un ladrón. Sin embargo, a pesar de que no tenía de qué preocuparse, hubiera preferido que alguien apareciera detrás de la niebla y lo sacara a patadas de ahí, o que un perro furioso lo persiguiera con la idea de arrancarle un pedazo. Así hubiera sido feliz.
La niebla seguía igual de densa, el punto naranja parecía descender en el firmamento y daba paso, de a poco, a una tarde oscura y triste. El tiempo pasó a una velocidad inusitada. Ya no era posible continuar viaje en esa situación, la visibilidad era ya casi nula. Se refugió en el club de remo para descansar y planificar el viaje del día siguiente. El restorán bien provisto del club le fue de mucha utilidad a la hora de aprovisionarse.
Al otro día, mientras cruzaba el puente sobre el río Santa Lucía, intentó oír el rumor del agua, pero hasta los sonidos parecían haberse congelado, a pesar de que el agua seguía allí, aterradoramente mansa, tranquila, gris. Ese día comenzó a ser distinto al anterior, pues no solo hizo frente a la pared de niebla, sino también a un viento frío y seco. Al principio bastó la calefacción del coche, pero cuando divisó una casa de campo perdida, cerca ya del mediodía, se detuvo para ver si podía conseguir alguna ropa de abrigo. Antes de ingresar tocó a la puerta por si acaso, pues aún conservaba la esperanza. Una vez dentro tomó algunas prendas de abrigo del dueño de casa. Luego de entrar en calor recorrió el lugar en busca de algún rastro de vida, sin ningún resultado positivo.
El viento soplaba más fuerte con el transcurrir de las horas. Le extrañó ver que aun así la niebla no se disipaba y el reflejo naranja continuaba fijo en lo alto, estático, testigo mudo de ese algo extraño que estaba ocurriendo. Preparó algo para comer. Pensó que otra cosa buena de la situación, además de conducir, era que podía hacerse su comida preferida sin que después lo obligaran a limpiar las manchas de aceite. Cuando terminó con el postre encendió la televisión, había olvidado que solo vería la señal de ajuste. Apagó el aparato y encendió la computadora portátil que algún miembro de esa familia había dejado sobre la mesada de la cocina. Si bien había señal, en las redes sociales las últimas actividades databan de dos días atrás; a partir de ahí, no había registro de actividad alguna. Ingresó a la página de la municipalidad para ver, a través del sistema de cámaras instaladas en distintos puntos de Montevideo, lo que sucedía en tiempo real en la vía pública, pero las calles seguían desiertas. Angustiado salió a la parte trasera de la casa y vio la hierba verde de una parte de lo que seguramente era una gran extensión de tierra. Caminó unos pasos para intentar ver si había alguna otra construcción por allí cerca y pronto se topó con una caballeriza. Sus esperanzas se renovaron y una expresión de alegría se dibujó en su rostro, pero pronto volvió a la cruda realidad: no había nada allí, tampoco en el galpón de las gallinas que estaba a unos pasos, ni siquiera un mísero huevo abandonado. El viento movía frenético la copa de los árboles enanos que encontró en su recorrido por el predio. Las celosías de la casa comenzaron a golpearse con violencia. A duras penas, en contra del viento, logró ingresar y encerrarse a cal y canto.
El tiempo transcurrió con rapidez mientras él estuvo ocupado en esas cosas. La noche cayó y el tono anaranjado del cielo se fue diluyendo tras la niebla impenetrable; esta no desaparecía, por el contrario, no permitía ver el cielo estrellado que en un lugar libre de contaminación lumínica hubiera podido divisarse en toda su plenitud. La electricidad comenzó a fallar. Antes de que el lugar quedara sumido en la oscuridad, encontró algunos candelabros con velas nuevas. Afuera, el viento se había intensificado de tal manera que las celosías, que él mismo se encargó de trancar, se zafaron y fueron arrastradas por el viento. Buscó refugio en el sótano que, para su suerte, tenía una puerta altamente reforzada. Pasó el resto de la noche en ese refugio, oyendo el ruido atronador del exterior, el cual no disminuyó en ningún momento.
El cansancio lo venció y cuando despertó todo estaba en silencio. Salió con lentitud; lo único que se mantenía en pie era la puerta reforzada que acababa de abrir. Los pedazos de la casa, el establo y el galpón de las gallinas estaban esparcidos por el suelo, y seguramente más allá de lo que la niebla le permitía ver. Por lo que podía calcular, el efecto del huracán debió ser devastador para los lugares por los que pasó. Pensó en la familia, en los amigos y en su vida, esa vida de la que a veces se quejaba de lleno nomás, y las lágrimas le salieron primero como un estertor desde el pecho, y luego fueron como los gemidos lastimeros de un animal apaleado.
El punto naranja se iba encendiendo detrás de la pared de niebla.
Cuando estuvo más calmado decidió que seguiría alimentando la esperanza de no ser el único sobreviviente a lo que fuera que pasó. El coche en el que llegó también había desaparecido, continuó el viaje a pie, guiándose por las sendas de grava y por los caminos asfaltados, para evitar el peligro de caer a alguna zanja o curso de agua.
Hasta ese día, le había resultado fácil distinguir la silueta de alguna construcción en el camino cuando el punto naranja estaba en el cenit. Sin embargo, pasaron horas antes de que diera con una estación de servicio, cuya edificación resistió con más suerte que las construcciones de madera que habían volado hechas pedazos hasta el costado del camino. Estaba muy cansado cuando llegó, había caminado mucho para avanzar lo más rápido posible y tenía hambre, frío y sed. En la estación también había un minimercado, allí se alimentó y se abrigó con lo que encontró en las respectivas secciones. La idea era comer, descansar y encontrar otro vehículo que le permitiera no solo desplazarse, sino también cargar algo de alimento, pero luego de saciar sus necesidades se durmió sobre uno de los mostradores.
Despertó por el ruido del granizo que pegaba violentamente contra todo lo que se interponía en el camino. Se levantó sobresaltado; si ya la densidad de la niebla no le permitía ver, la lluvia de agua y granizo era literalmente una muralla sólida, impenetrable. Aun así, la luz naranja agonizaba en el fondo. Consultó el reloj de la pared y el celular, el cual ya estaba prácticamente sin batería, y ambos coincidían. Ya no podía irse, tendría que pasar la noche allí. Una alarma se encendió en su cabeza cuando vio que el agua comenzaba a acumularse a la entrada del local. Había descubierto que en el entrepiso estaba el depósito. Si bien era un sitio bastante pequeño era en el único lugar donde podría mantenerse a salvo. Juntó algunas bolsas de comestibles y botellas de agua y los apiló en un rincón del depósito. Luego se dirigió al taller y eligió una motoneta, comprobó que encendiera y que las llantas estuvieran infladas, y, por si acaso, le agregó más combustible.
Si bien actuó con rapidez, cuando terminó, el agua ya había entrado al local. Juntó el resto de fuerzas que le quedaban y cargó la motoneta hasta el entrepiso. Esperaba que el peso de esta y el suyo no lo hicieran ceder. Después de acomodarla con sumo cuidado se quitó las zapatillas mojadas, improvisó un lecho lo más cómodo posible y encendió el farol que trajo del taller. Quedó profundamente dormido. Para ese entonces, la oscuridad era completa, el granizo golpeaba con furia y el nivel del agua subía de nivel.
Todavía estaba oscuro cuando despertó, la luz del farol era tenue. Se aproximó a lo alto de la escalera para ver cuánto había subido el agua: cuatro escalones más y pronto anegaría el pequeño refugio. Se asustó aún más, se acurrucó en un rincón e intentó, una vez más, comunicarse con sus padres, pero la batería del celular estaba muerta. Hubiera preferido escuchar el mensaje estúpido de la contestadora. Se preguntaba con desconsuelo en dónde estaban todos, ¿qué había pasado?, ¿quién le estaba jugando una broma tan retorcida?
Las horas pasaban y el agua subía. Pese a los esfuerzos por permanecer alerta, cayó en un profundo sueño en el momento en el cual el agua estaba a punto de ganar el último escalón que lo mantenía a salvo. Despertó cuando la luz del farol se había extinguido y ya se notaba el débil resplandor naranja que se filtraba a través de la única ventana que había. Nuevamente reinaba el silencio. Palpó sus ropas y su cuerpo para corroborar que no estaba mojado. Se asomó a la escalera, no quedaban rastros de agua. Si bien en la parte de abajo todo estaba empapado, en el exterior solo había algunos charcos. A pesar de la niebla, notó el vapor que se desprendía del suelo a causa del punto naranja que todavía no había terminado de salir en toda su plenitud, pues era muy temprano. Imaginaba que sería un día pesado y caluroso.
Partió rápido de allí, aunque era una temeridad conducir a mucha velocidad cuando la ruta no era visible por completo. A esa altura de los hechos, pensaba que nada podía ser más temible. Si chocaba, lo peor sería morir en el acto, a lo que no tendría objeciones; el asunto era si chocaba y quedaba consciente. Recorrió varios kilómetros, pensó en la novia a la que llamaba todos los días varias veces, en los amigos de la universidad, con los cuales quedó la última vez en ir a jugar un partido de futbol. Recordó su vida anterior, el apartamento que alquilaba y del cual quería irse porque estaba cansado de los ruidos permanentes del vecino de abajo. Ahora daría cualquier cosa por volver a oír esos ruidos molestos. Mientras conducía, le parecía atravesar una pared de telaraña, tal era la impresión que sentía en la piel al rozar esa neblina. Rememoró los copos de azúcar de algodón rosado del parque de atracciones al cual lo llevaba la madre cuando era pequeño.
Se detuvo de improviso, vio un camino de tierra que salía a la carretera. Le dio curiosidad saber a dónde llegaba así que, considerando que ya no tenía nada para perder, si en verdad ese iba a ser el mundo de ahí en más, corrigió el rumbo y tomó esa senda. Al menos, además del motor de la motoneta, podía escuchar el sonido vivificante de las ruedas sobre el pedregullo del camino y eso le permitía imaginar que su vida seguía como antes de que el mundo acabara. Llegó a un establecimiento rural, abandonado como todo lo demás. Por costumbre golpeó a la puerta principal, luego entró. El interior era más bien rústico, estaba todo muy limpio, excepto la cocina. Era evidente que había gente a la mesa cuando algo sucedió. Los alimentos en los recipientes y sobre la mesada estaban en mal estado. No le dio importancia a eso; había cosas que ya no le importaban. Se limitó a prepararse algo para comer. Después, solo miró por la ventana, tampoco le interesaba recorrer el lugar, no era divertido, ya nada lo era.
El resplandor naranja seguía ahí, resguardándose detrás de la niebla, robando los colores naturales del entorno. El paisaje era fantasmal, pintado con un color irreal, como todo lo que estaba sucediendo.
Se recostó en la cama desordenada de uno de los cuartos y quedó profundamente dormido. Soñó con las personas y los lugares que habían sido habituales e importantes en su vida. Al despertar lloró profundamente, a los gritos, no podía albergar más esperanzas, ya no volvería nunca más a esos lugares. Si hubiera desaparecido con todos ellos, no tendría esa incertidumbre de qué sucedería con él ahora. ¿Moriría de soledad o de hambre cuando ya no hubiera dónde buscar ni a dónde llegar?, ¿quedaría ciego a causa de la niebla o se volvería albino por la ausencia de color? ¿Y ese resplandor, qué era ese resplandor naranja? ¿Y si estaba soñando?, ¿y si estaba en un sueño dentro de otro sueño? Se pellizcó y le dolió, pero eso no era suficiente.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Dónde están todos? —gritó. Salió al exterior e hizo lo mismo. Nada, ni siquiera el ruido de un grillo.
Ya era tarde para continuar el viaje, pronto anochecería. Las luces de la casa aún funcionaban, las prendió todas, incluso las del exterior. Seguramente esa era la única casa iluminada en kilómetros a la redonda, pero aun así, la pared de niebla se mantenía inalterable. Esa era la tercera noche que pernoctaría en un lugar desconocido, de un mundo desconocido, apartado de todo indicio de vida. Pero esa noche no durmió, simplemente se limitó a vagabundear por la casa, buscando recuerdos de la familia, elementos que le contaran quiénes habían sido. Pensaba que al hacer eso les agradecía un poco por permitirle quedarse. Encontró un video grabador de los de antes y varios casetes viejos en una bolsa negra de residuos; comenzó a mirarlos. Algunos contenían varios años de recuerdos de la familia, otros contenían películas viejas que, en muchos casos, era difíciles de ver con claridad. Esa situación lo entristeció aún más, quizás esa gente tuvo la posibilidad de desaparecer junta, en cambio él estaba lejos de su familia; si lo hubiera sabido, nunca hubiera tomado la decisión de irse a la capital. Decidió poner la música al máximo volumen y tomarse todas las cervezas y el vino que encontró en la bodega. Cuando estuvo completamente borracho se durmió, soñó que estaba en su apartamento, con los amigos, en una de esas reuniones que hacían de vez en cuando para pasar un buen rato, y todo seguía igual que antes.
Al otro día, lo único nuevo era que le dolía terriblemente la cabeza. Y nada había cambiado.
Continuó viaje en una bicicleta que halló en el establecimiento. Tuvo la posibilidad de elegir un trasporte mejor, pero no lo consideró necesario, al fin y al cabo no tenía apuro. Ese día no había viento, tampoco llovía ni hacía frío. La humedad del suelo continuaba evaporándose y el reflejo naranja era más intenso. Recorrió varios kilómetros a pesar del calor y del peso de la mochila. Se detuvo bajo un árbol a descansar, y recién ahí cayó en la cuenta de que estaba empapado en sudor. Se refresco con el agua que había llevado, desgarró el pantalón a la altura de las rodillas y se quitó las zapatillas para estar más cómodo durante el viaje. El calor se estaba haciendo insoportable y no lo había previsto. Esperaba encontrar por lo menos un curso de agua dulce para abastecerse.
La niebla seguía allí, tan densa como antes, pero el punto naranja parecía estar más cerca o al menos eso creyó percibir, pues el tono naranja sobre las pocas cosas que llegaba a ver era más intenso y eso resultaba aterrador.
Comenzó a pedalear más rápido, ya no importaba ser precavido en el camino. Si se caía volvería a levantarse, y si caía en algún arroyo mejor, así podría refrescarse. Sin embargo, no encontraba nada a su paso, ni refugio ni agua. Pasaron las horas, pero el punto naranja no descendía. El calor se volvió insoportable, sudaba a mares, le habían salido ampollas en las manos y en los pies. Sin celular ni reloj había perdido la noción del tiempo transcurrido, pero había andado tanto desde que salió del establecimiento que pensó que debería estar anocheciendo. La piel le empezó a arder, los ojos a llorar por el resplandor. Pensó en la familia una vez más, en su vida de antes, y un miedo feroz le atravesó las entrañas. Le pareció ver una luz a través de la niebla. Un resplandor que titilaba a medida que él comenzaba a pedalear más rápido.
«Una luz», pensó.
—¡Una luz! —gritó como si hablara con alguien.
Rio y gritó de júbilo, mientras intentaba a duras penas apurar el pedaleo.
El ardor en la piel ya era doloroso, apenas podía sostener la dirección de la bicicleta, o pedalear más rápido, a causa de las ampollas que reventaban y quedaban en carne viva. A él no le importaba. Cuando llegó al lugar, apenas podía mantenerse en pie. Si bien la niebla seguía impenetrable, el resplandor naranja lo guió al sitio de donde provenía la luz. Lloró de alegría y de dolor cuando se dio de bruces contra un ventanal de vidrios espejados. Su alegría se convirtió en terror cuando vio su aspecto en el reflejo del ventanal: estaba cubierto de llagas sanguinolentas de la cabeza a los pies. Lanzó un alarido aterrador, como si recién en ese momento, en el cual tomaba consciencia de su situación, todos los dolores del universo se alojaran de un tirón en su pobre cuerpo maltratado, y perdió el sentido. El color naranja del entorno se hizo más intenso, la niebla se convirtió en una pared de cemento naranja, y poco a poco todo empezó a arder, incluso el cuerpo inerte de C.
El fuego se apagó lentamente y la niebla se fue disipando, lo que permitió ver los distintos escenarios montados tras los vidrios espejados del ventanal: las distintas locaciones de una ciudad y de un medio rural. El foco de luz naranja, encastrado en un riel semicircular que partía del borde inferior de una de las paredes, y llegaba al otro borde de la pared de enfrente, y simulaba ascenso y descenso, fue lo último que se apagó.
El cuerpo de C, un humanoide al que se le podía ver parte de los engranajes a causa de las profundas quemaduras, todavía humeaba cuando dos seres sin rostro, extremadamente delgados, lo retiraron del lugar y lo sumergieron dentro de una capsula llena de un líquido transparente. Detrás, una hilera de cápsulas iguales, ocupadas por humanoides de distinto sexo y edad que parecían dormir, se extendía y parecía no tener fin.
De inmediato se oyó un chasquido y un pitido de alerta; por un riel que apenas se distinguía del fondo oscuro del techo, un humanoide femenino, vestido con un camisón, se deslizaba con lentitud. Las luces volvieron a encenderse. En cuanto la muchacha fue depositada en el piso, abrió los ojos, verde agua y, sin decir palabra ni mostrar rastro de emoción, se metió en la cama y se durmió. Tras las celosías de la ventana del cuarto, el foco de luz comenzó a ascender sin prisa por el riel, y la neblina se fue haciendo más y más espesa.
Un nuevo escenario estaba listo para reiniciar el experimento…
Patricia K. Olivera nació en Montevideo, Uruguay, en 1970. Colabora con frecuencia en revistas literarias virtuales afines al género fantástico, como miNatura, NM (La nueva literatura fantástica hispanoamericana), Axxón, Círculo de Lovecraft, Historias Pulp y Cruz Diablo, entre otras. Participó en varias antologías extranjeras, con cuentos traducidos al francés, al portugués y al alemán. Es administrativa y técnica en Corrección de Estilo (lengua española). Actualmente estudia Lingüística y Letras en la Universidad de la República (Udelar).
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