martes, 2 de diciembre de 2025

-(CH2-CH2)-n

Ramiro Gallardo


A mi hija Clara, que junta cartón, envases de plástico y tapitas de gaseosa con la idea de hacer muñecos para el cumpleaños de Salvador.

 

Julián cerró la puerta del cubículo de “orgánicos” y abrió la de “reciclados”. Terminaba el año y la cantidad acumulada de papeles iba a ser la fiesta de los Recicladores. Depositó folios, cuadernos y fotocopias que ya no le servían en la picadora, atento a no incluir anillados ni forros protectores de plástico. Con una mezcla de alegría y algo de nostalgia observó cómo se pulverizaban algoritmos y estructuras de datos, ejercicios de simulación de sistemas y el trabajo sobre inteligencia artificial que tantos halagos le habían valido por parte de la titular de cátedra. Todo esto no le llevó más de tres minutos

Distinto era lo que se venía: el cubículo de “saneamiento ambiental” requería de mucha dedicación y cuidado. Un descuido, un olvido menor traería, como mínima consecuencia, una multa por parte del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable. Mucho peor eran las enfermedades que podrían generarse al contacto con alguno de estos residuos peligrosos.

El “Compartimento tóxico” –así se lo conocía popularmente– era requerimiento obligatorio en todos los hogares desde la sanción del Decreto 592/2029. Se trataba de una ampliación del anterior, diez años más viejo, en el que el gobierno de turno había autorizado el ingreso de basura contaminante proveniente de otros países. Con el pretexto de que se trataba de elementos provechosos para algunas industrias locales, lo que otros descartaban se convertía en objeto de deseo de países como el nuestro. La culpa era de los chinos, decían, que el primero de enero de 2018, a raíz de una campaña en contra de la llamada yang laji o “basura extranjera”, habían prohibido la importación de casi todo tipo de desechos plásticos. A partir de entonces, los siempre ávidos “mercados” habían fijado sus ojos en otros destinos: primero Vietnam, Malasia y Tailandia; más tarde Camboya, Laos, Ghana, Etiopía y Kenia. En 2019 la varita mágica le había tocado a nuestro país, que llevaba años esperando con ansiedad el arribo de capitales extranjeros y derrame de dólares. Ni capitales ni derrame: desechos contaminantes. Sonaba a chiste de mal gusto.

Julián se puso los guantes de nitrilo doble capa y abrió el suministro de basura tóxica semanal obligatoria. Recordó a su mamá, que retiraba doce y hasta dieciséis bolsas al mes. Qué vieja loca, pensó, arriesgarse así por la conmutación del ABL. Ella decía que daba igual, que con la basura obligatoria ya se había contaminado, que unas pocas bacterias más… Además, el ABL se había multiplicado por diez. Gente como ella, madre soltera, desocupada y sin casa propia, no tenía demasiadas posibilidades de elegir.

—Tenés que ver el lado bueno Julián —le decía—. Gracias al Gobierno tenemos la posibilidad de este ingreso extra.

–Pero mamá, ¿no te das cuenta del negocio que hacen a costa de todos? Quisiera ver a alguno de esos ministros tan ambientalistas dándole de comer a las putas orugas…


—Cuchi cuchis, ocuchuchas, origuchas...

Clara Kahlo observó su criadero de lepidópteras  (CH2-CH2) n a través del doble vidrio térmico de la pecera. El contacto con esta variedad de orugas no revestía, hasta donde se informaba, ningún peligro, pero el hecho de que su dieta estuviera compuesta a base de polietileno no generaba confianza. Si bien la crianza de esta especie se venía poniendo en práctica desde hacía tiempo, los estudios no eran lo suficientemente certeros como para descartar posibles infecciones.

Varias décadas atrás, una apicultora de Cantabria se había dado cuenta de que la plaga de parásitos en sus colmenas podía ser la solución al problema de los desechos plásticos. El hallazgo había sido tomado con optimismo a lo largo y ancho de todo el planeta, aunque finalmente se había transformado en un beneficio para unos pocos: los países pertenecientes al Sector Ambiental Secundario (antes llamados “países en vías de desarrollo”, “periféricos” o “tercermundistas”) se convirtieron, decretos y leyes engañosas mediante, en importadores de la basura tóxica generada por las grandes potencias mundiales. 

Clara Kahlo era artista plástica. Su Monumento a la Madre Tierra, realizado con desechos tóxicos, iba a ser un despelote. Una trompada en medio de la jeta cómoda del mundillo del arte afirmaba su galerista: un grito de protesta vivo decía la artista que homenajeaba, con su apellido, a su referente mexicana.

La realización de esta obra no era para nada sencilla. Al tamaño –cinco veces la altura de la artista– se le sumaba la dificultad inherente al manejo de residuos contaminantes. Clara construía una figura femenina a gran escala, tomando como modelo su propio cuerpo. Cientos de orugas comeplástico –así se las llamaba popularmente– se alimentarían de ella durante los treinta días que tenía para el montaje y los tres meses que durase la muestra. Los excrementos serían utilizados para abonar una huerta orgánica en el mismo espacio de exposición.

—Mierda, otra vez. —Clara dejó la bolsa de basura colgada de uno de los soportes del andamio y bajó con cuidado. Había improvisado un obrador antiséptico cerca de la puerta de entrada de la galería, allí guardaba varios mamelucos aislantes y docenas de guantes. Se quitó los que llevaba puestos, no sin antes observar el tajo cerca de la palma de la mano derecha. No tenía heridas. De todas formas, sabía que en pocas horas la piel más próxima a la hendidura se le pondría morada.


Julián terminó de peinarse, acomodó el cuello de su camisa y se colocó dos gotas de perfume. Esa noche su mamá iba a ser parte de una performance en la inauguración de la muestra de la renombrada artista Clara Kahlo en defensa del medioambiente.

La exposición tenía como sede la nueva “Galería del Transbordador”, un moderno edificio acristalado construido en lo alto de la vieja estructura metálica del Puente Transbordador Nicolás Avellaneda. En los accesos, uno del lado de Capital y otro de Provincia, el público debía colocarse trajes protectores contra partículas contaminantes en suspensión. Amigos y familiares de Kahlo, turistas, unos cuantos políticos y toda la farándula del mundillo del arte ascendían por los ascensores luciendo mameluco gris plomo, cobertores de calzado, guantes, barbijo, anteojos de protección ocular y cofia. Más que una muestra, parecía una convención de científicos o de astronautas.

La sala estaba toda cubierta de tierra. Tomates, zapallos, cebollas, remolachas y un variado repertorio de hojas verdes crecían con vigor aprovechando la gran exposición solar y el agregado fertilizante generado por las  (CH2-CH2) n. En el centro de este invernadero temporal, las lepidópteras se alimentaban de la gran figura femenina contaminante. 

Julián mataba el tiempo parado al borde de uno de los grandes paños de vidrio. Abajo, las luces de la noche generaban reflejos danzantes sobre las aguas negras del Riachuelo. Alguien se le acercó. Llevaba una bandeja repleta de vasos de plástico con tapa y pajita.

—¿Una copa de vino, jugo, gaseosa? —ofreció la voz simpática de una chica.

Julián eligió la “copa de vino”. Una válvula incrustada en el barbijo permitía acoplar la pajita y beber sin quedar expuesto a posibles partículas contaminantes. El vino no estaba mal. Apuró el trago, como para pedir una segunda copa, pero el movimiento de un grupo de personas vestidas con algunas prendas de color amarillo produjo un revuelo general. Avanzaban hacia la figura femenina con paso de ceremonia. Al llegar, formaron un círculo alrededor, de cara al público. Julián se acercó. Intentaba, sin éxito, identificar a su madre.

Una de las personas que realizaban la performance –la única con mameluco amarillo– era la mismísima Clara Kahlo. Se cercioró de que todos sus compañeros estuvieran en el sitio prefijado, alrededor de la escultura, y se sacó cofia, anteojos protectores y barbijo. Los colocó uno al lado del otro, prolijamente, en el suelo. Luego, comenzó a dar indicaciones. Uno a uno, quienes formaban el círculo fueron quitándose la prenda que les correspondía. La mamá de Julián, los guantes: levantó ambas manos mostrando las palmas repletas de verrugas y de ampollas; otros se descubrieron hombros, brazos, piernas.

Julián sintió ganas de vomitar.

La artista observaba cada movimiento con suma atención. Las pecas que regaban su rostro eran un bálsamo al lado de las mutilaciones que iban quedando a la vista. Una vez que todos hubieron expuesto sus úlceras, sus llagas, sus tumores, sus cánceres, dejó caer el mameluco que la cubría. Su cuerpo desnudo acaparó todas las miradas.

Un murmullo general e inmediatamente el silencio. Un grito de horror. Un movimiento incómodo, un morbo, inundaron la sala.

El cuerpo de Clara estaba infectado. Las piernas, el vientre, los pechos, el cuello, mostraban enormes heridas en carne viva. Más bien, observó Julián: en plástico vivo. Todo lo que no tenía piel era polietileno. Músculos, venas, arterias, tejidos, membranas. En los intersticios, entre glándulas y riñones, entre tendones y ligamentos, colonias de orugas (CH2-CH2) n cumplían con avidez su ardua tarea de biodegradado.

Julián se acercó a su mamá, la agarró del brazo y la llevó sin que ella opusiera la menor resistencia. Lágrimas de plástico brotaban de sus ojos tristes y lo miraban empañando los anteojos de protección ocular. A la salida, la misma chica que, minutos atrás, le había ofrecido bebidas, repartía souvenirs. A Julián le tocó un racimo fresco de hojas de acelga recién cortada.

Ramiro Gallardo nació en Buenos Aires en 1974. Es arquitecto y escritor, profesor en la FADU, UBA, e integrante de varios colectivos como Pequeños Urbanismos o Habitante del espacio, siendo este último en el que desarrolla mayormente su actividad profesional. Sus “Cuentos de terror playero” forman parte de la antología del Cuento Digital Itaú 2012; “Bajo el agua tomando el té” resultó finalista de ese mismo concurso en 2014. En 2015 “La casa en el médano” obtuvo el segundo lugar en el Premio Internacional de Relatos Patricia Sánchez Cuevas. En 2016 quedó finalista con “Capítulo 89” en el XV Certamen de Relatos Pilar Baigorri. Su cuento “Dos veces en Bolivia” forma parte de Estaño y Plata, antología boliviano–argentina de ficción especulativa. Ha escrito y colaborado, entre otros medios, con El Anartista entre 2017 y 2021, con la sección de cultura de Agencia Paco Urondo entre 2018 y 2022, y con revista Entredicha en 2024 y 2025.

EL ARRULLO DE LA ARAÑA

Miguel Sequeiros

 

Creo escuchar el murmullo de sus patas y sus voces arácnidas llamándome e intentando enredarme en sus trampas.

¿Qué?

¿No escuchan?

¿Acaso no escuchan sus pisadas?

Todos piensan que estoy loco solo porque puedo escuchar los pasos de las arañas acercándose a este cuarto... ¡pero sé que vienen a buscarme para asesinarme; por eso obligaron a mi esposa y a mis hijos a abandonarme!, los doctores ya están hartos de mis gritos, se cansaron de explicarme que no hay arañas aquí.

¡Pero las hay, lo sé!

Dicen que sufro de aracnofobia desde que tengo memoria, pero creo que más que eso es que sufro por ser tan vulnerable ante esos bichos, ¡porque me siguen, me siguen y saben dónde estoy!

Desde que tengo uso de razón, un viaje al campo significaba una tortura para mí, porque me la pasaba buscando arañas e intentando matarlas a pisotones, todo embadurnado de repelente para insectos, sin poder dormir en las noches; y como se supone, esto hacía que las vacaciones con mis padres (cuando era niño), y con mi familia (después de casarme) siempre fueran más cortas y terminaran con peleas, en el primer caso, entre mis padres por mi malacrianza, y en el segundo caso, entre mi esposa y yo, porque no la dejaba en paz con mis temores.

Las terapias y los castigos solo sirvieron para empeorar mis miedos y certezas, y ya que no era simplemente una condición psicológica, sino una conspiración de esa especie en contra mía, supe que tenía que hacer algo para eliminarlas, y ese algo no era otra cosa que usar la cabeza.

De niño influí para que mis padres cambiasen de entorno laboral, de uno rural a otro más citadino, las arañas disminuyeron sustancialmente y eso me ayudó mucho, pues mi adolescencia llegó a ser casi normal; incluso me pareció olvidar por completo mis miedos y certezas, pues en esa zona no había más que cemento y plástico, repelentes en atomizadores y venenos espontáneos para insectos.

Me la pasaba leyendo, estudiando, enamorando con las chicas de las casas vecinas y, sobre todo, en la piscina con mis amigos, fue una época grandiosa, mi temor a la especie arácnida parecía haberse extinguido.

Cuando acabé la universidad y me casé, por un tiempo todo transcurrió con normalidad, hasta que nos tuvimos que trasladar a una antigua casa que era más grande que mi departamento de soltero, debido a que mi segundo hijo estaba en camino.

Aquella casa tenía una piscina de clásico estilo cincuentero, eso me animó a revivir mis años de juventud, disfrutándola por las noches.

Así lo hice, nadaba en las noches y luego de secarme, me iba a dormir con mucha facilidad; pero todo cambió de pronto, porque a la octava noche, cuando reinó el silencio, escuché de pronto los susurros de las patas de las arañas, toqueteando, levantándose una después de la otra y descendiendo (una pata después de la otra y otra y otra...), de esta forma sentí que el miedo retornaba con más fuerza que antes, el ruido de las arañas desplazándose por mi casa invadía el ambiente, e imaginaba sus cuerpos esféricos y velludos por todas las paredes, produciendo un sonido como de letanías demenciales con el sencillo roce de sus vientres anillados contra el empapelado o la pintura...

Este suceso se repitió desde aquella noche, hasta hace poco. Dejé incluso de nadar en la piscina, porque pensaba que ellas podían poner sus huevos en el agua y que estos eran inmunes al cloro.

Poco a poco toda mi vida volvió a convertirse en una pesadilla, mis miedos más profundos se consolidaron y mis certezas se reanudaron; encontraba huevos grises debajo de las sillas, debajo del borde interno del retrete, dentro de una cafetera abandonada.

Cruzaba el porche o pasaba por un rincón y mi piel se estremecía por el cosquilleo imposible de mitigar de las telarañas recién construidas. Veía fugazmente racimos de ojos que me acompañaban cuando bajaba al sótano o constelaciones de fulgores macabros de seres diminutos o no tan diminutos mirándome cuando subía al desván y siempre creía ver amagues de siluetas desplazando las ocho patas con violencia hacia los rincones.

Sé que creerán que estoy loco, pero paulatinamente los susurros se tornaron en voces que se hacían más claras día a día.

Como no podía conciliar el sueño, escuchaba una especie de arrullo horrible que hacía que mi familia durmiera profundamente, mientras que yo permanecía alerta percibiendo cómo los arácnidos invadían mi hogar, arrastrando sus asquerosos cuerpos y planificando el succionar de los fluidos de mi familia cuando tuvieran la oportunidad.

No pude tolerar esto por más tiempo, así que una vez que todos dormían, me levantaba cada noche y me enredaba en un combate desigual que me dejaba extenuado. Lógicamente, mi agotamiento era cada vez más notorio y mi rendimiento laboral decreció tanto que me despidieron.

Mi familia comenzó a evitar mi presencia, ya que varias veces los desperté por la noche con mis gritos y por mis vanos esfuerzos al combatir contra las hordas de alimañas invasoras.

Ya cansados de mi comportamiento, optaron por marcharse del hogar; mi esposa buscó ayuda profesional para poder recluirme en un hospital psiquiátrico, y luego de que algunos doctores me hicieran algunas evaluaciones después de encontrarme sentado en la sala y murmurando incoherencias, decidieron recluirme permanentemente.

¿Qué, que no escuchan nada?

¡Ustedes están conspirando con ellas, de seguro...!

¿No escuchan a esas espeluznantes criaturas, peludas y con fauces viscosas, esperando atraparme como a una mosca, cantando su arrullo mortal?

No me digan que no, estúpidos, es claro que son ruidosas ¡Deberían escucharlas y percibirlas como yo...!

Bueno, los médicos le explicaron a mi esposa que mi caso era una patología grave de aracnofobia, y que no era para nada preocupante, ya que, con la terapia apropiada, pronto estaría de vuelta en mi hogar.

Pero hasta ahora no me han soltado y las terapias no ayudan en nada.

Sigo hospedado en la habitación número trece; un bonito cuarto blanco, con paredes acolchadas de piso a techo, pero ni así el arrullo me ha abandonado.

¡Sí, lo sé, debe ser el último escaño para llegar a que me diagnostiquen locura absoluta!; pero hace poco las cosas se pusieron peor, durante la última consulta, el doctor me dijo que no tendría más noches en vela si seguía el tratamiento del cuarto acolchado, que se acabarían mis perturbaciones, que aquel era un lugar tranquilo y que, a pesar de todo, mis miedos no tendrían más fundamento.

—Las arañas —dijo el doctor, con su sonrisa de conquistador—, si bien son espantosas y causan miedo, nos ayudan mucho ya que se encargan de combatir plagas como los mosquitos y las moscas, que podrían invadir nuestros hogares y matarnos con sus infecciosos modos de vida; se podría decir que son las guardianas de nuestros hogares, nos evitan molestias, picaduras de mosquitos y si no las molestamos, viven en armonía con nosotros.

Todo lo que el médico dijo tenía sentido para mí; sin embargo, él no sabía que las arañas me querían para ellas solas, y esperaban matarme.

¡Por eso le dije que él no entendía, que yo no mataba a las arañas por gusto!

—¿Y entonces por qué las mata? —me preguntó.

—Ellas tienen un plan —le respondí—, nos adormecen por las noches y una vez que lo hacen, entran a nuestros hogares para alimentarse de nosotros, muchas veces se dice que las personas mueren de causas naturales mientras duermen, doctor; pero eso es mentira, ¡nos envenenan y cuando ya se han saciado de nosotros, nos matan!

—Pero, señor mío —me dijo el doctor, moviendo su bigote bien recortado y arqueando sus cejas como diciendo: «No sea estúpido si sigue aquí, yo terminaré seduciendo a su esposa: evítese ese mal momento»—; lo que usted necesita es estar tranquilo, en el cuarto acolchado tendrá la paz y el tiempo necesarios para recapacitar sobre esas ideas descabelladas.

Pero yo reaccioné y ya no hubo doctor bueno, porque, como yo soy un tanto fornido, le rompí la nariz de un puñetazo, con la sangre rebalsando de su nariz, el doctor me dijo, mientras los gorilas de seguridad me apresaban:

—¡Mientras siga así no me puedo fiar de su comportamiento, así que tendré que aislarlo al menos un mes y sedarlo, además para evitar contratiempos, le colocaré una camisa de fuerza para evitar que se lastime a sí mismo!

—¡No! —le grité—. ¡No puede dejarme indefenso, enciérreme si gusta, no me dé comida ni agua si desea, pero no me ate ni me drogue, ellas lo sabrán y vendrán por mí esta noche!

—Tranquilo, amigo —me dijo uno de los gorilas de seguridad—, la habitación trece es la más limpia del hospital, todo es blanco e inmaculado ahí.

Me redujeron por la fuerza, me inyectaron un sedante y me trajeron a este cuarto.

—¿Ves? —dijo el doctor, ya no tan apuesto, porque una línea roja de fractura le cruzaba la mitad de la nariz casi aplastada—, aquí no hay nada, todo está limpio y no entrará nadie.

Y me dejaron acá. Ahora estoy solo, si les hablo a ustedes, lo hago para no sentirme solo, si ustedes no existen, no me importa...

Pronto van a venir y... ¡Chist! ¿Escuchan? ¡Porque yo sí escucho ese arrullo infernal! Vienen, sé que vienen. ¡No, no puedo, no puedo gritar!, Todo parece estar dentro de mi cabeza y nada más... Vienen... Los ojos resplandecen: están acercándose... son muchas, muchísimas...

 

Al entrar a la habitación acolchada número trece, ubicada en el Hospital Psiquiátrico de aquella ciudad, el médico y las enfermeras se llevaron una horrenda sorpresa: el paciente número ciento treinta y tres estaba boca abajo, muerto, su cráneo parecía haber estallado y cientos de diminutas arañas salían de allí.

La araña-madre, que ahora era tan grande como un cangrejo costero adulto y que lucía un color rojizo en el lomo y verde esmeralda en el vientre, había entrado por el oído del desgraciado cuando este era solo un adolescente (la araña en cuestión era entonces un huevo en plena maduración), y lo había hecho con un fin ligado a su naturaleza: crecer, y como era hembra, esperar la fecundación para hacer su nido en la parte baja del cerebelo.

Había sido la reincidencia en el hábito de nadar en una piscina lo que había producido la fecundación de esta araña en particular, en efecto, el paciente creía en sus alucinaciones que las arañas podían esparcir sus huevos en las aguas.

Lo que no sabía era que algunas especies sí podían hacer esto.

En ese momento, mientras las enfermeras chillaban, la araña-madre, que era una mezcla entre las especies Cazadora Parda y Argyronetidae Acuática, estaba arrullando tiernamente a sus crías, pero no apartaba sus ocho enormes ojos, fríos y repulsivos, de los ojos de los seres humanos que la contemplaban, como hace una madre cuando ve amenazada la vida de sus hijos, y está dispuesta a todo. 

LA NIÑA DE JOSTEDAL

Ivan Nešić

 

Estoy sentada en un parque durante la pausa del almuerzo y estoy comiendo fiskeboller, albóndigas de pescado de una lata que logré abrir sin cortarme. Las rodajas están colocadas entre dos rebanadas de “pan de montaña noruego”, untadas con una fina capa de pasta de eneldo. Esa hierba me recuerda a la infancia: a mi abuela guardando manojos de eneldo antes de las primeras heladas nocturnas.

Los compañeros del trabajo comen a menudo lonjas de carne de reno, una costumbre que jamás podré aceptar. Si lo hiciera, creo que Papá Noel me negaría los regalos.

Si no llueve, paso cada momento libre al aire libre. Aun después de tantos años no puedo sacudirme la impresión de que aquí el verano llega y se va en una sola semana, entre dos nevadas, y por eso no abandono la rutina ni siquiera durante la pandemia.

Termino el sándwich, doy un sorbo de té helado y observo al hombre en el otro extremo del banco.

—Con imprudencia nos colocamos en posición de víctimas —dice de pronto, tal vez consciente de que lo observo con el rabillo del ojo. O quizá solo me pareció escucharlo; no puedo estar del todo segura por la mascarilla que lleva puesta.

Eso me da derecho a observarlo más detenidamente: cabello castaño sin una sola cana, rapado a los costados; el flequillo le cubre parte de la frente, y bajo sus cejas recortadas hay unos ojos hundidos cuyo color no puedo distinguir desde aquí. El resto del rostro está oculto bajo la mascarilla negra. Yo me quité la mía, pero no me la volví a poner cuando terminé el sándwich. Me gusta respirar a pleno pulmón, aunque la aplicación del móvil me advierte que el número de contagiados lleva dos semanas en aumento. Lo evalúo de pies a cabeza, sin preocuparme por las reglas del decoro; como él no reacciona, sigo su línea de interés.

A unos treinta metros del banco hay varios aparatos de ejercicio. Detrás, un parque infantil donde normalmente los chicos corren de un lado a otro, pero hoy no hay nadie. En este momento, solo un muchacho se está estirando colgado boca abajo de la barra de dominadas. Por un momento me atraviesa un miedo por él, pero la inquietud va y viene.

—¿Sabe que ya los antiguos griegos practicaban la inversión del cuerpo para contrarrestar los efectos de la gravedad? —me pregunta el hombre sin mirarme—. El modo más adecuado para eso son las botas antigravedad.

Sé lo que son las botas antigravedad; las he visto en el gimnasio: unos soportes con ganchos que se fijan en las barras y se ajustan a los tobillos. No me atrevo a usarlas: si me cayera y me rompiera el cuello, pasaría el resto de mi vida comiendo por una pajita y haciendo mis necesidades encima. No, gracias; la cinta para correr es reto suficiente.

Finalmente cruzamos miradas: sus ojos son gris verdoso, libres de arrogancia, pero en ellos hay una cierta distancia, y reacciono impulsivamente.

—Bueno… debería irme —digo, aunque mi excusa carece totalmente de fuerza. ¿Acaso ese misterioso apuntador aparecerá para susurrarme la frase salvadora ante el único espectador presente?

—Como guste —dice, pero en esa palabra no hay aliento alguno. Me quiere allí, donde estoy.

Sigo sin moverme, como hipnotizada. Por fin reacciono, me doy vuelta sin despedirme, y él tose significativamente.

Me detengo y giro hacia él: sostiene en alto mi mascarilla, que había olvidado, sujetándola entre dos dedos, como si fuese pestilente. Saco otra del bolso, sin usar. Me pongo las tiras elásticas detrás de las orejas, la acomodo, y cuando miro hacia el banco ya no están, ni él ni mi mascarilla.

 

Después del trabajo vuelvo al piso en el que vivo. Estoy en el comedor, leyendo un mensaje de mi prima, que vive en mi tierra natal.

Sus reflexiones a menudo derivan en el autoanálisis; intenta encontrarse a sí misma en estas nuevas circunstancias. Me habla de su dilema respecto a vacunarse y observa que, en cualquier caso, será víctima de su elección. Pienso que es la segunda vez en poco tiempo que escucho la palabra “víctima”. ¿La usamos demasiado a la ligera? ¿O es que es más fácil encarnarla que oponer resistencia?

No pienso darle ningún consejo: no quiero cargar con la culpa de las decisiones equivocadas de otros; en ese caso yo misma me convierto también en víctima.

En ese momento entra mi padre. En una mano sostiene un cuaderno y un lápiz afilado como una aguja.

—Cinco —dice triunfal, levantando la otra mano con los dedos extendidos.

—¡Seis! —le respondo, sin ninguna compasión. Sé que no es sabio provocarlo, pero no puedo evitarlo.

Él rompe a llorar. Siento un pinchazo de culpa; me levanto de la mesa y lo abrazo.

—Vamos, los contaremos juntos —digo cuando se calma. Su rostro se ilumina como el de un niño.

Vamos primero al dormitorio: allí hay una ventana. Luego pasamos al salón y sumamos dos más: ya son tres. En el comedor hay otra, y en el baño una muy pequeña, como un marco para una foto familiar.

—¿Ves? —dice él—. Son cinco.

Lo llevo de vuelta al salón. Nos detenemos frente a la puerta que conduce a la habitación más pequeña.

—La habitación de mamá —digo—. También tiene una ventana. Por lo tanto, son seis.

Papá gira la manija, pero la puerta está cerrada. Me mira suplicante. Me encojo de hombros.

—¿Cómo sé que hay una ventana ahí?

—Es la habitación de mamá, sabes que tiene una. La única que da al patio interior.

Me mira como si me viera por primera vez. Deseo golpearlo para devolverlo a su versión anterior.

—¿Tienes la llave?

—No —miento sin pestañear.

Él sigue dándole vueltas a algún pensamiento perdido en su cabeza llena de absurdos.

—¿Y si ella está ahí dentro?

—¿Quién? —me sobresalto—. ¿Mamá?

Apoya la oreja en la puerta, escuchando; yo espero con impaciencia a que se convenza por sí mismo. Contengo el aliento: el silencio se vuelve absoluto. Finalmente se rinde y apoya la frente sobre la madera, pero luego empieza a golpear.

—¡No hay nadie! —grito cuando los golpes se vuelven tediosos—. Por favor, basta, no hay un alma ahí.

—Y mi madre… ¿dónde está?

—¡No la tuya, sino la mía! ¡La tuya murió hace mucho!

Y la mía se fue, quiero decirle.

Veo que no entiende: la inversión convierte a las personas en no-personas. Mi padre se ha perdido en los pasillos de su propia mente, pasillos que no llevan a ninguna parte y nunca terminan. Lo que ha salido de allí está irrevocablemente invertido.

Se rasca la cabeza, buscando un pensamiento. Intenta palpar el camino hacia su cerebro, meter los dedos y arrancar la enfermedad. La caspa cae de sus uñas a sus hombros, y tiemblo al pensar en los copos de nieve.

—Voy a contar las ventanas…

—Sí —digo—. Cuenta las ventanas, pero esta vez no te apures.

Mi padre no sabe cómo vivir, pero por eso mismo no renuncia a la vida.

—Si me dejas descansar —le digo—, esta noche sacaré al perro de la vecina y los pasearé durante el toque de queda. —Le señalo con el dedo—. ¡Pero solo alrededor del edificio!

Me aplaude y va al dormitorio.

Ha pasado una década desde que mis padres emprendieron la búsqueda de la felicidad. Yo tenía diez años, y a esa edad los adultos tienden a ignorar que los niños tienen opinión propia. Para mis padres, la olla de oro al final del arcoíris estaba enterrada en una pequeña ciudad de la costa suroeste de Noruega: llegamos seducidos por las historias del compañero de trabajo de mi padre, también cerrajero.

Cuando fui a empezar la secundaria nos mudamos a las afueras de Oslo. Pero la demencia prematura de mi padre y una vida sin sol quebraron a mi madre. Me rogó que le cuidara su habitación con la máquina de coser, porque volvería algún día. En cuanto respirara un poco.

Era fundamental que no dejara entrar a papá allí. Temía que se alterara aún más; en la habitación estaban todas sus cosas, pero ninguna en su sitio: como en la fuente misma del Alzheimer.

 

Al día siguiente me siento en el mismo banco, pero esta vez como un sándwich de hummus y tomates cherry. Llevo la mascarilla sujeta al tobillo izquierdo porque no tengo otra. Dos chicos rondan los aparatos de ejercicio, pero diría que ninguno es el de ayer. Tampoco está mi conocido. Sigo masticando sin sentir el sabor; pienso que quizá me contagié. Cuando tomo el último bocado, una figura se sienta a mi lado. Giro la cabeza… y casi me desmayo.

A mi lado hay una persona vestida como un médico de la peste medieval. Una capa negra como el alquitrán, de lona encerada, le llega casi hasta los tobillos. Lleva un sombrero de ala ancha, y en las manos unos guantes cuyos dedos se aferran con fuerza a un bastón de madera rematado en una cabeza de león plateada. Su rostro está oculto tras la máscara del pico curvado donde se ponen hierbas aromáticas. Pero detrás de los cristales reconozco los ojos gris verdosos.

—Hola —digo—. No pensé que nos encontraríamos tan pronto.

Miento torpemente; creo que percibe esa resonancia mínima de falsedad en mi voz.
Él toma la máscara y se la quita del rostro, pero no puedo ocultar mi decepción al ver que debajo lleva otra, parecida a la de ayer.

—Le contaré una historia —dice con voz segura, arrogante, y yo, aunque herida por esa soberbia, no hago nada para detenerlo. Podría tomarme si quisiera, solo tendría que estirar la mano.

—Entre los nórdicos está muy extendida la leyenda de Pesta: una anciana que camina llevando una escoba. Sin embargo, encontrarse con ella es la última experiencia en esta tierra. Imagino que lo intuye: Pesta es la personificación de la muerte, y su misión es barrer vidas humanas con esa escoba.

Hace una pausa, quizá para dar dramatismo, o porque los dos chicos nos miran. Uno de ellos señala hacia aquí.

Conozco la leyenda de Pesta; de niña aprendí también la rima:

Pesta, Pesta,

háganle lugar,

que si agita su escoba,

todos mueren al instante.

—En la Noruega occidental se extiende el valle de Jostedal —continúa el médico de la peste—. Antaño era un lugar muy aislado y alejado de otros asentamientos. Durante la peste, los más acomodados huyeron allí, cortando casi todo contacto con el exterior. La única comunicación eran mensajes dejados bajo una piedra. Esa piedra existe aún hoy y la llaman la Piedra de las Cartas. Pero aun con todas esas precauciones, la peste penetró en el poblado y mató a todos, excepto a una niña. Ella sobrevivió al desastre, y más tarde se casó y tuvo hijos.

—No es precisamente un cuento para dormir —comento con sarcasmo.

Mi narrador no presta atención a lo que digo: observa a los dos chicos. Aunque están lejos, siento cómo la tensión densifica el aire entre nosotros; solo falta una chispa para que se encienda.

—Vámonos —lo tomo del brazo. El tacto es extrañamente normal, como si los guantes tuvieran textura de piel humana.

—¿Irnos?

—Sí —digo—. Quiero presentarle a alguien.

 

De niña llevaba a casa perros callejeros o gatos que encontraba cerca de los contenedores. Una vez traje un pájaro herido que vivió apenas un día, lo que me entristeció muchísimo. Mis padres generalmente guardaban silencio ante mis estallidos de empatía, y cuando mi entusiasmo pasaba llevaban los animales a un refugio.

Encuentro a mi padre en el salón. Ha volcado palillos sobre la mesa y los ha separado en dos montones aparentemente iguales, tomando uno de cada pila y devolviéndolos a la caja. Le doy palillos cuando quiero que me deje tranquila más rato; por eso compré el paquete más grande.

—Veo que estás entretenido, papá —digo, imaginando que los encontró él mismo. Él mira por encima de mí: observa al visitante que traje.

—Pájaro —dice, señalando con el dedo—. ¡Paaaaájaro graaaande!

No estamos en Plaza Sésamo. Este no es aquel Gran Pájaro.

—Haré café —digo.

Mientras me muevo alrededor de la cafetera, oigo a papá explicarle al médico de la peste su problema con contar ventanas. Él le responde, pero no entiendo nada porque la máquina hace ruidos como si fuera a explotar. Aun así, me sorprende lo rápido que han establecido comunicación.

Me toma unos diez minutos preparar tres tazas. Las coloco en una bandeja sobre un tapete de ganchillo de mamá. Cuando entro al salón, encuentro lo siguiente a mi padre frente al espejo. Solía pasar horas peinándose el cabello, que debido a ese hábito repetitivo se ha vuelto notablemente ralo. De vez en cuando, sin motivo, recitaba de memoria los horarios del metro o describía a una persona que acababa de pasar detrás de mí. Sus observaciones eran tan precisas que con el tiempo empecé a temer que nuestra habitación se hubiera convertido en una estación de tránsito para las almas de los muertos.

Ahora, mi padre está ante el espejo vestido como un médico de la peste. El visitante le ha dado su máscara, sombrero, capa y guantes, quedándose él en pantalón y camiseta negros.

La indumentaria del doctor le queda enorme a papá, y la escena adquiere un tono grotesco cuando empieza a batir los brazos, como si fuera a volar. Emite un graznido extraño, de un ave extinguida. Cuando se vuelve, noto que una de las ventanas está completamente abierta. Corre hacia ella y se arroja.

Ni siquiera alcanzo a sobresaltarme antes de que un golpe sordo llegue desde abajo.

Libre como un pájaro...

Una corriente se cuela en la habitación y levanta el polvo de las esquinas.

Me doy vuelta.

—Entras donde incluso los arcángeles temen pisar —digo con voz aparentemente severa—. Supongo que ahora viene la habitación de mamá…

Pero lo único que encontrará ahí es un cuerpo cuyos pies descalzos quedaron en las zapatillas de fieltro. Me aseguré de que no nos abandonara; no sabría cómo arreglármelas con la enfermedad de mi padre sin su callado apoyo.

La figura me mira fijamente sin decir palabra. Intuyo que no fue ayer la primera vez que nos vimos, y que al verme descubrió a ella: la niña de Jostedal.

Si una vez sobreviví a su encuentro, no tengo nada que temer. Me llevo la mano a la máscara.

—Pesta… —susurro, y me la quito.

Pero tras la máscara no hay un rostro de anciana. Me preparo para decirlo, cuando un pañuelo –sacado quién sabe cuándo– se enrolla en torno a mi cuello. El apretón es tan fuerte que destellos blancos se encienden en las comisuras de mis ojos y el rostro frente a mí empieza a desvanecerse a medida que la presión aumenta.

Pero aunque mis ojos ya no reciben imágenes, los sonidos siguen llegando, y además de mi respiración entrecortada oigo cómo su risa crece y poco a poco ahoga el eco de la habitación.

Ivan Nešić (Belgrado, 1964). Desde 1982, publica ficciones que han aparecido en numerosas revistas y antologías. Escribió los libros de relatos Rigor Mortis (1997), One on One (2009) y Somewhat Scary Stories (2023). Es autor de las novelas Under the Mistletoe (2019) y Đavolski dobar blues (2022), y coautor de la duología The Florentine Doublet (Sfumato, 2020; Kjaroskuro, 2021) con Goran Skrobonja. Es ganador del premio de la Sociedad de Amantes de la Fantasía "Lazar Komarčić" por el cuento "Trick or Treat" en 1996, el premio de la revista Književna fantastika en 2017 por el cuento "Voces en plástico" y el premio Zlatni Refesticon Avatar por la colección Some Scary Stories (2023).


 

ARNO

Dalmira Tilepbergen

 

Cada vez que mamá queda embarazada, todos esperan un hijo varón, y salimos nosotras.

—Esta vez sí será un niño. Lo siento —dice mamá.

Papá suspira.

—Dios quiera. No tengo otro deseo. Papá le entrega a mamá un pequeño alchik blanco, ese hueso pulido del tobillo de un cordero que se usa como talismán para atraer buena fortuna, sobre todo para propiciar la llegada de un varón—. Esto es para que sea varón —agrega sin necesidad.

Aquí está, ya tengo el alchik blanco. ¡Lo robé! Es que yo también quiero ser hijo…

Soy Arno, tengo siete años. En la colina, entre las montañas, está nuestro campamento. Mamá ordeña yeguas. Tengo cinco hermanas: dos mayores que ayudan a mamá, y tres menores que juegan con los potrillos. Odio los vestidos. Me visto como niño. Escondo las trenzas bajo una gorra. Le pido a papá que me fabrique una lyanga, la honda de los pastores. Pero él me regala una muñeca casera sin rostro.

—Dibújalo tú. Eres mi artista.

La rompo y la tiro entre los arbustos. Papá se entristece. No importa, pronto me crecerá el pene y me convertiré en una persona.

Los susliks, esas ardillas de tierra que excavan como si conocieran los túneles del mundo subterráneo, hacen madrigueras en el cementerio. Allí están nuestros antepasados. Todos rezan a sus espíritus, fríen borsok, sacrifican un caballo.

Yo escribí un deseo en un papelito, lo puse en la madriguera de un suslik y le pedí que llevara la carta a los antepasados. Para mí, como para muchos niños aquí, los animales pequeños son mensajeros confiables. La vez pasada les pedí dientes nuevos. ¡Mira, mira! ¡Ñeeeee! Y si los dientes crecieron, entonces mi pene también crecerá. Mi nombre completo es Uularno: significa “Consagrada al hijo”.

En la cultura nómada, a veces se les dan a las niñas nombres “engañosos” o humildes para confundir a los espíritus y proteger el nacimiento futuro de un varón. Mi hermana mayor es Sandajok, “no está en la lista”, para que los espíritus no la cuenten ni se fijen en ella. La segunda es Burul, “vuélvete y tráenos un varón”, un ruego directo al destino. Las gemelas se llaman Adashkan, “la extraviada”, y Janilgan, “la equivocada”, nombres pensados para desviar la mala suerte o el interés de los espíritus. La menor es Uulkelsin, “ven, niño”, un nombre que prácticamente clama por el hijo esperado.

A los varones no les ponen estos nombres. Aunque nazcan diez. Nunca les dirán “Error” ni “Extraviado”. Por eso yo quiero ser niño… quiero ser una hija deseada.

Nuestro valle se llama Pino Solitario. Llegué aquí con el abuelo a caballo. Mamá y mis hermanitas vinieron con las cosas en helicóptero. Papá había traído el rebaño antes, cruzando el paso. El paso daba miedo. Un sendero angosto, rocas como muros, y al otro lado un precipicio donde el río, invisible, solo ruge. Si miras arriba, te marea la cabeza; si miras abajo, el corazón se te sale del pecho. Cerrar los ojos también da miedo…

Pero el abuelo está acostumbrado.

—Confío en ti, Sarala —dice—, nuestras vidas están en tus manos, y tú en las de Dios.  —Y suelta las riendas.

Sarala es la yegua del abuelo, una alazana fuerte y serena. Aquí los caballos tienen un estatus casi humano: se les confía la vida en pasos peligrosos porque conocen mejor que uno el camino. A mí me gustaría llamarme Sarala. Yo también soy pelirroja. Mejor un nombre de caballo que uno que me entregue a un hermano que ni existe.

—Mira allá —dice el abuelo. Veo a papá a lo lejos, esperándonos en la cima. Quiero ser valiente—. Cuando no hay nieve, el paso no da miedo —agrega.

El verano termina. Vagando entre las montañas encontré este campo de amapolas escondido. Se convirtió en mi lugar secreto. Pero hoy allí está papá. A través del temblor rojo de las flores lo veo apuntándole con el rifle a un adicto flacucho.

—Quitarás tu opio de aquí o mi rebaño lo pisoteará.

—Soy poca cosa —dice el hombre—. Cuido este campo por un poco de janka, nada más que unos gramos de heroína. Sé que es mejor no meterse con los dueños.

No entiendo a papá. Las flores son hermosas. Pero oigo la palabra janka y me río. Carcajeo. Papá me ve. Está fuera de sí. Me levanta como si fuera una muñeca.

—¿¡Y tú qué haces aquí!?

Entonces vomito.

De noche desaparece el rebaño.

Mañana. Papá está sentado en la yurta limpiando el rifle. Está inquieto.

Mamá lo reprende.

—¡Fue por las amapolas! ¿Para qué fuiste allí?

—Ojalá hubieras parido un hijo —dice papá y sale.

Me corto las trenzas y corro tras él.

—Yo seré tu hijo, papá, ¡no te vayas!

Papá me aparta:

—¿Qué te hiciste? ¡Nunca serás un niño porque eres una niña!

Y entiendo que mi pene nunca crecerá. Los susliks mienten. Las palabras de rabia se me escapan solas.

—¡Pues vete! ¡No necesito un papá!

Papá se va y no volveremos a verlo con vida.

Sueño que el Pino Solitario arde. Los susliks corren alrededor y gritan: “No es culpa nuestra”.

Me despierto con el grito de mamá.

Mis hermanas lloran.

—¡Papá! ¡Papá!

—Han quedado huérfanas, ya no tienen padre. —Mamá nos abraza.

Los pastores vecinos desmontan la yurta y cargan los fardos en los caballos.

Visten el cuerpo de papá con ropa negra. Me estremezco al ver su rostro envuelto en el sudario. Así se traslada a los muertos cuando no hay posibilidad de enterrarlos de inmediato en alta montaña.

Huyo.

Encuentro la muñeca tirada entre los arbustos. Quiero arreglarla. Las ramitas rotas no encajan. La cabeza es blanca. Le dibujo un rostro. Me tiemblan las manos. Ojos torcidos. Lloro.

—Perdón, papá.

Los pastores murmuran.

—El rifle se disparó solo.

—Lo mataron.

—Fue un accidente.

El abuelo rompe el rifle contra una roca.

—Mi hijo no se quedará aquí.

Comienza una tormenta. El helicóptero no llega.

La gente sienta el cuerpo de papá sobre un caballo, lo apuntala con horcones y lo amarra a la silla.

Es tradición: en pasos remotos, el difunto viaja erguido en su montura. El viento agita la crin del caballo y los cordones de las botas de papá.

El rebaño regresa. Los caballos pasan en fila junto al cuerpo, como si se despidieran.

Emprendemos la trashumancia. El rebaño se dirige al paso. Abandonamos el campamento. El abuelo y los pastores llevan a mis hermanas. Yo voy en un caballo, detrás de mamá.

Es incómodo sostenerme en su vientre enorme. Miro hacia adelante, hacia el cuerpo de papá. Va como si estuviera vivo.

La caravana avanza. La gente suelta las riendas, confiando sus vidas a los caballos, como siempre en los senderos peligrosos. Las pezuñas pisan huella sobre huella en el sendero angosto.

Tormenta de nieve en el paso. A mamá le empiezan los dolores.

Quisiera convertirme en lagartija y esconderme bajo una piedra del viento helado y los gemidos de mamá.

Pero la abrazo fuerte por detrás y le pongo en la mano ese alchik blanco, el mismo talismán que se reserva para los hijos varones. Mamá aprieta mi mano.

El sendero se ensancha un poco, formando una explanada pedregosa. Allí llevan a mamá. Yo susurro a los espíritus de los antepasados, que viven en las montañas y a quienes siempre se recurre en momentos decisivos:

—Que sea un niño. Me consagro a mi hermano.

Llanto de bebé.

El abuelo sonríe.

—No necesito más de la vida.

La tormenta amaina. El Pino Solitario vuelve a verse en el paso. Lo miro y otra vez me parece que es papá.

La caravana sigue. La nieve cubre el paso como un sudario y ahoga el rugido del río.

En el silencio tintinean las riendas sueltas.

Dalmira Tilepbergen nació en 1967. Tiene formación en poesía, periodismo y cine. Sus escritos han sido traducidos al alemán, chino, inglés, finlandés, azerbaiyano y tayiko. Dalmira también es la actual presidenta de PEN Asia Central, la asociación mundial de escritores. En 2014, PEN Asia Central albergó el 80.º Congreso Internacional de PEN en Biskek, bajo la coordinación de Dalmira. Más de 250 escritores de todo el mundo visitaron Kirguistán durante dicho congreso. También es cineasta. Su último largometraje, Bajo el Cielo, se ha proyectado en festivales de cine de Canadá, Rusia, Bangladesh, Kazajistán, Japón, Turquía, India, Sri Lanka y otros países, y ha ganado varios premios. En 2015, en Montreal, su película recibió el apoyo del jurado y fue nombrada mejor ópera prima. Es fundadora de la nueva organización benéfica "Asian Peace Foundation".

lunes, 1 de diciembre de 2025

ROJOS Y MORADOS

Gabriel Trujillo Muñoz

El niño se detuvo a la entrada de la cueva. El sol pegaba a pleno en su rostro pero a él no parecía importarle. Era primavera y lo sabía: en sus manos llevaba un puñado de moras que habían cubierto su rostro con un jugo espeso y delicioso. En el interior de la cueva, la luz de una antorcha permitía atisbar algunos detalles de su estructura. El niño entró como en su casa: sin titubear se dirigió a la izquierda y descendió por un pasillo en espiral que iba pegado a las paredes. En el fondo de la caverna brotaba un pequeño ojo de agua. El niño se inclinó a lavarse la cara, pero la voz surgida de las alturas se lo impidió.

—Ven acá, Noran. Así como estás.

Noran alzó la vista y vio la escalera de madera y un andamio en lo alto. Sobre este último, un hombre viejo que portaba un delantal cubierto de pintura de distintos colores le urgía a subir. Dos antorchas empotradas en las alturas le proveían de suficiente iluminación y podía verse a su espalda figuras enormes de fuertes colores y trazos vivos.

—Ya voy, abuelo —contestó el niño y comenzó a subir por la escalera.

—Apúrate. Necesito con urgencia de esas moras. ¡No te las comas o te las verás conmigo!

Noran llegó en un instante junto a su abuelo.

Este tomó las moras y las exprimió sobre un pequeño cuenco y luego, con las manos pegajosas, se puso a pasarlas por el muro liso.

—Acércate más —ordenó al niño y tomó los restos de las frutas de su cara y los restregó también en el muro.

—Son moras buenas, no hacen daño —señaló Noran con mirada ausente.

—Sirven para que el cielo se vea más profundo. ¿Lo ves?

El niño lo veía. Pero el cielo era lo que menos le interesaba. Prefería las figuras enormes que iban apareciendo delineadas con pedazos de carbón. Los rostros que gesticulaban. Los cuerpos retorcidos. Los puños que se alzaban contra el destino. El destino era una de las palabras favoritas de su abuelo.

—¿Te gusta lo que ves, Noran?

Noran negó con la cabeza.

El abuelo dejó de pintar con las manos y se quedó mirando a su nieto.

—¿Cuéntame por qué no te gusta lo que pinto?

Noran señaló un ser que se fragmentaba en tonos rojos y amarillos.

—Ese me asusta.

El viejo frunció el ceño ante el comentario.

—Y si te dijera que precisamente por eso lo pinté así, para dar miedo, ¿qué me dirías?

Noran se encogió de hombros como sí eso no le concerniera.

Su abuelo tomó una de las antorchas y la llevó al otro extremo del andamio.

—Esto es nuevo. Lo hice hoy por la mañana, tú serás el primero en echarle el ojo. Te aseguro que no te va a asustar. Te lo prometo.

Noran metió su mano en la bolsa de provisiones y acarició su piedra de la suerte, un alabastro que su difunta madre le había legado al morir dos inviernos antes.

—Ven y ve mi último añadido a mi obra maestra.

La antorcha iluminó un rincón en la parte más recóndita del muro. Ahí estaba una figura que flotaba en el aire. Una muchacha envuelta en velos. Una hada que le sonreía desde su luz tan blanca.

—¿La recuerdas, Noran?

Noran tocó la piedra fría del muro y acarició con cautela el rostro de su madre.

—Sí —dijo y las lágrimas acudieron a sus ojos y rodaron por sus mejillas, limpiando su cara de los últimos restos de moras.

—¿Ahora entiendes por qué hago esto?

Noran volteó a ver a su abuelo.

—¿Puedo venir cuando quiera a visitarla, a platicar con ella?

El viejo asintió con una sonrisa de comprensión.

—Todo lo que pinto tiene un propósito, Noran. ¿Cuál crees que sea?

Al niño le costó trabajo apartar la mirada del rostro de su madre, pero la pregunta lo intrigaba. Así había sido siempre su relación con el padre de su madre: una serie de interrogatorios, una clase interminable la que debía estar siempre alerta.

—Ver cosas. Ver lo que ya no es.

El viejo lo palmeó con tanta fuerza que el andamio crujió ante aquella inusitada señal de afecto.

—Sí. Muy bien. Esta pintura mural es mi manera de que la gente no olvide lo que fuimos, que sepa cómo echamos a perder hasta la última esperanza. Tú y tu generación deben acudir aquí y aprender de esta historia que yo cuento en imágenes. Para que no vuelvan a cometer los mismos errores ni padezcan la misma ira, el odio enorme que nosotros tuvimos que cargar por estúpidos.

Noran volvió su atención a la figura de su madre.

El abuelo era así: una vez que uno respondía correctamente empezaba a hablar para sí mismo y no había quien lo parara. Su madre: muerta cuando él tenía siete años. Primero le salieron unas ronchas y luego comenzó a toser sangre. Al final era tan frágil que cuando Noran la abrazaba con fuerza oía crujir sus huesos.

—¿Para qué sirve recordar la muerte? ¿En qué nos ayuda que los muertos no se vayan?

Lo dijo en voz alta. Grave error. El viejo dejó de cacarear sobre su pintura mural y guardó silencio, enfadado.

—¡Vete a jugar afuera! —le ordenó.

Y Noran salió volando por la escalera. No se detuvo hasta que llegó a la orilla del río. Se acuclilló frente a las aguas cenagosas que rugían a pocos metros de distancia. Un pez volador saltó como un remolino de escamas multicolores. Pero sólo pudo mostrarse dos veces en todo su esplendor: una medusa lo atrapó en su telaraña de tentáculos rojizos, pero el pez volador soltó su ponzoña radiactiva en cuanto fue tocado. Ambos seres murieron en un espasmo de arcos voltaicos y sordas explosiones. Noran ni siquiera retrocedió ante aquella lucha a muerte. Ya estaba acostumbrado. Luego, cuando el sol se hizo más intenso y sus rayos quemaban incluso la piel más curtida, Noran se protegió en una terraza de montaña, donde rocas de diferentes formas daban por igual sombra que protección contra los depredadores de la comarca.

Desde ahí podía contemplar la ciudad en ruinas donde había nacido nueve años atrás. La ciudad que su abuelo se empeñaba en dibujar para que la humanidad no la olvidara. Noran pensaba que todo eso era una pérdida de tiempo. La única ventaja es que la pintura aquella mantenía ocupada la mente del abuelo. Desde que su madre muriera, cada uno había buscado su propia manera de entretenerse. Su abuelo pintando ese mural que llamaba: “El fin de la humanidad tal como la conocimos”. Un desperdicio, sin duda. A nadie le importaba la vieja vida de antes. Los seres humanos que vivieron en las ciudades como reyes de la abundancia y terminaron ahogándose en su propio vómito. Solo quedaba de ella una montaña de cascajo y señales de estática que atravesaban los cielos sin hallar respuesta. Y zonas muertas. Y colinas de huesos que brillaban de noche. Y la tierra putrefacta que olía a excremento y cadáveres.

Noran vio el sol que se ocultaba tras la nube de polvo irrespirable, allá, en la lejanía. Se acurrucó despacio sin hacer ningún ruido, en un hueco entre dos rocas. Invisible y atento a todo cuanto lo rodeaba. Una hora después, un chasquido lejano le avisó que tenía compañía. Sonido de pasos con un ritmo peculiar. Movimientos sigilosos entre las sombras. El pozo del agua de la cueva era un secreto a voces. Los pasos lo decían todo: era un niño como él. Tal vez un poco mayor en peso y estatura. La figura se hizo visible a un lado de la entrada. Llevaba un cuchillo de obsidiana en una mano y una lanza en la otra. Estaba preparado para cualquier eventualidad.

Noran sacó de su bolsa la cerbatana y puso el dardo en posición. El intruso saltó en ese instante, presintiendo el peligro. Fue su último salto. El dardo le dio en el hombro y lo detuvo en seco. Perdió el control de sus músculos y cayó cuan largo era. Noran se acercó al sitio donde había caído el niño con la navaja suiza abierta de punta a punta. El intruso aún podía mover los ojos cuando llegó a él. Parecía querer suplicar algo. Contar algo valioso.

—No te preocupes —le susurró Noran mientras le abría el cuello con su navaja—. No serás olvidado. Te lo prometo.

Unos momentos más tarde subía la escalera de madera con un ánfora grande colgada a su espalda. A su abuelo aún no le quitaba la molestia por su actitud de unas horas antes, pero la mirada del padre de su madre se suavizó cuando vio el regalo que Noran le ofrecía.

—¿Qué es lo que traes? ¿Qué has conseguido?

Noran abrió el tapón del ánfora y dejó que su contenido escurriera hacia la paleta de colores de su abuelo.

—Rojo sangre —dijo con orgullo—. Y abajo, junto a la hoguera, hay carne secándose.

El viejo tomó con las manos la sangre que aún fluía del ánfora y se puso a pintar con vigor, como si apenas comenzara su faena y no fuera ya de noche.

—Buen color. Firme y oscuro. —Murmuró más para sí que para el niño.

Pero Noran no le prestaba atención.

El solo tenía ojos para ver a su madre. Roja y morada. Luminosa y etérea.

La única figura de la humanidad que no quería perder de vista.

El único pasado que realmente le importaba contemplar.

La voz de su abuelo, sin embargo, lo sacó de aquel estado contemplativo.

—Deja a tu madre en paz y ven acá. Quiero que veas, al menos por una vez, todo el conjunto de mi obra. Necesito que entiendas lo que estás viendo aquí.

Y empujándolo por la espalda, el viejo lo condujo a una buena distancia de la pared pintada.

Con un movimiento de mano le dio varias vueltas a una manija y, de pronto, como un milagro, la luz se hizo.

No la luz de las antorchas sino una luz blanca y estable, sin sombras moviéndose al fondo.

—Esta es luz eléctrica —le dijo el abuelo—. La magia de la civilización. Pero eso luego te lo explico. Quiero que veas hacia la pared y me digas qué hay en ella.

Noran obedeció. Ahora la pintura monumental de su abuelo podía apreciarse en todos sus detalles. Era como la ciudad en ruinas pero sin las ruinas.

—Veo... veo lo que hay afuera... pero con... más colores.

El viejo asintió ante aquella primera interpretación de su obra.

—Exacto. Lo que ves es una calle. Mi calle de niño. Cuando yo tenía tu edad.

Y acercándose a la pintura, su abuelo fue mostrándole cada imagen que en ella se representaba.

—Y esta es mi casa. Pintada de verde. Y esta es la tienda de la esquina, donde podías comprar cosas brillantes y apetitosas.

Noran asentía ante aquella realidad tan colorida y extraña.

Su abuelo parecía estar hablando y respondiéndose al mismo tiempo.

—Y esto es un anuncio panorámico. Con imágenes que destellaban.

—¿Anuncio?

—Era un aviso de las cosas que podían ser tuyas. Este anuncio es de helados, por ejemplo.

—¿Helados?

El viejo cerró los ojos y puso cara de gozo.

—Eran pedazos fríos de dulce.

Noran vio que el abuelo estaba perdido en sus propias ensoñaciones.

Quiso retirarse, pero la manaza del viejo cayó sobre su hombro.

—Dame tu mano izquierda—ordenó.

El niño se la dio sin protestar. Su abuelo la tomó con cuidado y la metió en la olla repleta de sangre fresca y de pigmentos. Y luego la presionó sobre su pintura, contra la pared de roca.

—Ahora también tú eres parte de esa calle que ya no existe —le susurró.

Noran supo, en ese instante, como una revelación largo tiempo demorada, que su abuelo acababa de vincularlo para siempre con aquella obra.

Y se quedó mirando la huella de su mano en la pared de la caverna.

Su marca en el mundo. 

Tomado del libro Aires del verano en el parabrisas (ICBC, 2009)

Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

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