Víctor Lowenstein
La herida en el antebrazo derecho se veía
bien fea. Una especie de v corta trazada a estilete, con las puntas lanzando
escupitajos de sangre hacia la cara interior del codo. Se la miraba como si ese
brazo no fuese el suyo. Lo mismo que el otro; la mano izquierda temblaba,
apoyada sobre la pierna. Los dedos cual piernitas ebrias temblorosas.
Y ese cigarrillo,
humeando en el piso.
No se sentía en absoluto
capaz de moverse. Su atención seguía ocupada en ese cigarrillo rubio, apenas
comenzado, que consumía lentamente su brasa y que conservaba en el filtro una
marca de rouge. ¿Rouge?
Intentó afinar la vista,
pero los ojos le lagrimeaban demasiado para ver bien; si era carmín, bermellón
o algún rosa suave. Elvira usaba el rosa suave para que sus labios lucieran
como pétalos de rosa. Igual de delicados que ella. Porqué pensar en Elvira; en
sus ojos claros, a esas horas de la madrugada cuando había tantas otras cosas
de qué preocuparse como el entumecido antebrazo donde la sangre seguía
resbalando hacia el porcelanato azul del piso.
Por lo menos sabía que
estaba en su nueva casa. El piso, lo había fijado él mismo losa por losa hasta
asegurarse un emparejado perfecto a tabla rasa. Reconocía su mano, aunque ahora
no pudiera mover ninguna de las dos. Esa puntillosidad; esa manía por la
exactitud era propia de un buen arquitecto. Uno que no concedía en contratar
colocadores de pisos porque él, claro, era el más indicado para hacer las cosas
bien. “Si quieres hacer algo bien, asegúrate de hacerlo tú mismo” predicaba
siempre que podía.
Era una verdad que suele
funcionar para todos, excepto para los maníacos.
La parte racional de su
mente aconsejaba reaccionar ante los hechos; tratar de parar la herida, ver la
manera de hacer un torniquete. No era su cerebro racional sino un instinto, no
el de supervivencia sino otro, más indiscernible, que lo detenía obligando a
sus ojos a mirar el inacabado cigarrillo que moría sobre la losa azul del piso.
Un pensamiento de fuga pasó por su cabeza. Tan tonto como todo lapsus
irracional, que le hizo pensar que la ceniza ensuciaría el porcelanato. Quiso reírse,
pero tenía los dientes apretados y el paladar entumecido. Además, quería seguir
mirando el pucho. El pucho parecía querer comunicarle algo, algo que necesitaba
saber en ese preciso momento en que estaba por morirse. De reojo miró la
herida. Un lento coágulo empezaba a formarse en torno a los brazos de la v pero
por debajo, un creciente círculo rojo se extendía hasta alcanzar los bordes de
la losa del piso. Otra vez pensó que no podría limpiar toda esa sangre sin que
quedaran rastros rojizos sobre la pastina azulada que tan prolijamente había
alisado a los bordes de los grandes azulejos. La linfa humana posee un
componente ferroso que no se quita con facilidad; de ahí que las manchas de
sangre sean tan difíciles de sacar en las prendas de vestir o cualquier parte
donde caigan unas gotas nomás; las paredes o el piso.
Quiso reír de nuevo pero
la intención se agotó en una mueca. Parpadeó lentamente intuyendo que el sueño
o el desmayo venían a abrazarlo desde el fondo de su cerebro y desde ese
corazón que bombeaba con dificultad hacia arterias que se desangraban. Ya no podía
pensar con claridad y hasta de eso se daba cuenta, ferozmente lúcido por unos
instantes nada más. El tiempo se agotaba, como ese intento de sonrisa.
Recordó un jardín, el
jardín de su infancia. Hermoso, irrecuperable. Como las fotografías mentales de
su padre y de su madre, pero no pudo ni quiso recordar más. La realidad se
imponía con más fiereza que ninguna auto conmiseración. Y no se perdonaba esa
apatía, esa contrición absurda que lo inmovilizaba.
Seguro, en esa
situación, otro ya habría reaccionado. Quizá pudiera levantarse, aunque cayera;
el golpe de adrenalina del esfuerzo lo ayudaría a arrastrarse para buscar
ayuda. La puerta no estaba demasiado lejos, la calle tampoco. Por qué no intentaba
al menos arrastrarse, y que el instinto de supervivencia hiciera el resto.
La herida del antebrazo;
¡pucha! Se veía más que fea. La v corta amorataba su vértice en la piel del
antebrazo que ya estaba pálida como la leche. Igual que la otra mano, muerta
casi en estertores temblorosos que golpeteaban sobre el jean a la altura de su
rodilla. Le empezaba a faltar el aire. Y ese cigarrillo humeando en el piso…
Quizá fue un pensamiento
de fuga que lo hizo moverse. Vio un sol, un trofeo, el cuerpo de la mujer que
creía amar. Su propio impulso brutal lo proyectó hacia adelante. El dolor en el
pecho fue atroz, como lo fue la quemazón en los pulmones. La sensibilidad en el
brazo derecho se sintió como un tajo hasta el hueso. Sin embargo, sólo soltó un
quejido cuando el cuerpo se le desplomó sobre el piso húmedo de sangre. No era
más fácil respirar ahí, y ya no podía moverse en absoluto.
La osadía le sirvió
apenas para comprobar, con toda la piel, que el charco de su propia sangre era
lo bastante profuso para perder toda esperanza en salvarse. La vida se le iba
escapando del cuerpo. Eso razonaba cuando entró Elvira caminando despacio, sin
apuro. La vio recoger el cigarrillo del piso. La vio dar dos pitadas con sus
labios rosados y la vio mirándolo, mirándolo con sus ojos claros con algo que
parecía compasión.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

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