Cristian Carstoiu
Lo encontré al amanecer,
acurrucado junto a un fuego que apenas titilaba, tratando de hacer hervir una
tetera desvencijada. Parecía cualquier viejo vagabundo: frágil, envuelto en
pieles raídas, los labios agrietados por el viento, las manos manchadas del
color de la tinta vieja. Su caballo, un semental ceniciento, flaco y con los
ojos demasiado brillantes, sacudía la cabeza con nerviosismo y golpeaba la
arena helada. El anciano tarareaba algo sin melodía mientras se ocupaba del té,
pero en su murmullo había un ritmo, como si estuviera hablando con los bordes
del tiempo.
«Que no te engañe el viejo Orrinval», me había
advertido un cazador dos noches antes, en una taberna del paso de montaña. Se
había inclinado hacia mí, con los dedos largos aferrados a una jarra de barro,
y había bajado la voz hasta que apenas podía oírlo. «Parece un anciano
chiflado. En una noche sin estrellas me había perdido en el espesor del bosque
y me topé con él en un claro. De pronto, ¡paf!, las nubes se rompieron y Velis
brilló en el cielo como una linterna. Encontré el camino gracias a su luz. Es un
hombre muy extraño.»
Cuando me acerqué, el anciano inclinó lentamente la
cabeza. Tenía los ojos turbios, pero la mirada afilada. Soltó una risita seca,
como el crujir de una hoja marchita. Señaló el amanecer, una línea delgada de
oro pálido derramándose sobre el horizonte como aceite.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo—. Nada mal, si se me permite
opinar.
Detrás de él, el caballo resopló, enviando al aire de
la mañana un denso penacho de vapor. Su bastón estaba apoyado en una roca
cercana. Me parecía que atrapaba la luz del alba y la retenía en su interior,
emanando un resplandor íntimo, como brasas bajo la ceniza. Al principio creí
que era solo un juego de luces. Luego noté una pulsación sutil bajo el
resplandor: latidos finos, precisos, como los de un corazón.
Orrinval sirvió el té de la tetera con manos
temblorosas, pero sin torpeza. Me ofreció una taza y bebimos en silencio, como
dos compañeros de viaje, mientras el mundo se llenaba de luz.
—La primera luz antes era más veloz —murmuró, más para
sí que para mí—. La primera luz corría como una criatura con carácter. —Entonces
sonrió, como si recordara un viejo chiste que solo él conocía.
Había algo en su manera de ser que me inquietaba, más
incluso que aquel extraño bastón. Hablaba del amanecer con la gravedad
nostálgica de alguien que estuvo allí cuando el mundo aprendió a darle un
nombre a la luz. Me dije que solo era una manifestación de la melancolía propia
de la vejez. Aun así, tomé nota de todo –por costumbre, por oficio, por
superstición–, porque el deber de un cronista es reunir las rarezas antes de
que se disipen.
Orrinval dijo que se dirigía
hacia el este, a un lugar al que llamaban las dunas de Surael, murmuró.
—Voy a donde se cruzan las lunas —dijo, alzando la
vista hacia el cielo.
Dos formas pálidas colgaban arriba: Velis, plateada y
llena, y la otra, Marru, un disco rojizo, como una vena. Las dos se deslizaban
por el firmamento en una danza silenciosa y lenta.
—Ahí duermen los viejos observatorios. Solía… trabajar
allí.
—¿Fuiste astrónomo? —pregunté, y la palabra me pareció
pequeña y simple frente a lo que él insinuaba.
—Lo fui —respondió—. Antes de que la luz se volviera
lenta.
No tenía ninguna medida sencilla para calibrar la
verdad de aquella frase. ¿Qué significa ya la verdad en un mundo en el que la
memoria misma es heredera del polvo? Y sin embargo, lo seguí. No pretendo haber
sido valiente; la curiosidad y la costumbre del cronista de coleccionar rumores
han sido siempre mi vocación. Al fin y al cabo, si un hombre sostiene que la
propia luz ha sido cambiada, ¿quién no querría ver eso con sus propios ojos?
Montamos juntos sobre Murr, su caballo, y emprendimos
el camino. Decía que el animal era «medio mortal», nacido bajo ambas lunas.
Tenía nombres para todas las cosas pequeñas, como si les regalará un árbol
genealógico.
Las dunas nos recibieron primero como una ondulación
suave de ocre y rojizo, luego como olas gigantes, más altas y duras que los
tejados de las casas. El horizonte se transformó en un muro de luz y sombra.
El viento traía un sonido cuyo origen, al principio,
no supe identificar: un murmullo bajo y continuo que parecía venir no del aire,
sino de la propia arena. Se te metía en los huesos, haciendo el sueño fino y
frágil. Orrinval escuchaba y sonreía sin alegría.
—Cantan —dijo—. Cada grano de arena recuerda el primer
amanecer. Lo tararean, como brasas que no quieren morir.
Lo había dicho con naturalidad, como si hablara de la
lluvia. Tomé nota e intenté sentir la vibración en el pecho, captar su ritmo.
Tenía la sensación de que el mundo aquí llevaba a cuestas un recuerdo cuya
carga producía esas vibraciones.
Aquella noche, el cielo estuvo irrealmente claro:
Velis colgaba como una moneda perfecta, fría y plateada; Marru, más pequeña y
amoratada, sangraba una luz apagada cerca del horizonte. Mantuve el
fuego bajo. La luz de la luna proyectaba sombras largas y extrañas, como manos
extendidas buscando algo oculto en la arena.
Al tercer día, las dunas se
volvieron violentas. Una tormenta que yo no hubiera sabido nombrar se alzó
desde el horizonte. Llegó como un muro: un viento como un cuchillo, la arena
golpeando con el sonido de piedra contra piedra. El mundo se redujo a un solo
acorde de ruido y aspereza.
Descendimos a toda prisa por la vertiente resguardada
de una duna y apreté la mochila contra el pecho hasta que se me entumecieron
los dedos. El viento desgarraba la tela y arañaba la piel. A través del aullido
de la tormenta vi a Orrinval, solo y erguido, con el bastón clavado en la
arena. Su resplandor era una lanza constante contra el caos. La tormenta
cambiaba de forma a su alrededor, plegándose como una vela en torno a un
mástil.
Hubo un momento en que el sonido cambió: dejó de ser
el grito caótico del viento para convertirse en un murmullo bajo,
estratificado, como si muchas voces hablaran al mismo tiempo. Los granos de
arena parecían susurrar y, en aquel susurro, creí oír la gramática del mundo:
pequeñas sílabas repetidas que podrían haber sido nombres.
Orrinval alzó la mano; nada dramático, ni siquiera muy
alto. Su gesto era el de alguien que sabe de antemano cómo termina una disputa.
El viento pasó de largo junto a él como si alguien le hubiera tallado un
sendero. Allí donde se retiró, quedó una quietud profunda, como la ausencia que
sigue al final de un acorde prolongado.
Cuando la tormenta pasó, el aire olía a metal quemado
y a agua fría. Ni un solo grano de arena se había posado en el cabello o en la
ropa de Orrinval. Se sentó y se frotó las manos.
—Solo le he recordado adónde tenía que ir —dijo, como
si hablara de una olla que se resiste a hervir—. El viento olvida, a veces.
Se durmió enseguida después de eso, acurrucado junto a
Murr.
Yo permanecí despierto hasta que murieron las últimas
chispas y me quedé mirando el bastón. Latía. Al principio, su ritmo coincidía
con el de mi corazón; luego, con una lentitud arrogante, como algo que decide
su propia medida, empezó a imponerme el suyo. Dejé de contar en el momento en
que sentí que comenzaba a obedecerle.
Al mediodía, las dunas cedieron ante el basalto. La
arena interminable se transformó en una cuenca de piedra negra, lisa como un
mar congelado. En medio de aquella extensión lustrosa se alzaban ruinas:
círculos, torres desmoronadas y un vasto núcleo vacío donde antaño un
observatorio entero se alzaba hacia el cielo.
Or-Thain, así lo habían llamado los hombres, en un
mapa que había visto una vez en Thalmeron. El Último Observador. Las ruinas
tenían la dignidad de un lugar abandonado a propósito; ninguna de las piedras
esparcidas parecía estar allí por azar. Esculturas en espiral giraban como
galaxias sobre la superficie del basalto, talladas tan hondo que atrapaban la
sombra y la dejaban vivir dentro de ellas.
Orrinval se movía entre ellas como un hombre que
vuelve a casa tras un exilio demasiado largo. Tocaba las runas como un
sacerdote toca los altares. Yo lo seguía con una libreta y un lápiz, con la
inútil seguridad de que el lenguaje pudiera ser un talismán.
Encontramos un espejo enorme, medio enterrado en un
pedestal quebrado. Su superficie no era vidrio como lo conocemos nosotros;
había profundidad allí donde el vidrio no la tiene. Bajo la gruesa capa de
polvo, la superficie desprendía una tenue luz azul, que se movía como si algo
nadara dentro. No reflejaba el cielo de arriba, sino una duplicación
estratificada de este: dos lunas girando en torno a una oscuridad invisible.
—No mires demasiado —me advirtió Orrinval, despacio.
Desde luego, miré. No pude evitarlo. El reflejo
parecía mirarme a su vez y, por un instante cegador, las lunas abandonaron su
movimiento natural y se enroscaron alrededor de un eje invisible. Se me
revolvió el estómago, se me aflojaron las rodillas. La cabeza se me llenó de un
sabor antiguo, como de hierro. Extendí la mano y el mundo se inclinó.
Cuando abrí los ojos, la noche se había posado con su
acostumbrada paciencia. Orrinval estaba junto a mí, con su rostro impenetrable
bajo la luz tenue.
—Has tocado la memoria del cielo —dijo—. Pocos pueden
soportarla. Es una carga pesada, demasiado pesada para quienes necesitan
dormir.
Su voz tenía un matiz de compasión y algo más: una
camaradería antigua que ya no pertenece a los hombres.
Al día siguiente, Orrinval
trabajó con la paciencia de la piedra para enderezar un gran armilar formado
por anillos de cobre tan grandes como una casa, mascullando algo ininteligible
mientras encajaba dientes gastados y fijaba en su lugar un perno corroído.
—Velis lleva la memoria de la creación —dijo sin
volverse hacia mí, mientras sus manos seguían trabajando—. Marru lleva lo que
debe ser olvidado. Tienen que danzar juntas. Si Marru se ralentiza, Velis
recuerda demasiado.
—¿Y qué ocurre si Marru se detiene? —pregunté, porque
mi costumbre es hacer preguntas.
Se detuvo; sus manos quedaron suspendidas sobre una
rueda que ya no movía nada. El anciano que había en él se recogió en otra
forma: un guardián, un veterano de largas conversaciones con la verdad.
—Entonces el mundo se ahoga en su propio pasado
—dijo—. Imagínate todos los errores, todos los dolores y todas las alegrías
repitiéndose a la vez: una memoria sin piedad. Sería como vivir en el centro de
una herida.
Me habló de otro tiempo, de los primeros albores,
cuando la luz era líquida y veloz, atravesando los vacíos sin vacilar; cuando
la curiosidad era el motor y el miedo, el freno.
—La curiosidad ralentizó la luz —dijo—. Y el miedo
también. Le enseñamos a ser precavida. Le enseñamos a demorarse. Las fuerzas la
obligaron a detenerse en lugares donde no debía.
Me habló de su trabajo en los observatorios: de cómo
alineaba los espejos y anotaba las respiraciones de las lunas. Dijo que su
título había sido una vez Guardián de la Primera Luz, aunque sospecho que ese
título había vivido muchas otras vidas antes de que yo lo escribiera. Hablaba
de los nombres como de herramientas finas: que el nombre adecuado para una
estrella puede hacer que recuerde su propósito.
Esa noche, Velis y Marru parecían más cercanas que
nunca. Su brillo unido hacía que la arena reluciera apagada, como monedas
viejas bajo el agua. Las ruinas proyectaban nuevas sombras y el murmullo de la
arena crecía hasta convertirse en un susurro que rozaba los huesos. Cuando me
quedé solo junto al fuego, me sentí observado por cosas pacientes y me sentí
pequeño, muy pequeño, pero cerca de todo.
Bajo una losa rota encontré
una escalera. Descendía cada vez más fría, hasta que el mundo de arriba se
volvió difuso y lejano. El aire bajo el observatorio olía a antigüedad y
hierro, a tormentas encerradas y a respiraciones contenidas demasiado tiempo.
Al final de la escalera se abría una sala tan vasta
que la mente tropezaba al verla. El techo reflejaba una noche que no era la
nuestra: las constelaciones se movían como peces lentos bajo cristal. En el
centro del suelo había una pileta de vidrio negro, calma como un ojo. A su
alrededor, montaban guardia estatuas de piedra, vestidas con ropajes
esculpidos; sus rostros eran lisos, como si hubieran sido tallados antes de que
el cincel aprendiera a nombrar un rostro.
—Aquí convocaban a las lunas —dijo Orrinval—. Un lugar
de encuentro entre la memoria y el olvido.
Alzó el bastón. La pileta respondió: finas arrugas
surcaron su superficie mientras las constelaciones se movían y se reordenaban
en nuevas formas: ojos, puertas, la sugerencia de una boca. El aire se espesó,
como si la sala aspirara profundamente.
Por un instante olvidé cómo pensar en términos
humanos. Los símbolos se ordenaban como un lenguaje que casi conocía. En mi
interior brotaron imágenes: orígenes, migraciones de la luz, un tiempo en que
Velis y Marru estaban más cerca que los amantes y eran más jóvenes que los
niños.
El reflejo de Orrinval también cambió. Ya no era solo
un anciano. A la luz de la pileta recuperaba una postura perdida: los hombros
rectos, la mirada encendida. Uno de sus ojos parecía circundado de plata, el
otro de brasas.
—No eres humano —me oí decir.
Él sonrió con ironía.
—No en el sentido en que tú lo dices. Puede que alguna
vez lo haya sido. Puede que todos lo hayamos sido: barro y aliento. Pero
hicimos juramentos que nos cambiaron. Yo juré ralentizar la luz. Aprendimos
cómo encerrar el amanecer en un espejo.
Abandoné aquella cámara con el sabor de antiguas
tormentas en la lengua y con un eco extraño de pensamientos que me hacía vibrar
los dientes. Sentí, de un modo nuevo, lo que significan los pactos que
sobreviven al cuerpo.
La noche cayó como un manto empapado.
Orrinval recogió los restos de la comida: huesos limpios, una lámpara que
parpadeaba con una llama azulada y una pequeña urna ennegrecida.
—El tiempo no dará marcha atrás en círculos —dijo—. Siento que la arena
se detiene en el reloj de las mundos. Cuando eso ocurre, el fuego debe
reavivarse en su propio núcleo.
Puso ceniza en la palma de la mano, sopló sobre ella
y, de aquella ceniza, se alzó una llama sin color, como un recuerdo de luz. No
daba calor, pero cortaba el aire como una hoja.
—Este es el fuego que no quema —dijo—. Solo lo usamos
cuando queremos que el mundo recuerde el principio. Para los hombres, se parece
a la muerte; para mí, es solo el retorno del primer aliento.
Cuando levantó la llama, las sombras de las ruinas se
quebraron y se inclinaron hacia él. Alrededor, la arena comenzó a girar
lentamente, arrastrada en círculos concéntricos, como si obedeciera una orden
antigua. En los ojos de Orrinval se reflejaron ambas lunas –Velis y Marru– y,
por un instante, vi a través de ellas: dos espejos en los que se reflejaban
todas las vidas posibles.
Las ruinas empezaron a
vibrar. Desde bajo nuestras plantas ascendían palabras: no dichas, sino
grabadas en la propia estructura de la piedra. Las sentía a través de las
plantas de los pies, de la piel, de los huesos. Era un lenguaje de cimientos,
hablado por las montañas y escuchado por los mares.
Orrinval se arrodilló y apoyó la frente en el suelo.
—Aquí me senté por primera vez —me dijo—. Aquí hice el
pacto de vigilar el paso entre la memoria y el olvido. Pero ya ves, nada se
guarda para siempre. Hasta la luz olvida el camino de regreso a sí misma.
Le pregunté qué sería del mundo si él se marchaba.
—¿Yo? No me voy a ninguna parte —respondió, soltando
una risita—. Me transformo. La vigilancia pasa a otra forma. Quizá a ti, quizá
a otro que sepa escuchar con paciencia.
Y entonces las piedras se iluminaron desde dentro. No
eran ruinas, sino un corazón enorme que aún latía.
La mañana llegó sin cielo.
Una niebla blanca envolvía el mundo, como si la luz se hubiera dispersado
dentro de sí misma. Orrinval estaba sentado al borde del despeñadero, y la
llama sin color flotaba entre sus palmas. Me miró.
—Si he hecho bien lo que había que hacer, el mar
aprenderá de nuevo a cantar, y la luz volverá a ir despacio, no por miedo, sino
por compasión. Tú contarás la historia. Esa es tu parte del juramento. Cada
mundo necesita un testigo.
Luego lanzó la llama al aire. El cielo se abrió como
una almeja y, por un instante, lo vi todo: las lunas, las ciudades sumergidas,
los rostros de todos los que velaron antes que nosotros. Cuando parpadeé,
Orrinval había desaparecido. Solo quedaba su bastón, medio carbonizado, aun
temblando de vida.
Permanecí largo rato junto al fuego apagado. El viento
se calmó y las ruinas dejaron de susurrar.
He escrito todo esto en piel de pergamino, para que no
se pierda cuando mi memoria flaquee. A veces, por la noche, miro las dos lunas.
Siguen danzando, más despacio ahora, pero juntas. Y a veces, en el intervalo
entre latidos, oigo la voz de Orrinval: «Vigila el paso entre la memoria y el
olvido. No por gloria, sino por sosiego.»
Así termina la historia del anciano junto al fuego.
Pero el fuego, creo, no se ha apagado de verdad.
Solo ha elegido otro sueño en el que arder.
Cristian Carstoiu debutó en la
literatura de ciencia ficción con una colección de cuentos titulado Noopali
(2020), seguida de las novelas Discontinuum (2022), La extraña luz
del eclipse (2023), El cielo de Sirio B (2024) y El hombre sin
cara (2025). Cristian es médico y tuvo una exitosa carrera en el mundo
editorial rumano antes de mudarse a Estados Unidos con su mujer y su hijo. Vive
en Atlanta, Georgia, le encanta leer, especialmente ciencia ficción y thrillers,
realizar actividades al aire libre (ciclismo y esquí), jugar a videojuegos con
su hijo y tomar café espresso.

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