Cat Rambo
Algunos muertos se entregan al
sueño, convencidos de que no tiene sentido fingir un propósito para cada día.
Pero algunos pocos caminan sus días del mismo modo en que antes caminaban sus
vidas.
Las únicas criaturas vivas en la
Ciudad de los Muertos son las ratas elegantes, de pelaje plateado, que se
deslizan por sus calles como sombras invertidas. En un día como cualquier otro
allí, una rata se dirigió a la chica muerta.
Su nombre era Zuleika, y tenía cabello
oscuro, ojos oscuros y olía apenas un poco a tumba, porque cada tarde se bañaba
en el río que fluía silenciosamente bajo su ventana.
—Cásate conmigo —dijo la rata.
Estaba erguida sobre sus patas
traseras, con la cola enrollada prolijamente alrededor de sus pies.
Ella fingía desayunar. Una olla
humeaba sobre la mesa. Se sirvió con deliberación una taza de chocolate antes
de hablar.
—¿Por qué debería casarme contigo?
La rata la observó.
—A decir verdad —admitió—, hay más
para mí que para ti. Tener una novia de tu estatura aumentaría la mía, por así
decirlo.
Soltó una risita, alisándose los
bigotes con una pata.
—Temo que debo rechazar la oferta —dijo
ella.
Dejando a la rata para que se
consolara con muffins, fue al salón donde su padre estaba sentado
leyendo el mismo periódico que leía cada mañana; sus páginas contenían
rectángulos negros.
—He recibido una propuesta de
matrimonio —le dijo.
Él dobló su periódico y lo dejó a
un lado, frunciendo el ceño.
—¿De quién?
—De una rata, hace un momento. En
el desayuno.
—¿Qué espera? ¿Una dote de queso?
Ella recordó que no le agradaba
mucho su padre cuando estaba viva.
—Le dije que no —dijo.
Él volvió a tomar su periódico.
—Por supuesto que sí. Nunca has
estado enamorada y nunca lo estarás. No hay cambio en esta ciudad. De hecho,
sería la destrucción de todos nosotros. Cierra la puerta al salir.
Salió de compras,
llevando una cesta tejida con los juncos blancos que crecen a orillas del río.
Pasando entre un desorden de
puestos, acarició telas apiladas en montículos: terciopelos somnolientos y
suaves, satén acuoso, gamuzas tiernas como la oreja de un ratón. Todo en tonos
de negro y gris, blancos entre ellos como luz de luna desechada.
La rata estaba sentada en el borde
de la mesa.
—Puedo proveerte bien —dijo—.
Vísceras de pescado de los muelles de Tabat y carne podrida de sus callejones.
Te traería los restos del huerto: albaricoques blandos y melocotones descompuestos,
manzanas marrones como hueso y planas como los pechos marchitos de una anciana.
Te traería trozos de cuero curado en la curtiembre, remojado en una sopa de
mierda de paloma y agua hasta que queda suave como la carne.
—¿Por qué yo? —preguntó ella—. ¿Te
he dado alguna razón para sospechar que aceptaría tus avances?
La rata se alisó los bigotes con
vergüenza.
—No —admitió—. Te observé bañarte
en el río y vi el toque de iridiscencia que doraba tus miembros, como quesos
blancos y gordos flotando en el agua. Sentí un deseo tan fuerte que me oriné
encima, como si mis huesos se hubieran vuelto líquidos y fluyeran fuera de mí.
Debo tenerte por esposa.
Ella miró el mercado que había
visitado cada tercer día desde que estaba muerta. Las mesas de mercancías que
nunca cambiaban, sino que solo reordenaban infinitamente sus elementos. Luego
miró a la rata.
—Puedes caminar conmigo —dijo.
La rata saltó a la cesta y pasearon
en silencio. Al cabo, comenzó a hablar.
Le contó acerca de las ratas de la
ciudad sin nombre, que han vivido tanto tiempo tan cerca de la magia que esta
se les ha filtrado en la piel, en los ojos, y hasta en las entrañas. Cómo
habían visto surgir y caer sus civilizaciones a lo largo de los siglos, y sus
hechiceros y magos habían aprendido artes astutas, solo para verlas desgarradas
cada vez que retrocedían a la barbarie. Cómo las matronas de pelaje blanco
gobernaban su sociedad actual, enviando a sus galanes a reunirles comida,
comiendo cada vez más para ganar un peso social cada vez mayor.
—Eso fue lo que primero me llevó a
esta idea —dijo—. Una novia humana tendría más peso que cualquiera de ellas.
Pero cuando te vi, aquello pareció un cálculo vano y sin vida.
Ella sintió un estremecimiento de
calor en algún lugar del pecho. Tras reflexionar, se dio cuenta de que era una
emoción que no había sentido antes de morir. Era parte interés, parte intriga,
parte vanidad, y parte algo más: una punzada de afecto hacia aquella rata que
prometía hacerla su mundo.
—No cabe duda —dijo
el padre de Zuleika—. Esto traería cambio a la Ciudad.
—¿Y?
—¿Y? ¿Deseas destruir este lugar?
Estamos sostenidos por el hechizo del Mago: fijados en un instante en el cual,
muriendo porque no podemos cambiar, no morimos porque no podemos cambiar.
Zuleika frunció el ceño.
—Eso no tiene sentido.
—Eso es porque eres joven.
—Tienes solo cuarenta años más que
mis cinco mil trescientos doce. Seguramente, considerando los años que he
vivido, puedo ser considerada adulta.
—Lo pensarías así, si pasas por
alto el hecho de que siempre tendrás quince años.
Ella estampó el pie y hizo un
puchero, pero los siglos pueden cansar incluso al padre más indulgente. Llamó a
un Médico.
El Médico llegó con pasos ansiosos,
pues los casos nuevos eran pocos y espaciados. Insistió en examinar a Zuleika
de pies a cabeza, y habría pedido que se desnudara si no fuera por la protesta
del padre.
—A mí me parece que está bien —dijo
el Médico, decepcionado.
—Cree que desea casarse.
—Vaya, vaya —dijo el Médico,
asombrado—. Amor. ¿Y quieres que la cure?
—Antes de que el contagio se
propague más o la lleve a acciones que nos pongan en peligro.
Zuleika no dijo nada. Era
perfectamente consciente de que no estaba enamorada de la rata. Pero la idea
del cambio la había tomado como una fiebre.
El Médico cubrió su cuero cabelludo
con una malla de alambre de plata. Colgaban imanes como cuentas torpes entre
cristales de ónix nocturno y feldespato gris.
—Es una estimulación sutil
—murmuró—. Y ciertamente el Amor no es una energía sutil. Pero con suficiente
tiempo, funcionará.
Indicó que Zuleika se sentara en
una silla del salón sin tocar la malla durante tres días.
Los días pasaron lentamente.
Zuleika mantuvo la mirada fija en la ventana, que enmarcaba un mundo sin nubes,
sin sol, sin cielo. Podía sentir las energías magnéticas tironeando de sus
pensamientos, pero le parecía que, en general, todo seguía igual.
Al tercer día, apareció la rata.
—Mi hermosa prometida —dijo,
mirándola—. ¿Qué es eso que llevas puesto?
—Es un mecanismo para eliminar el
Amor —dijo ella.
Sus bigotes se inclinaron hacia
adelante; parecía complacido.
—Entonces, ¿estás enamorada?
—No —dijo ella—. Pero mi padre cree
que lo estoy.
—Hmm —dijo la rata—. Dime, ¿cuál es
el efecto de tal mecanismo si uno no está enamorado?
—No lo sé.
Lo pensó, moviendo la cola
distraídamente.
—Quizá tenga el efecto contrario
—dijo.
—Yo misma he estado pensando en eso
—dijo ella—. De hecho, me siento más afectuosa hacia ti con cada momento que
pasa.
—¿Cuánto tiempo más debes llevarlo?
Sus ojos buscaron el reloj.
—Una hora más —dijo.
—Entonces debemos esperar y ver
—dijo la rata, olfateando el aire—. ¿Tu familia desayunó muffins otra
vez esta mañana?
—He estado sentada aquí por tres
días; no desayuné.
—Entonces volveré dentro de media
hora —dijo, y se retiró.
Pasada la hora, la puerta se abrió
y entraron su padre y el Médico. La rata, lamiéndose los labios, se deslizó
discretamente bajo la silla, donde, oculta por sus faldas, no podía verse.
—Bueno, hija mía —dijo su padre,
dándole una palmada en la espalda mientras el Médico retiraba el aparato—. ¿Te
sientes restablecida?
—Sin duda —dijo ella.
—Bien, bien. —Le dio al Médico una
palmada en el hombro—. Buen trabajo, hombre. ¿Nos retiramos a discutir sus
honorarios?
El Médico miró a Zuleika.
—Quizá otro examen… —aventuró.
—No hace falta —dijo su padre—.
Amor removido, todo arreglado. Nuestra ciudad puede continuar como lo ha hecho
durante el último milenio.
Cuando se fueron,
la rata salió de debajo de la silla y la miró.
—¿Y bien? —dijo.
—No deseo casarme aquí abajo.
—Podemos ir a la superficie y
pronunciar nuestros votos en Tabat —dijo la rata—. Conozco todos los túneles y
adónde llevan.
Así que tomó una linterna del
jardín, que derramaba su tenue luz sobre la pálida vegetación alimentada allí
por la hechicería en lugar de la luz del sol. Se dirigieron a la primera
entrada de túnel, la rata sobre su hombro, y empezaron a subir hacia la superficie.
Detrás de ellos se oyó un estruendo enorme, un crujido.
—¿Qué fue eso? —dijo la rata.
—Nada —dijo Zuleika—. Nada en
absoluto, ya no.
Siguió marchando, y tras ella, la
Ciudad Sin Nombre siguió cayendo.
Título original: The dead girl's wedding march
Traducción del ingles: Sergio Gaut vel Hartman
La novela de Cat Rambo Exiles of Tabat, FUE publicada en mayo de 2020, seguida de la space opera You sexy thing en noviembre del mismo año. Cat es autora, además, de otras dos novelas, más de doscientos cuentos y editora de antologías y libros de cocina. Fue nominada a los premios Nebula, World Fantasy y Compton Crook. También dirige la escuela de escritura en línea, The Rambo Academy for Wayward Writers.

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