Patricio Ramos Gatti
Había
pasado toda su vida dibujando mapas que nunca miraba nadie.
Luz Marina Paredes –geógrafa, cartógrafa,
tímida experta en silencios– trabajaba en la Sección de Proyecciones Especiales
del Observatorio del Cerro Sombra, en el norte de Chile. Era un edificio
pequeño, encajado entre rocas volcánicas grises y antenas que sonaban con el
viento. La mayoría de los astrónomos trabajaban de noche, pero ella trabajaba a
media tarde, cuando el Sol dejaba las sombras más largas y las montañas
parecían figuras que se inclinaban para observarla.
Su tarea era sencilla: actualizar un mapa
global, un atlas que nadie imprimía desde hacía décadas. Los mapas ahora eran
digitales, automáticos, perfectos. Pero el Ministerio había decidido que
alguien debía seguir trazando una edición artesanal, por tradición más que por
necesidad. “Lo simbólico importa,” dijo alguna vez la directora. Y como nadie
más quiso hacerse cargo, Luz Marina aceptó.
Dibujaba costas, montañas, ríos que ya no
corrían, fronteras que cambiaban sin avisar. Tenía manos delicadas, precisas,
que daban la impresión de escuchar mientras avanzaban sobre el papel. Le
gustaba el silencio del estudio, le gustaba el olor de las tintas, le gustaban
los mapas porque eran, de alguna manera, una forma de conversación con el
mundo.
Un martes frío de agosto de 2025, mientras
ajustaba la curvatura de la costa de Groenlandia, vio algo que la hizo detener
la mano.
Las líneas no coincidían.
No por un error suyo, sino por un cambio
en los datos oficiales. Revisó coordenadas, elevaciones, proyecciones. Todo
estaba en orden. Pero la costa estaba dos milímetros desplazada hacia el este.
Solo dos milímetros en el papel, sí, pero en la realidad equivalía a unos
setenta metros.
Setenta metros era imposible.
Revisó los registros satelitales. Los
comparó con los de la semana anterior.
El error persistía.
La Tierra, según sus mapas, estaba apenas
cambiada.
Podía ser un fallo de transmisión. Un
satélite desajustado. Un software incorrecto. Se rio para ahuyentar la
inquietud; después la risa se apagó sola.
Fue cuando la instrucción llegó desde
arriba.
“Actualizar todas las líneas costeras. Hay
discrepancias menores.”
Menores.
La palabra resonó más de lo necesario.
En el Observatorio todos estaban excitados
con otra noticia: la llegada de un nuevo cometa, 3I/ATLAS, un visitante
interestelar que los astrónomos mencionaban como si fuera un primo lejano que
venía por primera vez a la casa. Luz Marina escuchaba las conversaciones sin
participar. No entendía mucho, pero le gustaban las palabras: perihelio, coma,
sublimación. Eran términos que sonaban casi íntimos.
Esa tarde, cuando bajaba por el pasillo
principal rumbo a la sala de mapas, vio un mensaje pegado en la pared:
“SE OBSERVAN VARIACIONES GEODÉSICAS; favor
NO DIVULGAR hasta análisis completo.”
Sintió un pequeño latido en el pecho. Volvió
a su mesa y siguió dibujando.
Pero ahora las discrepancias no eran solo
en Groenlandia:
– Las islas Faroe estaban un poco más al
norte.
– Un segmento de la cordillera de los
Andes aparecía con inclinación extraña.
– Un valle en Mongolia parecía haber
bajado unos metros.
Todos cambios diminutos, imperceptibles
para casi cualquier persona.
Para alguien como ella, que medía el mundo
a escala de décimas, era un grito.
Esa noche, por primera vez en años, no
pudo dormir.
El Observatorio organizó una sesión
especial abierta al personal administrativo. A Luz Marina la invitaron “por
cortesía”, aunque ella sabía que no la necesitaban realmente. Entró con su
cuaderno en mano, más por hábito que por utilidad.
El auditorio estaba casi lleno. La
pantalla mostraba una imagen hermosa: un cometa azul, alargado, con una estela
que parecía una pintura japonesa. El astrónomo principal, el doctor Cifuentes,
explicaba:
—3I/ATLAS es un visitante interestelar. Su
trayectoria es hiperbólica. No orbita, atraviesa. Según los análisis
espectrales, trae compuestos poco comunes en nuestro sistema.
Luz Marina, desde la última fila, anotó la
palabra atraviesa.
Las palabras que atraviesan siempre la
inquietaban. Y los cuerpos también.
—No representa riesgo —continuó
Cifuentes—. Solo es… distinto. Muy distinto. El nivel de CO₂
que desprende es inusualmente alto. Como si fuera un cuerpo químicamente
procesado por otras condiciones.
Hubo murmullos.
Luego, alguien levantó la mano.
—¿Tiene relación con las variaciones en
los mapas?
El astrónomo tardó en responder.
—No tenemos evidencia de eso, por ahora.
Ese “por ahora” cayó sobre la sala como
una pluma cargada de plomo.
Luz Marina regresó a su estudio con un
temblor leve, contenido.
Abrió el atlas, tomó la regla, volvió a
medir las líneas.
Las costas seguían desplazándose.
Era absurdo.
Era imposible.
Era real.
Durante los días siguientes, el cometa
comenzó a verse a simple vista desde el desierto. Un trazo blanco, largo,
perfecto. Los trabajadores del Observatorio salían a las terrazas a observarlo;
incluso quienes siempre estaban aburridos parecían emocionados.
Luz Marina lo miró solo una vez.
Se sintió observada.
No por el cometa, sino por la Tierra
misma.
La sensación la sobresaltó. Cerró la
ventana y volvió al mapa.
Pero los datos nuevos eran aún más
inquietantes.
Las irregularidades no eran aleatorias.
Eran simétricas.
Como si todo el planeta estuviera
ajustándose para adoptar una forma ligeramente diferente. Una forma más
ovalada, más alargada hacia el hemisferio sur. Como si algo estuviera tirando
suavemente de él.
Algo lejano.
Algo que pasaba.
Como un cometa.
Se lo comentó tímidamente a la directora
del Observatorio.
La directora la escuchó en silencio, con
atención inesperada.
—¿Cuánto tiempo llevas notando esto?
—preguntó.
—Diez días —respondió Luz Marina.
—¿Por qué no lo reportaste antes?
—Pensé que era un error mío.
La directora respiró hondo.
—No lo es —dijo.
Esa misma noche, la citaron al auditorio.
Había solo cuatro personas: la directora,
el doctor Cifuentes, una ingeniera de satélites y un astrofísico que no
conocía.
—Queremos ver tu atlas —dijo la directora.
Luz Marina abrió el cuaderno, mostrando
las páginas con líneas extrañamente desplazadas. Se sintió desnuda, como si
estuvieran observando algo íntimo, privado, vulnerable.
El doctor Cifuentes se inclinó sobre los
mapas.
—Es exactamente lo que recibimos de los
satélites —dijo—. Centímetro por centímetro.
—Pero no tiene sentido —intervino la
ingeniera—. Para que la costa de Sudamérica se mueva así, necesitaríamos una
redistribución interna de masa o…
No terminó la frase.
No hacía falta.
No existía fenómeno conocido que explicara
esos movimientos.
El astrofísico habló por primera vez:
—El cometa 3I/ATLAS tiene una composición
inusual. Al acercarse al Sol, desprende partículas cargadas, algunos compuestos
no del todo identificados. No sabemos qué efecto puede tener en campos
gravitacionales muy sensibles.
—¿Está alterando la Tierra? —preguntó Luz
Marina con un hilito de voz.
El silencio fue la respuesta más
inquietante de todas.
Los días siguientes fueron una mezcla de
vértigo y rutina.
Los astrónomos analizaban datos; los
ingenieros ajustaban receptores; los técnicos discutían.
A Luz Marina solo le pedían una cosa:
“Sigue dibujando.”
Nadie entendía por qué las líneas
cambiaban, pero alguien debía registrarlo.
Ella lo hacía con el pulso de quien está
copiando el latido de un animal gigantesco.
Cada día la Tierra estaba levemente
distinta.
No deformada ni dañada. Solo… ajustada.
Como si estuviera respondiendo a una
música que nadie oía.
El cometa seguía su curso.
Brillaba cada vez más.
La gente en las ciudades le sacaba fotos.
Los medios hablaban de “maravilla
astronómica”.
Nadie sabía lo que ocurría en el
Observatorio.
Una tarde, mientras actualizaba el perfil
de la cordillera de los Andes, Luz Marina percibió un sonido extraño.
No era un ruido del edificio.
Era interno.
Como si la Tierra hubiera suspirado.
Se asomó a la ventana.
El cometa estaba allí, alargado,
majestuoso, más brillante que nunca.
Sintió un impulso inexplicable: correr
hacia el cerro cercano, verlo desde más alto.
No era naturaleza aventurera. Era… necesidad.
Subió como nunca había subido nada. Cuando
llegó a la cima, con la respiración en el borde del dolor, vio algo imposible: La
sombra del cometa sobre la arena. Pero no era una sombra real; más bien, una
línea tenue, casi transparente, que vibraba. Parecía un mapa. Un mapa hecho de
luz. Un atlas proyectado en la tierra misma. Y entonces se dio cuenta. El
cometa no estaba deformando la Tierra. La Tierra estaba respondiendo a él. Como
si ambos cuerpos compartieran un lenguaje muy antiguo. Como si el planeta
recordara algo.
Luz Marina sintió que se le aflojaban las
piernas.
Se sentó.
Miró la línea de luz moverse, apenas.
Era una trayectoria.
Una ruta.
Una invitación.
Cuando el viento sopló, la línea
desapareció.
Pero el temblor en su pecho quedó.
Volvió al Observatorio mientras caía la
noche.
No dijo nada.
Dibujó.
Trazó las nuevas líneas.
Y por primera vez, no sintió miedo.
Supo –sin pruebas, sin teoría, sin
ecuaciones– que no estaba presenciando una catástrofe. Estaba presenciando un
recuerdo. El cometa pasaría. La Tierra volvería a su forma. Nadie sabría nunca
lo que había ocurrido. Pero algo en ella sí lo sabría. Luz Marina cerró el
atlas con suavidad.
Las páginas brillaban apenas bajo la luz
blanca del estudio.
Sintió una paz que nunca había sentido. El
mundo había cambiado unos milímetros. Ella había cambiado kilómetros.
Afuera, el cometa siguió su viaje.
Y la Tierra, obediente a su propio
secreto, regresó lentamente a su silencio.
Patricio Ramos Gatti (1973, San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina). Artista visual, escritor, periodista, barman, diseñador, productor y editor gráfico. Reside en Tucumán, donde desde 2003 edita y diseña la revista “A y C – Arquitectura y Construcción”. Ha realizado exposiciones de pintura y dibujo, colectivas e individuales, y participado en salones nacionales e internacionales con distinciones. Entre sus publicaciones destacan las antologías: “Monoambientes” (2008), “Trompetas Completas” (2016), “Cuaderno Laprida” (2016), antología hispanoamericana “En pequeño formato” (Digital EOS VILLA, 2021), “#Todosdiferentes” (2018), “Hokusai” (2019), “Brevestiario” (2021). “Palabras en Colores” (2024) y “Palabras en Colores II” (2025). Fue galardonado por el Programa de Cultura del CFI (Consejo Federal de Inversiones) en el Concurso de Microrrelatos Región NOA (2020).

No hay comentarios:
Publicar un comentario