Daniel Frini
Para Alan
El interior de la
iglesia tenía ese tono amarillo que da el sol de principios de septiembre, a
las cinco de la tarde. La última anciana devota dejó el confesonario; y, unos
segundos después, el padre Carlos también lo abandonó, cruzó el presbiterio —se
detuvo un momento frente al Sagrario, hizo una leve reverencia y se persignó— y
entró a la sacristía, a la vez que se quitaba la estola. Le llegó un leve olor
a jazmines, que ignoró.
La mujer que lo
seguía tocó su hombro con suavidad:
—Padre… —lo
llamó.
—¿Si, hija mía?
—contestó el sacerdote, girando su torso para mirarla.
—¿Es usted el
padre Carlos?
—Así es.
—Le ruego que me
disculpe. Necesito su ayuda.
—¿Qué puedo hacer
por ti?
—No por mí,
padre. Por mi hijo —dijo la mujer, mientras con un gesto de su mirada le
indicaba que mirase hacia abajo.
Recién entonces
el cura se percató de la presencia del niño, que estaba tomado de la mano de la
mujer. Él era la fuente del perfume delicado. Su rostro era el de un chiquito
de unos ocho años, y al cura se le antojó demasiado alto para esa edad. Lo
estudió de arriba abajo y no pudo contener una expresión de asombro: el niño
estaba suspendido a veinte centímetros del piso.
—¡Dios mío!
—exclamó.
—¿Se da cuenta?
—Esta...
¡levitando!
—Ajá.
—Pero… ¿qué…?
Hay... ¿hay algún truco?
—No padre. No hay
trucos ni magia —contestó la madre, levantando la mano con la que sostenía a su
hijo, para mostrar que no había ningún mecanismo extraño—. ¿Ve cuál es el
problema?
—¿El problema?
—Sí, padre. ¡El
chico me anda a una cuarta del suelo!
—Bueno… no estoy
seguro de que aquí haya un problema. Creo, más bien, que es… que podría… que
podría ser… un… milagro...
—Disculpe mi
insistencia: ¿usted es ese Padre Carlos? —inquirió la mujer, poniendo énfasis
en la palabra «ese».
—Si entiendo a lo
que se refiere, sí. Soy ese Padre Carlos.
—Le ruego que
exorcice a mi hijo, padre.
—¿Qué lo…
exorcice?
—¡Mi hijo está
poseído, padre!
—Pero… —continuó
el cura, dubitativo—. No entiendo. ¿Poseído por quién?
—¡Por un ángel,
claro!
—¿Por un ángel?
—Por un ángel.
—Por un ángel.
—¡Si, padre! ¡Por
un ángel! —respondió la mujer, con fastidio.
— Y… ¿en qué basa
su aseveración? —preguntó el cura, recomponiéndose.
—¿Cómo dice?
—¿Cómo sabe que
es una posesión?
—Busqué en
internet, padre. También lo consulté con la vieja Toribia
—¿La que cura el
mal de ojo?
—Esa.
—Pero… el ángel…
¿Cómo poseyó al niño…? —volvió a la carga el sacerdote, desconcertado.
—No sé…
—A diferencia de
un demonio… ¡Un ángel necesita de la aceptación del huésped antes de poseerlo!
—¡Y este
zanguango se la habrá dado! ¡En el barrio se junta con cada uno!
—Escúcheme. Tal
vez, en él se manifiesta algún don del Espíritu. Habría que ver si no es alguna
otra cosa antes de decir que está poseído.
—Mire todo lo que
quiera, padre.
—Me refiero a que
no es tan simple. Hay que hacer varias pruebas. Determinar la verdadera
naturaleza de éste…. eh… prodigio; pedir autorización al Señor Obispo,
verificar... El hecho de que el niño levite no muestra más que un probable
fenómeno místico aislado…
—No me joda,
padre. No es un fenómeno aislado. Mire. Nos despertamos a las tres de la
mañana, creyendo que nos olvidamos la luz del baño encendida o la heladera
abierta; y resulta que es éste, en su cuarto, en éxtasis, jugando a la play, a
medio metro del piso, con aureolas de luz en la cabeza y rayos de colores por
todo el cuerpo; y tooooda la casa con olor a rosas, a jazmines, a claveles,
azahares, violetas, madreselvas, glicinas, ¡hasta olor a manzanas verdes, hay!
Y mi marido que es alérgico a las flores. Veinte pañuelos por día me ensucia el
Ruben, dale que te dale con el estornudo y los mocos. Hay momentos en que, por
el tufo, la casa parece una sala velatoria. ¡O los estigmas! ¡Mírele las manos!
¿Ve las marcas de espinas acá, en la frente? ¡No se imagina el enchastre que me
hace con las sábanas! ¡Intente usted sacar una mancha de sangre de la remera
blanca del colegio! Y así anda él, por la casa, dejando el reguero; y el Brutus
—el rottweiler que tenemos en casa— por detrás, lamiendo el piso y las heridas
¡La de merteolate, gasas y curitas que llevo gastados! ¡O que me dé un susto de
muerte cuando se me aparece en la cocina, después de que lo dejé en el colegio;
porque resulta que el señorito puede estar en dos lugares a la vez! ¡O que me
llame la directora, porque llora sangre y asusta a los compañeritos! ¡O la
camioneta! Resulta que a mi marido hace como tres meses que se le rompió el
tren delantero de la camioneta mudancera; y la tiene en el galpón, montada
sobre tacos de madera. Bueno. El santito éste la sacó, usando una mano, nomás,
al medio de la calle. ¡Entre doce la tuvieron que entrar de vuelta! No es un
fenómeno aislado, padre. Son varios. Es más: no son fenómenos. Son, lisa y
llanamente, ganas de romper las pelotas, padre.
—¡Hija!
—Perdóneme. Esta
situación me tiene los nervios de punta.
—No sé, hija mía.
Probablemente el Espíritu Santo sólo haya derramado algunos dones sobre él. Un
niño es la personificación de la pureza; un alma caritativa que…
—¡Ahora! ¡Ahora
es caritativo! Hace unos meses, había que pedirle de rodillas que te pasara la
mermelada en el desayuno. Ahora, al primero que ve en la calle le regala la
mermelada, la manteca, el pan, el mate cocido, la camisa y el pantalón. Los
suyos y los del abuelo; que está que me voy y no me voy, el pobre. Y los
calzones del abuelo, también. Los que están secándose en la soga y los que
tiene puestos. Y sus juguetes y sus libros, y la mochila del colegio. ¡Pero él
no compró nada de lo que da! ¡Y a la hora me está reclamando un par de
zapatilla, una mochila, una cartuchera nueva! ¡Y nosotros no somos Roquefeler!
¡Todas las noches trae un zaparrastroso nuevo a cenar ya dormir! ¡Ya nos
robaron ocho veces así! ¡Y si vos te negás te hace un sermón tal, que los de
San Ambrosio de Siena parecen hechos por un bebé! ¡Y, encima, te los dá en
castellano, inglés, francés, alemán, letón, latín, griego y arameo! Así me dijo
la maestra, que se ve que sabe de idiomas, porque, gracias a Dios lo podemos
mandar a un colegio bilingüe…
—Está bien, hija.
Vamos a suponer, por un momento, que tienes razón. ¿Cómo se llama el niño?
—¡Dí tu nombre!
—Zedequiel —dijo
el ángel, en la voz del niño —. Pero en los Coros Angélicos me dicen Tincho.
El Padre Carlos
estaba sentado en el sillón de la pequeña sala de la casa familiar. A su
frente, en el otro sillón y con una mesa ratona de por medio, estaba Mauricio.
Ambos sostenían las miradas, sin pestañear, desde hacía unos minutos.
Un leve
movimiento de las cortinas de la ventana que daba a la calle, hizo que se
erizaran los pelos de la nuca del sacerdote. Un movimiento del aire, un
susurro, una claridad indefinida lo animaron a preguntar:
—Zedequiel ¿estás
ahí?
—Aquí estoy
—respondió el niño.
El resplandor
adquirió una tonalidad violácea, pareció concentrarse en el poseído y creció
hasta tomar un brillo insoportable para el sacerdote, que cubrió sus ojos con
la mano, a modo de visera. Un crescendo de trompetas, que parecía venir desde
el techo, sirvió de introducción a un coro de voces hermosísimas que entonaban
el Veni Creator Spiritus. El volumen de la música aumentó hasta hacer imposible
cualquier conversación.
El Padre Carlos
se sobresaltó al oír una serie de fuertes golpes de la palma de una mano sobre
la persiana de madera de la ventana, que venían desde afuera de la casa. Se
escuchó la voz del vecino, gritando:
—¡¿Pueden parar
esa música?! ¡Son las dos de la mañana y me tengo que levantar a las cinco para
ir a trabajar!
Una a una, las
trompetas y las voces celestiales se fueron callando. Un ángel de la fila de
los contratenores siguió cantando, concentrado, pero varios «¡shhhhh!» de los
demás ángeles del coro lo silenciaron. El vecino volvió a su casa, vociferando
enojado, mientras se alejaba:
—¡De no creer!
¡Ya me tiene cansado este chico! ¡Todos los días una nueva! ¡Falta, nada más,
que se ponga una iglesia…!
El cura se
dirigió al niño:
—Necesito hacerte
unas preguntas.
—Adelante
—respondió Zedequiel.
El Padre Carlos
sacó un pequeño grabador de su bolsillo.
—¿Puedo grabar
nuestra conversación?
—No soy quién
para autorizarte o no. Ese eres tú. Si decides grabar, está bien. Si decides no
hacerlo, también.
El cura presionó
el botón play.
—¿Eres el mismo
Zedequiel que detuvo la mano de Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo?
—He hecho muchas
cosas obedeciendo, humildemente, los deseos del Señor Nuestro Dios.
—¿Eres el
príncipe de los kyriotites, el cuarto de los siete coros angelicales? —preguntó
el cura, con admiración.
—Por favor, ten
cuidado. No estoy aquí para ser venerado.
—¡Pero sos un
ángel! ¿Cómo no habría de venerarte?
—No te
equivoques. La adoración es propia y única de Dios. El mismísimo Juan es
reprendido, en el Apocalipsis, por tratar de adorar a un ángel.
—¡Sos uno de los
únicos dignos de contemplar el rostro de Nuestro Señor!
—Pero aun así,
soy menor que tú. Eres un hombre, la creación más extraordinaria del Señor,
quien te hizo a su imagen; y, en su infinita misericordia de Padre, te dotó de
libre albedrío: la posibilidad de que elijas creer en él o no. Según nuestra
naturaleza, eso nos es imposible.
—Y nosotros
estamos encerrados en esta caja de carne y hueso. Ustedes son espíritu puro. En
eso son mayores a nosotros.
—El Rabí Dovber
describió los sentimientos que experimentaba al decir las plegarias matutinas,
diciendo: «Envidio a los ángeles cuando recito la descripción de las alabanzas
que le cantan a Dios. Pero cuando leo las alabanzas que entona el hombre, me
pregunto '¿Dónde han ido todos los ángeles?'». Nuestro Señor comparte sus
palabras. Pero te ruego me perdones. No he sido enviado a discutir contigo.
—¿Decís que
tomaste posesión de ese cuerpo porque has sido enviado? ¿No lo decidiste vos
solo?
—Te lo dije. No
nos es permitido elegir.
—Entonces,
¿viniste con un propósito?
—Sí.
—¿Y cuál es tu
misión?
—No tengo la más
puta idea.
Monseñor miraba,
sin ver, el piso de su oficina. El rostro serio mostraba una preocupación
indefinida. Sobre su escritorio se encontraban varios libros, apilados y
abiertos, con cierto cuidado desorden. Al alcance de su mano estaba el De
Coelesti Hyerarchia de Dionysius, el Angelics and the Angelic Realm de Fares,
un primer volumen de la Biblia de Arragel, revisada por Paz y Meliá, de 1920; y
en una mesa auxiliar, sobre un pequeño atril, una edición romana de 1760 del
Grimorium Honorii Magni. En el suelo, apilados uno sobre otro, estaban el
Statua Ecclesiæ Latinæ —una copia del 1800—, el Flagellum Dæmonum de Polidorus,
el Manuale Exorcistarum de Brognolus; y, por supuesto, el Malleus Maleficarum.
El Padre Carlos
mantenía abierta, sobre sus piernas, la edición en español de El Zóhar,
comentado por el Rabbí Ashlag. Leía en voz alta, siguiendo los renglones con su
dedo índice:
—«…y el Rabí
Simeón Ben Yojai continuó explicándoles: “¡Sabed que vuestras almas son
inmortales! El alma se marcha tan sólo cuando el Ángel de la Muerte ha tomado
posesión del cuerpo…”» No. Es alegórico. Esto tampoco sirve, Su Eminencia.
—Entiendo, Carlos
—dijo el obispo. Luego tomó aire con la intención de expresar una idea, pero se
contuvo. Unos segundos después continuó hablando —. La exégesis dice que los
ángeles son los seres más benevolentes en cuestión de posesión. Buscan personas
entregadas a las creencias religiosas, personas de fe, a las cuales pueden
exponerse sin temor a ser rechazados. Deben ser personas compasivas, dulces,
llenas de amor. Y usted me dice, Carlos, que este niño no tiene nada de
especial en ese sentido.
—Al decir de la
madre, Su Eminencia, antes de este… de esta… posesión, el niño era la piel de
judas.
—Muy gráfico —se
sonrió el obispo —. O sea, dudamos de la verdadera naturaleza del fenómeno,
entre otras cosas, porque…
—Perdón que lo
corrija. No dudo de que el pequeño Mauricio esté poseído. No dejo de
preguntarme, por el contrario, si quien lo posee no es un demonio haciéndose
pasar por un ángel.
—Y nos quiere
jugar una broma.
—Hacernos una
cámara oculta…
—¿Ha pasado algo
que le haga suponerlo? Éste… espíritu, Carlos, ¿ha dicho algo que vaya en
contra de las enseñanzas de Nuestro Señor?
—La verdad es que
no, Su Eminencia. He hablado mucho con él y no encontré nada que se aparte de
Nuestra Fe. Usted escuchó las grabaciones que hice…
—Así es. Y en ese
sentido coincido con usted. Pero no creo que estemos siendo engañados. Un
demonio es, por naturaleza, hipócrita, mentiroso y egoísta. A la larga, estos
rasgos de su personalidad prevalecerían, dejando al descubierto su mentira.
Creo, sí, que este espíritu es quien dice ser: el mismísimo ángel que se
presentó ante Abraham: Zedequiel, el justo de Dios, el benevolente.
—El
misericordioso, el compasivo.
—El caritativo,
el patrono de los que perdonan.
—El jefe de los
Hasmallim, el príncipe del Coro de las Dominaciones.
—El ángel de la
libertad, uno de los portadores del Estandarte de Dios en la batalla.
—Uno de los nueve
Regentes del Cielo, uno de los siete autorizados a estar en la Divina
Presencia.
—Ahora —dijo el
obispo, interrumpiendo la enumeración —, mi interrogante es: ¿por qué razón la
mamá quiere que su hijo sea exorcizado de tamaña posesión? No veo mal que…
—Porque no lo
aguantan, Su Eminencia. Un ángel puede ser tremendamente insoportable.
—Hágalo, Carlos
—dijo el obispo.
—Pero… Su
Eminencia… yo no… el Ritual… no contempla… ángeles… está hecho para… exorcizar
demonios… ¿Cómo hago…?
—Ah, no sé. Usted
es el exorcista. Ese no es problema mío.
El sol se estaba
ocultando. En el patio de la casa estaban Mauricio —sentado en una silla baja,
a un metro y medio de la mesa, las piernas juntas, las manos apoyadas sobre las
rodillas, la espalda muy recta, la cabeza en alto y la mirada fija—; el padre Carlos,
dos ayudantes de físico imponente que actuaban de monaguillos —nunca se sabe
con qué fuerza se deberá contener a un poseído—, los familiares más cercanos
del niño, la vieja Toribia y tres o cuatro comadres de luto riguroso, mantilla
y rosario enrollado en las manos. Por sobre las medianeras que daban a las
casas vecinas asomaban, temerosas, las cabezas de una treintena de curiosos. En
el barrio se sabía, desde hacía unos días, que esa era la hora indicada para el
comienzo del Rito.
La mesa de
hormigón del patio estaba cubierta con un mantel blanquísimo; y sobre él,
dispuestos con prolijidad, el acetre con agua bendita y el aspersorio, la
crismera con los santos óleos, dos navetas: una con sal y la otra con cenizas,
cuatro cirios en sus candelabros, una Biblia, dispuesta sobre un pequeño
almohadón; un crucifijo sencillo, con una medalla de San Benito insertada en el
cruce del stipes y el patibulum, y el Rituale Romanum.
El sacerdote
vestía un traje negro, alzacuellos y una larga estola morada. El silencio era
total.
Uno de los
ayudantes encendió los cirios. El padre Carlos se paró frente a la mesa, de
espaldas al niño. Bajó la cabeza, cerró los ojos y oró en silencio. Bendijo a
los elementos que estaba a punto de usar, haciendo sobre ellos la señal de la
cruz. En un pequeño cáliz mezcló agua bendita, un poco de sal y cenizas, agitó
el recipiente y se alejó para verter el contenido en cada uno de los cuatro
puntos cardinales, sobre el perímetro de un círculo de unos tres metros de
diámetro, centrado en el pequeño Mauricio.
Dejó el cáliz
sobre el altar improvisado, giró para quedar de frente al poseído e hizo un
pequeño silencio. Luego, con voz fuerte y clara, dijo:
—En el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —mientras acompañaba sus palabras haciendo
la Señal de la Cruz con la mano derecha.
Todos los
presentes, incluidos los curiosos y el mismo Mauricio, respondieron
—Amén.
Siguieron la
presentación, las letanías y la liturgia de la Palabra. El niño acompañó la
ceremonia como los demás, poniéndose de pie cuando fue necesario y respondiendo
al diálogo de las oraciones.
Después, el padre
Carlos tomó el aspersorio, lo introdujo en el acetre y esparció agua bendita
sobre el poseído, recitando una oración en voz baja. Mauricio pareció
iluminarse donde lo tocó cada una de las gotas de agua y sonrió como si fuese
alcanzado por una paz extrema.
Doña Toribia se
adelantó un paso y dijo:
—Oiga, padre…
El sacerdote giró
hacia donde estaba y la reprendió con una mirada severa. Luego, dejó el
aspersorio, tomo la cruz y la presentó al niño. Éste, en un movimiento brusco,
que sorprendió a todos y puso en alerta a los monaguillos, tomó las manos del
padre Carlos y se llevó el crucifijo a los labios, besándolo de manera
apasionada.
—Escuche,
padre…—volvió a la carga doña Toribia.
El cura la
ignoró. Receloso y no sin temor, dejó la cruz y pasando su estola por sobre los
hombros del niño, puso sus manos sobre la cabeza de Mauricio, mientras
recitaba:
—El poder de
Cristo Salvador te libere…
En la zona de
contacto entre las manos y la cabeza del niño se encendió un resplandor azulado
que comenzó a abrasar las manos del sacerdote, quien las retiró asustado,
mientras las agitaba vigorosamente y se las soplaba para mitigar el ardor.
—Padre…—insistió
doña Toribia.
El cura la miró,
increpándola, y le dijo:
—Cállese, por
favor.
Después, tomó la
crismera del altar; mojó el dedo pulgar de su mano derecha en el aceite y ungió
con él a Mauricio:
—Con estos Santos
Óleos…
Mientras dibujaba
la cruz, en la frente del niño apareció una leyenda en latín y en letras como
de fuego: Ecce servus Dei. «He aquí el esclavo de Dios». Otra vez retiró,
rápido y asustado, su mano del contacto con el poseído.
—Padre
Carlos…—dijo Doña Toribia
El sacerdote puso
sus manos sobre los hombros del niño, acercó su cara a unos veinte centímetros,
oró diciendo:
—Que la virtud
del Espíritu Santo Creador aleje a quien te domina, con el toque del soplo de
los cristianos, como de una llama que lo quemase.
Después, sopló
sobre la cabeza de Mauricio, cuyo cabello pareció encenderse como si se tratara
de brasas.
Ante la pequeña
conmoción, uno de los ayudantes tomó el agua bendita y la arrojó sobre la
cabeza del pequeño. Se oyó un siseo de carbón al apagarse.
—Padre…—otra vez
doña Toribia.
Visiblemente
molesto y con la sensación de que el exorcismo se le iba de las manos, el cura
contestó
—¡Cállese, le
dije!
Tomó el Rituale
del altar, con la mano izquierda, abriéndolo donde estaba marcado y apoyó la
cruz sobre el libro; para dar comienzo a la oración de exorcismo. Con voz
fuerte y clara dijo:
—Levántese Dios y
sean dispersados sus enemigos…
Mauricio se
estremeció.
—Oiga… —dijo doña
Toribia.
—Huyan de su
presencia los que le odian.
Una claridad que
contrastaba con la luz escasa de la lamparita que alumbraba el patio y la tenue
llama de las velas, comenzó a surgir de la piel del niño.
—Señor, pelea
contra los que me atacan. Combate a los que luchan contra mí.
—Escuche, padre…
—Sufran una
derrota y queden avergonzados los que me persiguen a muerte.
—Padre, un
segundito…
Las letras en la
frente del niño se tornaron de un blanco similar al del metal muy caliente. Un
intensísimo olor a flores inundó el patio.
—Yo te ordeno,
ángel del Señor, que dejes el cuerpo de este hijo de Dios…
Un viento cálido
comenzó a soplar sobre los presentes. Se escuchó un murmullo profundo que
parecía venir desde el cielo. Mauricio comenzó a levitar sobre la silla, con
los ojos cerrados, las manos abiertas en cruz y una expresión de completo
éxtasis en su rostro. Todos cayeron de rodillas.
—¡Vete de este
cuerpo!
—¡Padre!
—¡Libera esta
alma para que pueda amar libremente a su Creador!
Todo pareció
temblar con un sonido muy grave, como un mantra recitado por millones de voces.
Desde el cuerpo del niño salían rayos de luz que dibujaban arabescos, envolvían
y enceguecían a todos. Las manos de las comadres dibujaban cruces a toda
velocidad, mientras se santiguaban una vez tras otra.
—¡Escúcheme,
padre! —gritó doña Toribia.
—¡Qué mierda
quiere! —dijo el sacerdote.
—¡Si el Mauricio
se lo pide, el ángel se va solo, sin que usted haga toda esta pantomima!
El cura pareció
dudar, pero entendió la validez del razonamiento de la curandera. Se acercó, de
nuevo, a medio metro de la cara del niño.
—¡Mauricio! —le
gritó —¡Decile al ángel que se vaya!
Nada. El cuerpo
del poseído parecía arder.
—¡Mauricio!
—insistió el padre Carlos —¡Mauricio!
Notó un pequeño
destello de duda en los ojos.
—¡Tenés que
decirle al ángel que te deje!
Si bien la duda
persistía, no notó comprensión.
—¡Decile que te
deje!¡Tenés que decirle que te deje!
—Ze… de…—balbuceó
el niño.
—¡Que se vaya!
—Ze… de… quiel
—se escuchó, tímida, la voz de Mauricio —de… ja… me… por… favor.
Estalló un trueno
y una explosión de luz. Un rayo potentísimo y muy blanco salió de la boca del
niño e impactó en la del padre Carlos. Mauricio cayó sobre la silla en la que
había estado sentado, ya sin signos de posesión. Las letras habían desaparecido
de su frente. El padre Carlos voló unos metros hacia atrás y cayó de espaldas
en el piso, desmayado.
El niño miró
hacia todos lados, sin entender; como recién salido de un sueño. Se llevó un
dedo a la nariz para sacarse un moco. Vio al cura.
—¿Qué hace el
coso ese tirado en el suelo?
El padre Carlos
vivió los tres años siguientes en olor de santidad. Fue un hombre piadoso y
caritativo. Los episodios en los que aparecían estigmas en su cuerpo
adquirieron cierta fama en la zona. Se conocen dos episodios de levitación en
público. El primero ocurrió un domingo, en Misa, durante la Oración: entró en
un trance místico y comenzó a elevarse. Subió hasta que su casulla se enganchó
en la mano del Cristo que presidía el Altar. Su cuerpo giró hasta quedar patas
arriba, levitando cerca del techo y como si el mismísimo Crucificado lo
retuviese entre nosotros. Los feligreses apilaron, a toda velocidad y en
silencio, camperas, sacos y bufandas, y las cajas de ropa que trajeron, de
urgencia, de la vecina Casa de Cáritas; para amortiguar una posible caída desde
unos ocho metros, si salía de su éxtasis. En esa oportunidad no hubo problemas
y bajó, unos minutos después y sin salir de su trance, para seguir con la Misa
como si nada hubiese pasado. La segunda vez ocurrió en el atrio de la Iglesia,
una mañana de octubre, mientras conversaba con algunos fieles. Comenzó a
elevarse, más liviano que una hoja. Algún gracioso lo sopló desde atrás, sólo
por hacer una broma. No hubo Cristo que lo retuviese ni techo que limitase su
ascenso. Siguió elevándose y se perdió, para siempre, en el cielo limpio de
Villa Ballester.
Daniel
Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de
profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual
de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos
especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en
numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas
antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010),
Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros
exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014),
Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras
(2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las
navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015),
Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros
reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón
Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’
(2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017) y
el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

Excelente Daniel!!!! Me atrapó hasta el final. me encantaron las citas bíblicas, la descripción de las situaciones, los personajes, todo. Te pongo un 10 Sobresaliente! :)
ResponderEliminarMui bueno, Daniel! Los libros referidos en el diálogo entre el cura y el obispo existen o son inventados (a la Borges :)?
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