Doris Camarena
Sólo deseo oír
la sangre escapando desde mi
propio cuello cercenado.
Así que El Otro agoniza. El médico de sucios anteojos quiere
ocultar la noticia tras un susurro ensayado, pero Él lo puede oír y un batallón
de hormigas baila en sus labios. Consigue detener la sonrisa. No es prudente.
La esposa de El Otro lo mira mortificada. Las hormigas de la risa taconean con
fuerza. Él mantiene los ojos cerrados salvo una pequeña abertura entre los
párpados. Comprende que el médico y la esposa esperan que algo impida la muerte
de El Otro para que, cuando El Otro hable, Él resulte culpable y sea castigado.
Pero han dicho que El Otro agoniza y eso lo hace sentir mejor.
Hizo todo con tanta dedicación. Planeó la muerte amorosamente.
Se preguntó una y otra vez cuál sería la forma. Una bala era rápida, pero El
Otro se hubiera dado cuenta a tiempo para impedirlo. El Otro lo amenazaba con
psiquiatras, clínicas y manicomios que eran cárceles impenetrables. Luego
comenzó a drogarlo y cada vez Él tenía menos tiempo y mucha menos libertad.
Así que una bala no podía ser, no podría conseguir una
pistola, y una cuerda plantearía el mismo problema. Por otro lado, una caída
era fácil pero poco segura. Además, El Otro nunca subía a sitios altos ni
azoteas. Era tan cobarde.
Muchas noches Él despertaba pensando en todo eso. Eran
despertares fugaces, instantáneos, luego volvía a caer hasta el fondo. Por eso
comprendió que lo estaban drogando, y tuvo la idea. En un descuido pudo
sorprender a El Otro escondiendo un frasquito en el hueco del botiquín. Por la
noche tuvo que esforzarse para permanecer despierto un largo rato. La droga de
El Otro lo estaba borrando, desvaneciendo en un sueño plomizo de visiones
esféricas, de espejos convexos. Le llevó un tiempo odioso desplazarse hasta el
botiquín sin que El Otro despertara.
En el trayecto volvió a verse a sí mismo cuando era
niño y El Otro era apenas un pequeño brote, una larva insignificante. En ésa
época Él era razonablemente libre: acostumbraba subir a la azotea para ver la punta de la nariz de
Dios, o juntaba lombrices cercenadas por la pala del jardinero y las saboreaba
para atrapar en su lengua el idioma de los muertos. Aprendió a aguantar la
respiración y los latidos hasta lograr fingir una muerte que hubiera engañado a
los mismos esqueletos. Se divertía tanto... hasta que comenzaron a mirarlo de
manera extraña, a murmurar “loco” cuando Él pasaba arrastrando los pies y
jugando al zombie, con las manos y la boca repletos de lodo y los ojos vueltos
en un ángulo imposible. Comenzaron los gritos de las criadas cuando encontraban
ratas con el cuello roto debajo de los muebles y su padre, “harto de pasar
vergüenzas”, desabrochó su cinturón con hebilla de plata y golpeó hasta que las
piernas de Él, acalambradas, cedieron y la orina corrió por las llagas
arrastrando la sangre. Tal vez de ahí, piensa Él, se alimenta El Otro, del
miedo en la orina rojiza y el ardor en las llagas, por eso El Otro creció
cobarde. Por eso El Otro se sometió a Papá.
El Otro era siempre el que, luego de los castigos de
verdugones rojos en la espalda y las nalgas, volvía, pedía perdón, se
arrastraba hasta los tobillos de papá y le hablaba con asco de Él, le pedía
ayuda para hacer que Él despareciera y sólo quedara El Otro.
Pero Él no despareció, pese a que El Otro siguió
viviendo de acuerdo a las reglas de la hebilla de Papá y se casó, luego de
ganarse a la esposa con besos babosos y débiles que ella agradecía pidiendo
regalos estúpidos. Él ya no era libre tampoco. El Otro había logrado
controlarlo, lo escondió de todos y sólo desde una rendija le permitía ser
testigo de su vida insulsa, de sus jornadas completas sobre un enorme
escritorio lleno de cálculos indescifrables, de las noches que desperdiciaba haciendo
un amor insípido con la esposa blancuzca y torpe.
Por culpa de El Otro y su cobardía, Él nunca pudo
encontrar una mujer para sí mismo, nunca una que hiciera el amor como a él se
lo explicaron las lombrices que comía. Ellas lo habían aprendido viendo
fornicar a los caracoles en la tierra y eran aquellas unas cópulas en las que
se podía ir toda la vida, toda la sangre y quedarse con los ojos escaldados de
tanto ver a través de un cuerpo ajeno, de amar su carne dócil y el interno
perfume de sus vísceras tibias. Un amor que, de tan verdadero, avanzaba desde
el más impalpable roce hasta el despellejamiento.
Muy pocas veces pudo hacerlo de ese modo, y en las
contorsiones de las mujeres volvió a ver el vacío de la punta de la nariz de
Dios y de las vocales del idioma de los muertos. Y supo que el éxtasis y la
agonía son, al final, una misma cosa. Pero siempre terminó descubierto por El
Otro que, cobarde, como siempre, lloraba de arrepentimiento y de horror, que
arrojaba los cuerpos hermosos de las mujeres en un basurero donde (a Él eso lo
torturaba) seguramente las amarían las ratas y los gusanos famélicos.
Luego vinieron las notas en los periódicos: “BRUTAL
ASESINATO” “JOVEN MUJER DESOLLADA” “EL CHACAL COBRA OTRA VICTIMA”. A Él le
pareció divertido, porque ahora era El Otro, y no Él, quien despertaba gritando
cada noche. A partir de entonces fue que El Otro comenzó a drogarlo y lo
encarceló en esa celda de sueños de espejo. Ahora esperaba no haber fallado del
todo, que El Otro se fuera y lo dejara en paz, como dueño absoluto del cuerpo
que le había usurpado sin ninguna vergüenza. Pero eso sería imposible y, visto
así, sólo quedaba un camino para liberarse. En eso pensó cuando metía
cuidadosamente el puño de pastillas en la boca de El Otro y daba un trago rápido
al agua del lavabo.
Una visión esférica le anunciaba que el sueño lo estaba
derrotando y la voz del médico le dice que está acusado por el homicidio de sí
mismo (el médico debe pensar, como todos los demás, que Él y El Otro son una
misma persona) y la esposa llora pidiéndole que no muera.
—Creo que ha muerto —dice el médico que lo acusaba
hace un minuto. Él ya ni siquiera tiene que aguantar la respiración para
convencerlo. La esfera lo hunde, con el retrato de un caracol de labios rojos,
pero alcanza a oír que la esposa moquea un poco.
—Por favor... no quiero escándalos, ni autopsias...
entiérrenlo cuanto antes.
Él termina de hundirse. Está satisfecho.
El otro despierta, no puede ver. La mano nerviosa busca,
tanteando en la oscuridad. Los dedos palpan, identifican, confirman, un quejido
de angustia le quita la voz. Recuerda la advertencia del psiquiatra que veía a
escondidas: “Tenga cuidado con las pastillas, demasiadas provocan falla
respiratoria, como catalepsia ¿entiende?” Obediente, precavido, nunca tomó más
de la cantidad indicada. Sin embargo, la mano frenética siente el interior del
ataúd, cerrado, bajo tierra.
Mientras, en el rincón más confortable del cerebro, Él
–convertido en una astilla brillante– goza, extático, la agonía de El Otro, que
aspirando con ansia el último resto de oxígeno, ha comenzado a morir.
Doris Camarena es narradora, dramaturga y guionista de cine y televisión mexicana. Estudió el Diplomado en Creación en la Escuela de Escritores de SOGEM y la carrera de Médico Cirujano en la UNAM. Desde 1995 dirige la revista La Mandrágora, especializada en género negro, fantástico y de terror. Ha impartido cursos y talleres de cuento de terror y cuento fantástico en diversos centros culturales. Fue guionista de la tercera temporada de la serie El Pantera, y de la serie de terror Historias delirantes.
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