viernes, 28 de noviembre de 2025

HERMANOS DEL DOLOR

 Sergio Gaut vel Hartman

 

—¡Eh, usted!

Zebrel giró dolorosamente la cabeza, sobresaltado por el grito. Aún antes de tocarse el cuello con la palma de la mano, como si hubiera sido picado por una avispa, supo que la dueña de la voz, oculta entre las sombras del Callejón del Placer, no le proponía celebrar una velada erótica en alguno de los locales vecinos.

—¿Qué quiere? —dijo, mientras se movía hacia la figura; no le interesaba parecer educado. Ajustó los ojos a la penumbra y observó dos cosas importantes: que la mujer estaba embutida en un exoprot, una armadura de metal opaco destinada a compensar las carencias de una persona lisiada, y que blandía una Biblia como si fuera la espada del arcángel Miguel.

—Ven, acércate. Esta es la Palabra, hermano —dijo la mujer—. El espíritu divino que mora en el Libro golpea a tu puerta. Déjalo entrar, hermano; el sufrimiento ingresará a tu vida y te hará fuerte.

—¿Nos conocemos, señora? ¿Quién le dio autorización para tutearme? —dijo Zebrel—. ¿Y qué le hace suponer que yo necesito la Palabra y el sufrimiento para lograr mis objetivos vitales? —Trazó una forzada sonrisa aparentando cortesía y se masajeó el cuello, pero afiló la lengua porque intuía que se avecinaba una dura batalla dialéctica. No era la primera vez que caía en el área de acción de un Hermano del Dolor o de un Solariano, dos de los grupos más activos. Después de la guerra las nuevas sectas habían proliferado de un modo feroz. Pero nunca había visto a un soldado de la fe embutido en un exoprot.

—¡Todos necesitamos la Palabra, hermano! —replicó la mujer. Tal vez estaba eufórica gracias a alguna sustancia que el exoprot le inyectaba con regularidad, aunque no podía descartarse que su verba solo fuera el resultado del lavado de cerebro que todos los prosélitos sufrían antes de salir a la calle. Lo habitual era lanzarlos crudos al combate, atiborrados de versículos que debían escupir para no atragantarse—. Nadie tiene derecho a la felicidad; cerrarle el paso al sufrimiento es pecado mortal. Dios nos pone a prueba a cada paso, y solo recorriendo Su camino se puede alcanzar la salvación.

Zabrel movió la cabeza. Era una Hermana del Dolor, ya no tenía dudas. —No me interesan sus recetas para sufrir y padecer, hermana—. No me inquieta la Salvación. No tengo alma. Soy escéptico, ateo, convencido y militante. —Avanzó otro paso hacia la mujer con la intención de mirarla fijo a los ojos y dominarla con el brillo salvaje de sus pupilas. Jamás fallaba; los novatos se desmoronaban y los veteranos solían estar demasiado cansados para seguir peleando. Pero no en este caso; la mujer también avanzó un paso. Aunque el exoeprot estaba fabricado con materiales livianos y articulado con microscópicas gotas de silicona, produjo frituras y chasquidos muy desagradables. Y antes de que Zebrel pudiera hacerse a un lado, la mano de cromo azul le aferró la muñeca. Era una mano de cuatro dedos que, al unirse de a dos, formaban una pinza; seguramente podía levantar un automóvil mediano por encima de la cabeza sin sobrecargar los motores. Los exoprot eran artefactos muy sofisticados y costaban una fortuna. Solo los muy ricos, y las organizaciones religiosas, podían darse el lujo de comprarlos.

—¿Qué hace? —Zebrel trató de liberarse del poderoso apretón, pero la fuerza de la garra metálica era descomunal. —¡Déjeme en paz! —gritó sin poder evitar que una pizca de histeria se colara en su voz.

—¿Paz, hermano, qué paz reclamas, la paz del Señor, tal vez? —aulló la mujer sin aflojar el apretón y sin dejar de blandir la Biblia con la otra mano—. La paz no se reclama; la paz se gana palmo a palmo con sufrimiento. No existe otro camino que el Camino. ¿No tienes alma, hermano? Te daremos una a bajo costo. El dolor será el núcleo de tu alma, y cuanto más sufras más crecerá.

Zebrel trato de concentrar la atención y toda su energía en el único punto del cuerpo de la mujer que parecía vulnerable: los ojos; tenía que hacer algo rápido para zafarse del apretón que le estaba convirtiendo el brazo en una morcilla. Y sin pensarlo, sorprendiéndose incluso al hacerlo, proyectó dos dedos hacia adelante con toda la furia de la que era capaz.

El brusco movimiento de Zebrel pareció la escena bufa de una película de karate, pero la oportuna respuesta del mecanismo protector del exoprot, cubriendo los ojos de la mujer con una visera transparente, lo impugnó de inmediato: los dedos de Zebrel se doblaron como espárragos hervidos antes de llegar a destino; el hombre sintió un instantáneo relámpago de rabia y frustración, doloroso, humillante, como si hubiera sido pisoteado por una manada de búfalos.

—¡Mierda!

La mujer emitió un turbio y ajado sonido que parecía sustituir a la risa. —El dolor, hermano, es la puerta de entrada a la Morada y en la Morada palpita la Salvación. Sufre, hermano, sufre para merecer la paz. Te has anotado un punto. Sufre el dolor y la impotencia. Estás garras, hermano, son las manos de Dios.

A esa altura de los hechos, Zebrel se daba por bien servido con una derrota económica, sin más pérdidas que las ya experimentadas. Retrocedió un paso y trató de dar la espalda a la mujer, pero el exoprot no solo mantuvo el apretón sobre su muñeca, sino que ahora proyectó un tentáculo formado por infinitas piezas de metal, exquisitamente articuladas, que se enroscó en su cuello. La firmeza y la presión del lazo estuvieron a punto de estrangularlo.

—¿Qué hace? ¿Está loca? —balbuceó. La sangre parecía retirarse de su cerebro y el aire de los pulmones; tenía que encontrar el modo de huir ya, o aceptar una muerte segura... A menos que hiciera ver que se dejaba convencer, permaneciendo a merced de la lisiada, prisionero de sus palabras e instrumentos hasta que a ella le viniera en gana. Su voluntad de seguir viviendo excedía largamente las discutibles ventajas de la Salvación que la mujer ofrecía en nombre de los Hermanos del Dolor.

Era inútil. Había caído en su propia trampa al consentir esa especie de fuego cruzado; por un instante trató de olvidarse de quien era, qué hacía, por qué había sido tan débil solo por aparentar una ridícula superioridad.

¾De acuerdo ¾murmuró justo a tiempo.

¾¿De acuerdo en qué? ¾dijo la mujer, secamente. A Zebrel le dio la impresión de que la que había hablado era otra persona.

¾Acepto el dolor como una bendición. Golpeo con mi puño sangrante la puerta de la Morada y siento vibrar la Salvación en mi corazón. Le doy la bienvenida al sufrimiento y espero ser merecedor de la paz. ¡Suélteme!

El tentáculo articulado se desenroscó del cuello, y la garra aflojó la presión sobre la muñeca. Tal vez la mujer estaba sorprendida por la precisión del torrente de palabras, y por un instante pareció vulnerable. ¾¿Cómo sabe todo eso? Son palabras del Libro. ¿Conoce el Libro?

Zebrel se frotó el cuello con la mano libre. —Soy periodista —mintió—, trabajo para El Vigía Escéptico.

—¿Ateos? ¿Un grupo para fastidiar a los creyentes?

—Más o menos. ¿Por qué no? ¿Acaso no nos fastidian ustedes a nosotros? Déjeme en paz de una buena vez o se las verá con la policía.

—No se burle de mí. Soy lisiada, no idiota. —Y coronando la palabra con la acción volvió a apretar el brazo de Zebrel.

—¿Qué hace?

—No me fío de los ateos.

—No hace falta que se fíe; solo déjeme en paz.

—El dolor debe ser insoportable, hermano, para que Dios opere sobre tu alma putrefacta. Solo te purificarás si sufres más allá de todo límite. —Ladeó la cabeza, como si estuviera recibiendo órdenes o información. —Es verdad, no tienes alma; tendremos que cavar más profundo y sembrar una. Prepárate porque el verdadero sufrimiento está llegando a tu indigno corazón. —Un fuerte zumbido, como si una nube de insectos invisibles estuviera flotando sobre sus cabezas, se propagó por el espacio.

—¡Váyase a la mierda! —gritó Zebrel. Pero la mujer del exoprot hablaba en serio. El lazo de metal articulado se alzó como un áspid, se afinó y lo picó dos veces en la nuca. Una punzada de dolor obsceno llegó desde el tentáculo, se derramó por las vértebras y proliferó en clavículas y húmeros. Cuando llegó a las muñecas pareció detenerse, oteando, esperando a que la segunda garra capturara la otra mano. Casi no se dio cuenta cuando sucedió, pero la mujer tenía razón: no estaba preparado para el verdadero sufrimiento. Las garras multiplicaron por diez la presión que ejercían sobre los huesos de las manos y los trituraron.

 

Negro. Oscuridad. Tinieblas. Zebrel no sabía cuando había dejado de gritar. Las sensaciones dolorosas habían cedido su lugar a otras, más precisas, de horror, de espanto, que solo contenían vagos vestigios de lo ocurrido en el callejón. Eso era real, lo podía recordar, pero luego se imponía un vacío sin fondo, un hueco con más ausencia que profundidad. La mujer le había destrozado las manos; la presión era una llamarada en su memoria, algo intangible y secreto. No obstante, ahí no terminaba todo. Trató de recordar y de a poco, como abriéndose camino en el matorral tupido, como un cuerpo que intenta ganar terreno apretujado en medio de la multitud, asomó la punta de una vigilia breve, fugaz entre dos sueños, o peor, entre dos muertes. Gritó, y el grito fue algo ajeno y lo precipitó al vacío.

—No grite.

Las dos palabras, sordas, amansadas por incontables muros de lana, le llegaron desde la derecha. Se detuvo, a la expectativa. Entonces no estaba solo. Entonces había algo más que oscuridad.

—Ahora se va a enterar —dijo otra voz, filosa, chirriante, llegando desde la izquierda.

—¿La noticia buena o la mala?

—Siempre el mismo chiste. Está gastado.

—Pero es efectivo.

Mientras las voces chisporroteaban, saltando entre bocas invisibles, Zebrel intentó juntar los pocos datos que había recogido. Estaba en una cama, sumido en la oscuridad, probablemente en la habitación de un hospital, flanqueado por loros parlanchines. Había una noticia mala y una buena, como en el chiste del tipo al que le habían cortado las dos piernas; la buena noticia, dijo el médico, es que le vendí los zapatos a buen precio a uno que le tuvimos que cortar los dos brazos. ¿Y por qué a buen precio? Porque a la gente sin brazos les gustan los mocasines.

Sin brazos, sin piernas. Humor negro.

—¿Quiénes son ustedes?

Las voces se apagaron un momento. Y luego, tras alisar un papel arrugado en la garganta, el de la izquierda dijo:

—Faso, me dicen Faso. Antes me llamaba de otro modo. Pero nadie conserva los viejos nombres en este lugar.

—Yo me llamo Zebrel, Guido Zebrel, y no veo por qué tendría que perder mi nombre de toda la vida.

—Se equivoca. Ya verá por qué —dijo el de la derecha.

—O no —dijo Faso.

—¿O no? —Una corriente helada, húmeda corrió por la espina dorsal de Zebrel y anidó en la nuca.

—Él quiere decir —susurró el de la derecha, y había una pizca de sádico placer en su tono— que verá en el supuesto caso de que le hayan dejado los ojos en su lugar. A veces remueven los ojos, así como lo oye. Si se los sacaron no verá, así de simple. Más claro, échele agua. Soy Killer.

—No es cierto —dijo Faso—. Ya no hay ciegos, ni mancos. Los hermanos se hacen cargo. Las armaduras suplen cualquier carencia. ¡Lo que avanzó la tecnología! Se puede ver sin ojos y hablar sin lengua.

—¿De qué hablan? —Zebrel no podía determinar si los hombres hablaban en serio o solo se estaban mofando de él.

—Ya se va a enterar —dijo Killer.

—Ya se va a enterar —dijo Faso.

Una picadura en la nuca y el relámpago de dolor apagó la conciencia de Zebrel.

 

Otro despertar. De día. Estaba en una habitación blanca. Tenía ojos. Giró la cabeza y vio vacía la cama de la derecha. En la de la izquierda, un hombre flaco miraba el techo. Era más enjuto de lo habitual y parecía estar ciego.

—¿Faso?

—No —dijo el otro con voz agria—. Faso está trabajando; en este lugar hay que ganarse el pan. Ya le va a tocar.

—¿A mí?

—Sí, a usted. Ya se va a enterar —dijo el otro sin apartar los ojos del techo—. ¿Tiene corona? No tiene. Entonces lo van a meter en un exoprot y lo van a mandar a pedir limosna y a reclutar gente. —La expresión era amarga, resentida.

—A mi nadie me va a mandar a ninguna parte —bramó Zebrel—. Voy a salir de este lugar ahora mismo y les voy a meter una denuncia... les voy a romper el culo...

—Lo dudo —dijo el otro—. Primero averigüe qué le cortaron. Y si todavía no le cortaron nada, ya se lo van a cortar.

Zebrel se sintió aturdido. Volvió a pensar en la mujer del callejón y en la garra del exoprot moliéndole los huesos. Recordó el espacio roto entre nubes negras y levantó los brazos. Le habían amputado ambas manos.

 

Un pie y la lengua se los cercenaron al día siguiente, bien temprano. Los cirujanos eran eficientes, veloces; trabajaban en equipo con los técnicos. Lo metieron en el exoprot y lo conectaron.

—Prueba de voz —dijo un tipo enfundado en un mono azul pastel que tenía los símbolos de la secta en medio del pecho. El tipo era rubio; llevaba el cabello cortado al ras y una mueca de asco le colgaba de los labios—. Hable.

Zebrel sabía que le habían cortado la lengua, pero habló y el exoproct se encargó del resto.

—¡Hijos de puta!

—Bien —dijo el técnico dirigiéndose a otro, de mono verde—. Funciona. Ahora mándenle el aviso de que debe evitar los insultos y las blasfemias.

Una descarga eléctrica golpeó la tráquea de Zebrel y pareció alojarse en el muñón de la lengua.

—¿Se da cuenta? —dijo una mujer menuda; estaba sentada a los pies de Zebrel y usaba un mono rosa—. Cada vez que diga algo inconveniente recibirá una descarga. Cada vez que reciba una descarga será más potente. Nunca sabrá si la siguiente es el golpe mortal. Cuide la lengua.

—No tengo —dijo Zebrel.

Junto con la descarga llegó el comentario del técnico vestido de verde. —Las ironías también son punibles.

—¿Puedo pensar? —insistió Zebrel, irreductible. El siguiente disparo lo arrojó al pozo sin fondo.

 

Despertó en el mismo callejón de putas donde empezara la pesadilla. Sobre la acera húmeda se demoraban las hojas de un diario al que el viento se obstinaba en dar clases de vuelo. Hacía frío, pero el exoprot lo mantenía arropado en una engañosa calidez.

—¿Qué se te ofrece, hermano? —La voz ligeramente sofocada de una mujer sonó junto al hombro de Zebrel.

—Que alguien me saque de esta lata de sardinas —dijo él en un tono extraño pero firme. No obstante, la descarga llegó puntual, y con ella la amenaza del operador de turno en la base.

—Ella vende su cuerpo al primero que se le cruza y busca redención. Dale lo que pide. No te preocupes si tu poder la lastima; ella necesita dolor para redimirse.

—Te ofrezco la paz a través del sufrimiento —improvisó Zebrel. Nadie le había dicho sobre qué asuntos debía predicar, pero era indiscutible que ciertas palabras clave evitaban la descarga.

—Ah, uno de esos —dijo la prostituta—. No necesito sufrir. Me gano la vida con el placer, aunque sea el placer ajeno. Y aunque el dinero que gano con ellos sea escaso.

—¡Ahora! —urgió la voz del monitor—. El lazo.

—¡Corra! —dijo Zebrel. No tenía ninguna intención de activar el lazo.

La mujer lo miró espantada, aunque comprendió de inmediato. Corrió sin pensar, martillando el pavimento con sus plataformas de cristal y perdiendo el chal que le cubría los pechos, pero siguió corriendo y puso suficiente distancia a tiempo, mientras el puñetazo eléctrico hacía su trabajo y sumía a Zebrel en la inconsciencia, arrojándolo a un abismo más profundo que la muerte.

 

Despertó en el hospital, unos pocos segundos o varios años después. No se despierta de la muerte, pensó, pero es casi lo mismo.

—Es casi lo mismo —dijo el monitor. No era el que había controlado sus movimientos en el callejón, pero este también le leía los pensamientos, y era más duro, mucho más filoso. Aquellas cuatro miserables palabras se hundieron profundamente en la carne de Zebrel y le permitieron encajar la certeza sin retorno: no había vuelta atrás.

 

De nuevo en la calle. Zebrel observa a un hombre caminando delante de él. Con una mezcla de inseguridad y urgencia, lo alcanza, le aferra el brazo, lo detiene, lo increpa.

—¡Eh, usted!

El hombre siente una picadura en el cuello, se da la vuelta y contesta molesto por la intrusión. —¿Qué quiere?

—Venga, acérquese. Esta es la Palabra, hermano —dice Zebrel—. El espíritu divino que mora en el Libro golpea a su puerta. Déjelo entrar, hermano; el sufrimiento ingresará a su vida y lo hará fuerte.

—¡Váyase a la mierda! Usted y todos los demás hijos de puta como usted. —El hombre trata de darse vuelta y alejarse, pero Zebrel lo aferra con la pinza de cuatro dedos. El hombre forcejea inútilmente e insulta de nuevo a Zebrel—. ¡Maldito hijo de puta; que me sueltes, ya! ¡Que alguien me ayude!

Zebrel, lejos de soltarlo, incrementa la presión y proyecta un tentáculo formado por infinitas piezas de metal, exquisitamente articuladas, que se enrosca en el cuello del prisionero. La firmeza y la fuerza del lazo están a punto de estrangularlo.

—¡Suélteme, asqueroso catequista! ¡Socorro!

La punta del lazo de metal se alza como un áspid, se afina y pica al hombre dos veces en la nuca. Las garras multiplican por diez la presión que ejercen sobre los huesos de las manos y los trituran. El hombre pierde el conocimiento. Sobreviene el abismo.

    Negro. Oscuridad. Tinieblas.

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro caminoCarne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

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