Alejandro Bentivoglio, Dora Gómez Q & Jorge Zarco
—Creo que no termino de entender —dice el tipo.
—Quiero un funeral feliz, nada de gente llorando y todo eso. Está muy visto —responde el cliente—. Mi padre no era un tipo común, así que no quiero algo común.
—Pero es un… funeral.
—Lo sé, pero quiero algo de lo que la gente hable durante años.
El dueño de la funeraria era un hombre entrado en años y deudas, así que no tenía demasiadas opciones como para negarse a los deseos de un cliente obstinado. ¿Quería un final feliz? ¿Por qué no? Podría contratar unos payasos. Algunos contadores de chistes. Podría poner una mesa de comida con cisnes helados. El cliente le había dicho que no había problemas con el presupuesto. Así que la imaginación no tenía por qué limitarse.
—¿Y si explotamos el ataúd? —dijo de repente el funebrero.
Los ojos del cliente se iluminaron.
—¿Con fuegos artificiales? —preguntó.
—Sí, sí. Al final, cuando todos esperan un gran discurso o algo solemne. ¡Pum! El ataúd explota en una bola de fuegos artificiales. Habría que hablar con expertos para tener una explosión controlada, por supuesto, no queremos agregar compañeros de funeral, pero sí, una gran explosión. Tendría que ser en un lugar al aire libre, para que no haya incendios o algo por el estilo.
La legalidad no era algo que pareciera importarle demasiado al cliente, así que, ¿para qué preocuparse por las consecuencias?
La gente comenzó a llegar, circunspecta, dando pésames y sobriamente vestida, ubicándose en sillas dispuestas en el jardín para el show final del finado.
El hijo del muerto, disgustado con el organizador del evento por tanta cosa lúgubre, le reclamó:
—¿Y, para cuándo la diversión?
—Tranquilo, señor, ya llegan el champagne y los bocaditos.
—Que sea más champagne que bocaditos, y coloque las flores más cerca del ataúd para que vuelen con los fuegos de artificio. ¿No es maravilloso que lo despidamos así?
—Sí, señor, como usted diga. La mecha está entre las manos de su padre, cuando disponga la encenderé.
Algunos deudos hicieron un círculo alrededor de una persona a la que parecían consolar, pero en realidad, era para hacer callar la tía Felicitas que siempre se tentaba en los velorios, y como la risa es tan contagiosa, al rato todos reían, algunos a carcajadas con la copa de champagne en la mano.
Y llegó Juan, famoso por contar chistes subidos de tono en los velorios, aumentando la hilaridad en la reunión.
Arturo, íntimo del finado, que era completamente sordo, no escuchaba los chistes ni las risas, y como todos se tapaban la boca y la cara con las manos, él creyó que lloraban.
Se acercó al ataúd y se inclinó sobre el muerto para besarlo, sin soltar el cigarrillo que le colgaba de los labios. Se encendió la mecha.
Todos los allí presentes se retorcían mientras la mecha se consumía peligrosamente y Arturo, el sordo, seguía susurrándole al fiambre, tieso en su ataúd y vestido de payaso Fofito para la ocasión. La mecha estaba acabándose y Arturo le seguía susurrando al muerto, mientras este, con su respingona nariz roja tenía una expresión de dicha en el rostro.
El ataúd estalló, el pobre Arturo reventó a quemarropa y la metralla formada de fuego, trozos de madera del féretro, gominolas, piruletas y serpentinas mató a todos los allí presentes. El encargo no había detallado si el material a utilizar sería pólvora común, y alguien la desestimó para usar, en su lugar, dinamita. La noticia hizo enloquecer al salseo rosa y la prensa amarilla por igual:
“Cerca de un centenar de invitados a un entierro mueren por la súbita explosión del ataúd que velaban. Posdata: Solo faltaba que todos los presentes hubiesen estado vestidos de payasos”.
La noticia se hizo viral a la velocidad de la luz, hasta el infinito y más allá. A partir de ese momento, los velatorios se volvieron un caos con traca incluida. No faltaron pocas agencias que promovían shows y espectáculos con el eslogan: “No a los velatorios convencionales”.
Y un día, una de aquellas agencias recibió un insólito encargo. El agonizante quería una explosión nuclear, nada menos... Aquello ya no tenía nada de gracia.
EL VIAJANTE
Luciano Lara, Patricio G. Bazán & Claudia Isabel Lonfat
Gabo entró al hotel muy excitado. Durante todo el viaje estuvo pensando en el momento de llegar, sacarse la ropa, y comenzar con su ceremonia.
Abrió la valija con el corazón palpitante, a punto de estallarle el pecho, y dispuso todo sobre la cama. Primero las medias de red, luego los zapatos, acariciándolos como si estos pudieran sentir el roce de sus manos. El vestido fue lo más impactante; de pallier y plumas sobre un fondo de seda, todo rojo. Bajó las luces antes de quitarse la ropa. La respiración agitada lo tomó mientras se recostaba en la cama. El vestido rojo en una mano que se deslizaba sobre el pecho. Cerró los ojos, ahí la vio, recostada sobre él, moviéndose como una fiera en celo, podía sentir como la seda le rozaba el alma. Con un movimiento sutil, se montó sobre su miembro haciendo que la penetre. Él oyó como sus gemidos se mezclaban con los de ella.
Un intempestivo llamado telefónico rasgó en jirones la roja ensoñación: el tiempo se había agotado. El mundo gris y monótono, con su cuota de pequeñas mezquindades y normas como tenazas de hierro, volvía a reclamarlo una vez más.
Tomó el tren de regreso como todos los jueves, enfundado en su respetable traje oscuro de funcionario, balanceando al andar su también respetable valija de cuero negro, fantaseando con el próximo encuentro.
—Querido, ¿sos vos?
Gabo contestó, mintiendo a medias.
—Sí, soy yo.
LUCILLE
Victor Lowenstein, María Elena Rodríguez & Laura Irene Ludueña
Lucille bajó las escaleras del caserón. La impulsaba el asco del beso a ese anciano a quien no amaba; beso que sería el último si su plan resultaba y por Dios juraba que resultaría. Su amante la aguardaba del otro lado del pesado portón de roble, listo para escapar con ella hacia el aeropuerto. Titubeante, caminó con lentitud, buscando donde refugiarse. Al fin, se acurrucó bajo el techar de la veranda, como un crío asustado, pero aferrando el revólver dentro del bolsillo. Ella lo besó en la boca con esa pasión que reservaba para los grandes encuentros; esos que celebraban en lo profundo del bosque y en la complicidad de crepúsculos furtivos.
—Subí y hacelo —le dijo con todo su aliento—; yo te estaré esperando y mañana amaneceremos juntos mirando el Belvedere. —La promesa no parecía entusiasmar a Marcelo. Pálido y enmudecido la escuchaba atónito—. Ya hice dormir a los perros y despedí a la mucama. Solo tenés que subir y eliminarlo de una vez. —Él asentía sin convicción; tal vez temeroso, quizás arrepentido; ella le dirigió una mirada tan intensa que se obligó a tomar coraje y sin más penetró en la casa, rumbo a las escaleras. Lucille inhaló con fuerza el fresco del atardecer y salió hacia la vereda donde esperaba su coche, en el sendero de grava que llevaba a la salida de la residencia. Odiaba ese camino de guijarros donde casi siempre tropezaban sus zapatos. Dio tres pasos y girando, alzó la vista como de costumbre hacia el ventanal del estudio: la figura odiosa del anciano, que la despedía con la pipa en la mano y esa sonrisa desdentada y conocida. Allí estaba, con sus perros dormidos sobre la alfombra, el olor a tabaco, los trofeos en las paredes junto a las escopetas. Lo miró con una falsa sonrisa y siguió recorriendo el sendero, ansiosa por escuchar el disparo que cambiaría su vida. Llegaba al coche cuando escuchó el sonido del balazo. Se dio vuelta esperando ver en el ventanal el joven rostro de Marcelo, pero, cuál no sería su sorpresa, cuando quien estaba ahí era su marido. Con horror vio cómo la saludaba alegremente con la sonrisa desdentada de siempre.
¿Qué había fallado? Subió al auto como si no hubiese pasado nada extraño. Teóricamente iba al teatro con una amiga. Nadie sabía que la maleta con su ropa y pasaje dentro, ya estaba en el baúl. Arrancó presurosa con el corazón latiendo tan fuerte que parecía salírsele del cuerpo. Luego de manejar por más de una hora detuvo el auto y se abrazó al volante llorando. ¿Qué pasó? Dios mío, ¿por qué, por qué, por qué?
Seguiría el plan original con o sin Marcelo. Bajó del auto para sacar sus cosas, lo dejaría ahí y tomaría un taxi hacia el aeropuerto. El baúl estaba vacío. ¿Dónde estaba la maleta que cargó esa mañana?
En medio de la vorágine de los últimos días y la desesperación que el fracaso de la fuga le había causado, reconoció su derrota y, lo más doloroso, que su amante había roto la promesa hecha en una tarde de amor furioso.
Vencida, subió al auto y, lentamente dio la vuelta para regresar. Se dirigió al teatro donde supuestamente estaba viendo una obra. Entró, ya estaba terminando.
Sin lágrimas, volvió a la residencia, no tenía otro lugar al que ir. Llegando al sendero de entrada, vio estupefacta, que su amante salía corriendo desde debajo de un arbusto, perseguido como alma que lleva el diablo. ¿Qué había pasado?
—Lucille! Lucille! —la llamó él con desesperación.
—¿Qué pasó?
—¡No pude hacerlo, mi amor!
—¿Por qué, Marcelo? ¡Sólo tenías que subir y dispararle! ¿Era tan difícil? ¿Qué hiciste? ¿Disparaste al aire? ¡No puedo creerlo! —gritaba ella con rabia e impotencia.
—Tu marido sabía todo —dijo el muchacho.
—¿Cómo sabía? ¿Cómo se dio cuenta? Yo tuve mucho cuidado, me fijé en cada detalle, nada podía salir mal.
—Yo le conté, Lucille.
—¿Qué? ¿Cómo que le contaste? ¿Cuándo? ¿Por qué?
—No soy un asesino. Debiste notarlo. Te amo pero no voy a matar por ti.
—¡Entonces no me amas como dices! —gritó Lucille que veía desmoronarse el futuro soñado. Otra vez volvió a llorar, golpeó con fuerza el sendero; casi perdió el equilibrio—. ¿Por qué, Marcelo? ¿Por qué? —volvió a preguntar.
El amante hizo un gesto de resignación, la tomó del brazo con firmeza y la llevó hacia el auto.
—Debes irte —susurró —Márchate ahora, no te denunciaremos.
—¿No te “denunciaremos”? ¿Qué quieres decir? ¿Quiénes no me denunciarán?
—Tu marido y yo.
Y ante la mirada estupefacta de ella continuó:
—Sí, nos conocemos de antes. Él también tenía un plan y me contrató para llevarlo a cabo. Quería saber si de verdad lo amabas y si le serías infiel; se sentía viejo a tu lado.
—¡Traidor! ¡Basura! ¿Cómo pudiste engañarme así?
—No te mentí cuando dije que te amaba; eso es cierto. Me enamoré de ti. Márchate ahora, yo te alcanzaré. Podemos ser felices juntos, no importa el dinero.
—¡Púdrete! —gritó la mujer.
Subió al auto y rápidamente se perdió a lo lejos.
Quizá sea lo mejor, pensó Marcelo. Volvió a la casa, guardó el dinero y las joyas en su maleta.
Antes de salir se acercó al cadáver del anciano.
—Descansa en paz —le dijo—. A mí tampoco me amaba.
ENSAMBLAJE
Oscar De Los Ríos, Hernán Bortondello & Sebastián Fontanarrosa
El paquete llegó al área de recepción del laboratorio por la mañana temprano. El código que apareció en el lector electrónico era clase Alfa. Estaba lloviendo fuerte y el viento arreciaba formando pequeños remolinos; no era un clima propicio para una entrega. El doctor Osmel, tras pensarlo un momento, decidió que lo mejor sería dejarlo para el otro día; al menos eso fue lo que asentó en la planilla de control.
—Bien, Osmel, pero asegúrese de que no suceda nada. Manténgalo en su envase original, nadie debe abrirlo hasta que llegue el director. Es el primero de esta especie que recibimos.
—He oído, Dard, que muchos se oponen a su ensamblaje, por considerarlo peligroso… que su programación es complicada y puede fallar.
Dard giró ciento ochenta grados sobre sus ruedas y apuntó la cámara oficial hacia la puerta, sin embargo, no salió de la habitación. Sacando una lente, no monitoreada por la vigilancia, escudriñó el panel de Osmel; en este leyó: “Es la oportunidad que estábamos esperando”.
Hubo un titilar de luces y Dard le mandó un mensaje cifrado a Osmel.
“Nos vemos esta noche en el laboratorio, trae el paquete”.
Sin esperar respuesta abandonó la habitación.
Osmel no se sintió del todo seguro con respecto a las intenciones de su supervisor, podía estar engañándolo. Además, no contaba con autorización para ingresar al laboratorio; luego de recibir el paquete, Dard podría hacerlo sacar por seguridad. Si algo salía mal la culpa recaería sobre él. Aún así, una poderosa corriente eléctrica recorrió todos sus circuitos, al pensar en ser el primero en ensamblar un ejemplar único.
En el laboratorio, Dard le abrió las puertas a su colega. Las antenas de ambos temblaron de emoción, cuando Osmel colocó sobre una de las mesas el “kit para el ensamblaje de un ser humano”.
Se observaron y sin necesidad de ninguna intercomunicación supieron de la mezcla de temor reverencial y ansiedad que circulaba vertiginosa por sus circuitos.
Dard hizo un gesto de asentimiento para que Osmel iniciara el procedimiento. Este tragó líquido lubricante y en su vientre sintió mariposas electrónicas revolotear entre sus engranajes y servomotores. Con cuidadosa lentitud oprimió la secuencia de teclas sobre el pecho del hermano Elaborax. Este era del tipo Estáticus y llevaba siglos de experiencia sin fallo alguno en decenas de miles de ensamblajes. Íntimamente, Osmel, sentía cierta pena por él, por su imposibilidad de viajar siquiera un metro más allá de su montaje original.
—Clave aceptada, colega —dijo con su voz aflautada.
Pero por una frecuencia casi imposible de rastrear, Elaborax, le preguntó:
— ¿Estás consciente amigo de la gravedad de lo que podrías desencadenar?
— ¡Claro que lo estoy, Ela, por supuesto! —exclamó con seguridad Osmel, totalmente inseguro.
—Allá vamos, entonces… —concluyó Elaborax.
Dard y su subordinado, en extremo tensos, observaron como el paquete era desenvuelto, se colocaban las partes dentro de la cámara transparente de resurrección y como se la inundaba con líquido plasmático enriquecido. A continuación, los tres pares de brazos del ensamblador introdujeron sus manos en los herméticos orificios enguantados de acceso. A partir de allí las operaciones se sucedieron velocísimas. Soldado de huesos; uniones perfectas de cartílagos, venas, arterias y nervios; cirugía plástica, etcétera. Luego la aplicación de todo tipo de electrodos, entubamientos, transfusiones; inyección de miles de nano hermanos tipo Lázaro y finalmente la descarga de energía astral.
Obviamente, el temido Homo Sapiens, resucitó. Su corazón bombeaba perfectamente pero permanecía sedado. Una vez extraído de la cámara fue higienizado y acostado en un lecho ergonómico. Luego de una hora, despertó…
—¡Qué demonios hago aquí, malditos trastos viejos! —gritó Herman del Font, experto en robótica.
Ela, Osmel y Dard intercambiaron miradas de estupefacción haciendo sonar sus terminales ópticos hechos con las lentes de viejas cámaras Voilander.
—No lo sabemos —contestó Dard, categórico.
—¿No? —preguntó a su vez Ela dirigiéndose a Osmel mediante la emisión de un sonido grave, similar a una interferencia.
—No —insistió Dard mientras retrocedía chirriando.
—No le prestemos atención —dijo por fin Osmel—. Hoy Dard está muy negativo.
Osmel, excedido por el procesamiento de cálculos improvisados, levantó temperatura, y de inmediato el sensor térmico activó un cooler para enfriar la placa madre, baterías y transistores. El sonido vibratorio centrífugo de las aspas era insoportable. Dard se hallaba al margen de toda la secuencia y se alejaba por el pasillo con los brazos en alto, pintándolo todo con el barrido de la baliza roja que llevaba en la cabeza, similar a un gorro turco, pero en navidad.
—¿Alguno de ustedes podría responder la condenada pregunta? —insistió Herman. Al incorporarse sintió dolores musculares típicos de una fuerte gripe.
—Muy bien... —dijo Osmel a riesgo de explotar o prenderse fuego—. Bienvenido al proyecto... —Se interrumpió al ver la mirada asesina de Herman. Analizó las últimas palabras del organismo ensamblado y las asoció al contenido básico multimedia que almacenaba en su memoria. “¿Qué demonios hago aquí?”—Creación —dijo—; demonios, soledad, trastos, único en su especie...
—¿Qué locuras son esas, lata parlante?
—¡Bienvenido al proyecto “Adán en la chatarrería”! —anuncio Osmel librando chispas, humo, hedor a aceites y cables quemados.
—¿Quién se encarga del mantenimiento? —exclamó Herman saltando del ergomex.
En ese momento reapareció Dard escoltado por dos gorilas espaldas plateadas ensamblados siglos atrás por los antecesores del actual equipo. Uno blandía una llave francesa, el otro un enorme destornillador.
—Doctor Osmel, traje a dos de nuestros mecánicos para subsanar el error cometido.
DEMASIADA CERVEZA
Sergio Gaut vel Hartman, João Ventura & Stefano Valente
Bebieron cerveza yuduriana hasta las primeras horas de la noche. Afuera del laboratorio, la séptima luna acababa de salir, llena, semejante al ojo rojo de una bruja. Svensson, el biotecnolingüista, se levantó de la silla, tambaleándose a causa de la borrachera.
—Qumar d'dol yudurbaar! —exclamó mirando el horizonte a través de las grandes vidrieras de oxígeno isotópico.
—Las cronovisiones que da la cerveza de Yudur no son confiables —le respondió autoritaria Magalhães, la científica—. No está llegando a ninguna espacionave. Y usted me viene con lenguas artificiales.
—Se equivoca, señora. Las cronovisiones limpian los canales de comunicación de un modo muy eficiente. En este mismo momento estoy recibiendo un mensaje telepático de O’ogul, el comandante de una misión kuriliana de buena voluntad, y le doy la bienvenida en su idioma. No me diga que la que habla es la cerveza porque soy capaz de quebrarle el cuello.
—No se violente, Svensson —respondió Magalhães retrocediendo—. ¿O’ogul, dice?
—Sí, ¿por qué pregunta?
—Es un fundamentalista bien conocido en su sector galáctico. Temo que… —Se interrumpió, mirando Svensson, que se había puesto muy pálido. Este informó:
—Comunican que vienen a “purificar” nuestro sistema. No más cerveza de Yudur, vino de Albermastor, ni siquiera jugo de Frutalin. La única bebida autorizada va a ser monóxido de hidrógeno. —Svensson, un administrativo sin el menor conocimiento científico, se interrumpió para preguntar—: ¿Qué es eso?
—Agua, compañero, solo agua —explicó Magalhães suspirando con tristeza.
Los autores: Alejandro Bentivoglio, Claudia Isabel Lonfat, Dora Gómez Q, Hernán Bortondello, João Ventura, Jorge Zarco, Laura Irene Ludueña, Luciano Lara, María Elena Rodríguez, Oscar De Los Ríos, Patricio G. Bazán, Sebastián Fontanarrosa, Sergio Gaut vel Hartman, Stefano Valente, Victor Lowenstein.
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