jueves, 25 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (SIETE)




El hijo del “Galleguito”

Marcela Iglesias, Laura Irene Ludueña & Oscar De Los Ríos

 

Corría el año de 1943. José se sentía orgulloso de lo que había logrado. A sus veintisiete años era un reconocido contador en ciudad capital. Estaba casado con Graciela, la codiciada hija del presidente de la empresa para la cual trabajaba. Una muchacha hermosa y muy valiente, que lo había escogido a él entre todos sus pretendientes. Ya le había dado un hermoso varón de dos años y estaba embarazada de su segundo hijo. Había comprado su primera casa y pagaba cumplidamente las cuotas de la hipoteca. El sueño burgués se estaba haciendo realidad.

Atrás habían quedado esos terribles años de pasar hambre y trabajar descalzo en la plaza arreglando los zapatos de los transeúntes. Mucho esfuerzo le habían costado la escuela nocturna para sacar el bachillerato primero y luego los estudios de contaduría pública. Pero lo había logrado.

Si su papá, “el Galleguito”, lo hubiera visto, estaría muy orgulloso. Era de Galicia, huyendo de las penurias económicas, había llegado a Cuba primero, buscando la zafra. Pero por allá le dijeron que cosechar banano en Centroamérica era mejor pagado. Así que se asentó con otros españoles en un pequeño pueblo bananero en algún lugar perdido de la selva centroamericana. Conoció a Anita y se casaron. Recogió algo de plata y se fueron a la ciudad capital a buscar otros horizontes. El “Galleguito” no sabía más que leer y escribir. Y hacer cuentas. Lo hacía muy bien. Por eso consiguió puesto como encargado de una bodega. Nació José, luego cinco hermanas y al último, Oscarín. A medida que crecía, José iba aprendiendo de su padre el trabajo esforzado y honrado. Era respetado en su comunidad y el acento y el apellido también ayudaban. Sin embargo, la desgracia se presentó y el “Galleguito” murió de alguna fiebre tropical. José quedo a cargo de su madre, sus cinco hermanas y de Oscarín.

Bien sabido es que, si la muerte entra un hogar, rara vez se lleva a uno solo. Y así fue, luego del padre, murieron dos de sus hermanas, María y Ana. El corazón de su madre no soportó tanta desgracia, partió entre los brazos de José, en una fría mañana de invierno.

—Cuida de tus hermanos, José —le dijo antes de morir—, solo te tendrán a ti.

A pesar de las desgracias, José no se dejó vencer, se levantaba temprano en la mañana y se encaminaba rumbo a la plaza donde lustraba zapatos todo el día; por las noches iba a la escuela nocturna. Los más chicos quedaban a cargo de la Ramona, apenas un año menor que él. La tediosa rutina llenaba sus días, hasta que llegó un grupo de gitanos y montaron una carpa en la misma plaza donde él lustraba zapatos. Los números de acrobacia y magia pronto llamaron su atención y se enamoró por primera vez. Micaela, la contorsionista, le dio esperanzas y fe en la vida. José se dejó el pelo largo, comenzó a tocar la guitarra y a cantar con una hermosa voz. Hacían una linda pareja y los gitanos lo habían aceptado como uno más. Por eso, cuando levantaron la carpa y se disponían a marcharse a otro lado, la vida libre y nómade los impulsaba a ello, Micaela le pidió que fuera con ella. José no podía dejar a sus hermanos, dependían únicamente de él. Micaela partió en un carromato una destemplada mañana de agosto, muy temprano. Cuando José llegó a la plaza la carpa y los carromatos ya no estaban. Desesperado corrió al árbol donde se dejaban notas, en un hueco encontró una carta:

“Espérame, José, te amo y voy a volver”. Micaela.

Pasados los años, José podía decir satisfecho que había cumplido la promesa hecha a su madre. Sus hermanos tenían buenas vidas. Ramona se había casado y ya era abuela. Las otras dos, eran destacadas modistas y Oscarín, era abogado. Se había preocupado porque, sus hermanos, no olvidaran su origen como él tampoco lo hacía, a pesar del lugar que hoy ocupaba en la sociedad.

El amor que compartía con Graciela, con quien había construido una familia hermosa, debería hacerlo sentir pleno, sin embargo, tenía la sensación de que aún le faltaba algo. ¿Sería la adrenalina que le generaba saber si podría cubrir las necesidades de su familia? No olvidaba la época en que lustraba zapatos para asegurar la comida de sus hermanos, ni las noches en que se dormía con un libro en la mano cansado de tantas horas de trabajo y luego estudio.

En esas reflexiones estaba cuando le avisaron que lo buscaban. Pasó un joven a su oficina y, sin presentarse le entregó una pequeña herradura.

—Esto encontró mi madre junto al árbol donde te dejó la última nota. Los gitanos, creen que encontrar una herradura en el suelo es símbolo de buena suerte, de que cualquier cosa que te propongas se va a realizar y ella, la relacionaba contigo. Me pidió que cuando ya no esté en este mundo, te la alcance para que nunca pierdas la felicidad.

Emocionado, José le preguntó

—¿Qué le pasó? ¿Entonces tú eres…?

—Murió mientras dormía hace cinco años. Tardé en encontrarte, pero no quería partir a la tierra de mi abuelo, antes de entregarte la herradura como le había prometido.

—¿Eres…?

—Soy Joselito y me dicen el nieto de “el Galleguito”.

 


ESTE NO SOY YO

Víctor Lowenstein, Dora Gómez Q & Jorge Zarco

 

Marcos, profesor de idiomas, se despertó esa mañana en el dormitorio de su departamento de soltero con una fea jaqueca. Fue hasta el baño y al mirarse en el espejo del botiquín lanzó un grito de horror: “Este no soy yo” fueron sus palabras.

Se acercó al azogue y examinó de cerca aquel rostro que no reconocía como suyo. Palpó la piel tersa alrededor de los ojos azules, revolvió la renegrida cabellera que tupía su cabeza.

Marcos Guvritz tenía cuarenta y seis años. Era calvo, regordete, ojillos marrones; un tipo sin encanto alguno. Algo raro estaba pasando. Algo verdaderamente raro…

Tomó un café. Se lavó la cara y la miró en todos los espejos del departamento. Todos le devolvían la imagen del Adonis que nunca había sido.

Telefoneó a su madre, quien vivía en el mismo barrio.

—Vení pronto —le suplicó. A los treinta minutos su madre lo esperaba en el vestíbulo con un bol de sopa entre las manos. Al verlo quedó estupefacta.

—Qué flacucho estás —dijo. Marcos le pidió que lo acompañara. Y subieron.

Cuando su madre terminó de hablar de sus achaques, Marcos la tomó con suavidad de los hombros.

—¿No me ves raro, mami? —le preguntó.

—Te ha crecido pelo —dijo ella ajustándose las gafas; la anciana le palpó el rostro y el cabello—. Y cambió el color de tus ojitos.

Marcos se resignó frente a esos lentes de aumento a través de los que la madre apenas podía ver.

—Está bien, mamá, olvidate.

Decidió llamar a otra persona… Pensó en Andreas, un colega con el que había tenido un romance; cuando se terminó quedó entre ellos una amistad tan sólida como íntima.

—¡Hola Andreas! Qué bueno verte fuera del ámbito de la academia. ¿Querés tomar un té? —preguntó tratando de controlar su ansiedad. Se esforzaba para que su voz se oyera casual, y esperaba con impaciencia el comentario de su querido amigo.

Pero este permaneció ajeno a la expectativa de Marcos.

—Sí, gracias, un tecito me vendría bien. Ah, extraño tanto el café, pero me quita el sueño, así que ya sabés como toda decisión implica un renunciamiento. Ah… y no sabés lo que pasó con el Director...

—Bueno, Andreas, dejá ese comentario para otro momento. ¿No has notado nada extraño?

—Pues no. ¿Debería? ¿Te sentís bien?

—Sí, todo bien —mintió Marcos esperando no haber tenido una alucinación. No quería quedar expuesto frente a su amigo, al que aún le gustaba coquetear.

—Te noto algo incómodo; decime para qué me has llamado.

—Todo bien, un poco preocupado por la salud de mi madre que se acaba de ir.

—Pero ¿de qué estás hablando, amigo? Tu madre ha muerto hace ya cinco años.

Totalmente confundido, Marcos dijo que solo bromeaba y apuró la despedida, para correr a mirarse en todos los espejos de la casa, que seguían devolviendo la imagen de un bello y seductor joven de ojos azules.

¿Pero quién era realmente, con qué versión quedarse en caso de existir una versión definitiva, si la había, claro? Optó por lo que los psiquiatras llamaban una “cura de sueño” y se arrojó en el nuevo edredón que había comprado unos días antes. Cerró los ojos, entró en fase R.E.M. y un pensamiento cruzó su mente.

—¿Y si siguiese dormido… incluso antes de haber sufrido el delirio de verme distinto en el espejo? —Tuvo miedo de despertar, si es que había estado despierto en aquella ocasión. Se oyó un camión de la basura pitar violentamente desde la calle y no tuvo más remedio que abrir los ojos. Sintió mucha hambre y sabiendo la ubicación de los espejos de su casa, pasó de largo ante ellos y cerró la puerta. A su vez, evitó mirar al gran espejo del rellano de la entrada del bloque donde vivía y salió a la calle. Evitó mirar superficies reflectantes y caminó hasta la hamburguesería de la esquina. Pidió un menú y fue a sentarse. Aquel local no tenía en apariencia espejos, ni superficies que amenazaran reflejar su rostro. Le sirvieron su ración; una hamburguesa doble con queso más bebida. Bebió evitando verse reflejado en el líquido. Comió sin prisas, más que nada por la angustia que lo atenazaba. Alguien entró en el local y pidió algo de beber. Marcos evitó mirarle.

—¿Marcos?, soy yo, Sandra, su alumna del curso de francés, hace quince años; me recibí. —La muchacha se aproximó y Marcos no pudo evitar verse reflejado en las gafas de sol. Un anciano escuálido y de ojos grises lo miraba lastimosamente desde las mismas.     

 


 

AVISTAJE

Luciano Doti, Ada Inés Lerner & Rolando José Di Lorenzo

 

—Mirá allá, en el cielo. ¿Eso es un avión? —Él miró hacia donde el dedo de ella le indicaba, y dubitativo respondió:

—Debe ser… ¿Qué otra cosa si no?                     

—Y hay tanta gente que habla de que ve ovnis… Yo siempre miró al cielo para ver si anda alguno —dijo ella

Él siguió mirando ese objeto que titilaba en el firmamento, rodeado de estrellas; la verdad es que parecía suspendido en el aire, o volaba tan alto que su movimiento era imperceptible. No, no era un avión, sin alas, sin alerón.

—Entremos, refrescó —dijo él. Para no alarmarla, no mencionó que el objeto estaba bajando muy rápido y en línea recta.

Ella prendió el televisor y se fue a la cocina.

—Noticia Urgente: en el Observatorio han avistado un ovni que se dirige hacia…

Él cambió de canal y puso una película.

—¿Hoy no querés ver el noticiero? —se asombró ella

—No, están hablando de los partidos de ayer. 

El objeto seguía bajando, pero lo hacía con dirección hacia el techo de la casa. Él, inquieto, se asomó desde el patio y lo vio más grande y luminoso, de varios colores. Volvió a entrar.

—Estás inquieto, molesto, ¿qué pasa? —aportó ella, preocupada.

—No, me gustaría salir, ya, me dio hambre, ¿no te gustaría ir a un buen restaurante?

—Pero me tendría que cambiar… además es temprano… —El estallido fue brutal—.

Y menos ahora, con toda esta tierra —agregó ella cuando todo se llenó de polvo—. Tengo que ponerme a limpiar.

 

 



EL CUASIECO 

DE LA VENTANA DE ORIENTE

Daniel Alcoba, Sebastián Fontanarrosa & Claudia Isabel Lonfat

 

En diciembre de 2055 llegó al aeropuerto de Barcelona un zepelín fotónico del ejército sirio del aire. Por la puerta de honor descendieron el jeque Qobb al-Din y su cuasieco bioingenieril, mezcla de dromedario, caballo y jirafa. El heredero del incalifato de Tahuantinsuniyya lo llevaba de la rienda como fuese un caniche. En 2055 la ciudad de Barcelona se había convertido en sociedad anónima comercial industrial cuyo capital accionario estaba en manos de la Federación de Mandarinatos Chinos y Cochinchinos.

Abriéndose paso entre la marabunta de sulkis y bicicletas del Passeig de Gracia, la extravagancia de ambos atraía las miradas. Inmerso en una atmósfera que olía a opio y sonaba a jerga crispante catalán-china de los mercaderes, jeque y cuasieco llegaron a la mezquita caminando. Le entregaron la fórmula secreta que iba a terminar con la hegemonía económica oriental: los codex genéticos de la semilla transgénica original de la amapola marciana.

Guardias civiles de Terracota lo cercaron. Al jeque le quedaban pocas opciones ante el riesgo de ser atrapado: debía destruir las pruebas. Él se tragó los codex, el cuasieco se comió con deleite la amapola marciana. Justo entonces los chupó el teletren del zepelin fotónico. Al comenzar la requisa de códex, y ante la sorpresa general, el cuasieco se conectó con la computadora central, y en segundos, todos los medios de transporte se convirtieron en cuasiecos virtuales, devoradores de chinos.

 

 


LA COSA QUE PERTURBA

Carlos Enrique Saldívar, Patricio G. Bazán & Fernando Andrés Puga

 

Existe una cosa que no me permite ser feliz, que me atormenta de manera constante. No sé qué es, surgió como una serpiente sobrenatural, de un momento a otro, envolviéndome y apretando hasta comprimir mis huesos. Aquello no me deja trabajar, darle amor a mi prometida, a mis familiares. Estoy convencido de que si viera a aquella entidad, si pudiera tocarla, sabría cómo detenerla. No sé cómo conseguirlo, pero en este preciso instante la cosa se materializa ante mis ojos, contemplándome burlona desde la luna del espejo del baño.

—¿Sorprendido? Es el único modo de poder vernos.

—¿Quién eres? —pregunto, sospechando la respuesta.

—Tu sombra, tu otro yo, aquello que censuras cuando actúas civilizadamente. La energía que malgastas en negar tu verdadera naturaleza me fortalece, y te va debilitando. Dime, santurrón, ¿cuándo nos liberarás? ¡No podemos combatirnos toda la vida!

Tiene razón, debo reconocerlo. Moralmente agotado, llego a un acuerdo con la cosa que perturba mi existencia.

Desde entonces todo ha cambiado. No más amenazas a través del espejo, no más esa sensación de ahogo entre las húmedas escamas de un infesto reptil, ni el desasosiego acechando a cada paso. Es cierto, entre estas cuatro paredes, a oscuras, sin más compañía que algún roedor despistado que no encuentra la salida, no hay mucho para festejar, pero ¿quién me quita el placer de haber sido el más desenfrenado criminal que caminó alguna vez por las calles?

 



TREN SIN RUMBO

María Elena Rodríguez, Laura Irene Ludueña & Luisa Madariaga Young

 

Puede ser fascinante cuando un sueño es interrumpido por la implacable alarma y saber que a la noche siguiente va a continuar en el mismo momento que ha quedado.

 Lo sé porque así ha transcurrido mi vida en el último año: alternando obligadas y monótonas vigilias con el viaje de mis sueños en la oscuridad nocturna, acompañada por Joaquín.

 En el día nos separamos para actuar nuestros respectivos personajes, seres inteligentes que trabajan, cuidan a su familia, piensan, sienten; tienen una vida socialmente aceptable y encuentran un momento para escribir a escondidas su sueño.

Pero en la noche volvemos al tren donde nos conocimos un mediodía de febrero, antes de que yo supiera que el mundo onírico era importante, antes de que él decidiera casarse con una joven adinerada y yo me marchara a buscar consuelo en otras tierras.

A veces quiero hablarle de aquel pasado y él se aleja de prisa; lo sigo en loca carrera a través de los vagones vacíos, grito su nombre y me doy cuenta que no me oye; no recuerdo cuando enmudecí.

 Salto en la cama, estoy transpirando, bebo un sorbo de agua. Tranquila, y me digo, solo ha sido un breve despertar.

Y vuelvo a la máquina que está siempre en marcha, sin conductor, sin rumbo, sin sonidos, y allí me espera él, nos abrazamos mientras vemos por la ventanilla los leones en la estepa africana, los amistosos pandas, los apresurados habitantes de Nueva York. El tren ya no es un tren ni tampoco una máquina, ahora es una cálida habitación que recorre el mundo, es la casa donde estamos Joaquín y yo tomados de la mano mirando los cafetales hasta que suenan las campanadas de la vieja iglesia… ¡No! Es el reloj despertador que anuncia el amanecer de otro día/pesadilla.

  

 


EL CARNICERO DEL CAMPO

María Cristina Rolnik, Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman


A Samuel la muerte no solía atormentarlo. Había elaborado con inteligencia la idea de que una vez muerto uno no advierte que lo está, por lo que no hay sufrimiento. Y si no se sufre una vez muerto, ¿por qué sufrir mientras estás vivo? La sensación de que estamos condenados no lo inquietaba. Y fue por eso que, cuando el viejo Igor Chumachenko lo apuntó con su carabina, se limitó a sonreír.

—¿Se propone matarme?

—Sí, te voy a matar —respondió el ucraniano—. Porque si no te mato me vas a entregar, me van a meter preso, y me van a juzgar por cosas… —De pronto Igor advirtió que se estaba yendo de la lengua y no solo se quedó callado sino que, además, apuntó con cuidado para gastar un solo disparo. Pero eso era todo lo que necesitaba Samuel.

—Hay una docena de cazadores de nazis en esas colinas. —Samuel señaló hacia el oeste, donde el sol aportaba un atardecer de ensueño, cayendo sobre las elevaciones. Colinas doradas, anaranjadas, finalmente violetas.

Los hombres enfrentados dejaron de mirarse, para mirar el ocaso, pero los cuerpos permanecían en guerra: uno apuntando nervioso y rígido, el otro sin intención de huir, esperando.

Para Samuel mirar el ocaso eran Raquel y Anita agarradas de la mano, la otra manita diciéndole adiós papá, adiós. En los campos de exterminio, al atardecer eran las filas para ducharse. Una fila para mujeres, otra para hombres. Ese día, la ducha de los hombres no funcionó. Por eso él estaba en los bosques de la Patagonia. Ellas no.

Mirar el atardecer para Igor era la nada, escalofríos y ganas de irse de ahí (donde fuere que estuviese). Las sombras, las sombras que lo buscaban, lo buscaban todo el tiempo.

Samuel vio la boca abierta, el sudor sin pausa del ex carnicero del campo, sus temblores. La carabina que descendía lenta, hasta caer al piso.

La oscuridad para ese entonces era total, los enemigos ya no se veían.

Pero Samuel sabía que Igor estaba ahí ovillado, en el suelo, lo escuchaba gemir: luz, dame luz. Por favor no me dejes así. Por favor.

 

Desde que espiaba a Igor, Samuel aprendió que él regresaba a su casa antes del atardecer, se encerraba en el hogar y dormía con todas las luces encendidas, incluso las del patio. Su casa incandescente se veía desde cualquier colina. Nunca salía de noche. La oscuridad. Era eso, entonces.

Samuel se alejó guiándose con la linterna de su celular y cuando se aclaró el bosque, las estrellas también ayudaron. Mientras caminaba escuchó el primer aullido, al que pronto se sumaron otros cantos. Cazadores, murmuró, el carnicero es vuestro.

¿Eso es todo? ¿La historia se cierra con los cazadores cercando al carnicero? ¿Y Samuel?

Samuel volvió sobre sus pasos, porque las historias concluyen cuando deben hacerlo y no cuando quieren. Y ante sí vio lo inexplicable, ¿lo imposible? No había cazadores, no había hombres, no había perros, solo estaba Igor apuntando con su arma sin saber hacia dónde hacerlo. Se sacudía y temblaba convulso. Tenía miedo, pero no era un miedo poético, un miedo surgido de la idea de que algo lo haría pagar por los crímenes que había cometido. No había llegado el tiempo de la reparación, el pasado estaba perdido, el pasado era una construcción que se disolvía a medida que transcurrían implacablemente los días. El miedo que sentía era algo del presente, algo que había descubierto en ese lugar, en ese momento. No había venganzas, ni simetrías. Los horrores son humanos, pero también son de otro orden. De uno secreto y misterioso. Que opera cuando quiere, no cuando debe. Samuel vio unas sombras que se asemejaban vagamente a hombres, que se movían mecánicamente y que aullaban como si no pudiesen tampoco escapar a su destino, a lo que debían hacer. Como si fueran lejanos parientes del Golem. Las figuras rodeaban a Igor y no era sencillo adivinar qué iban a hacer. ¿Matarlo? Samuel se dio cuenta de que las sombras bien podían hacer eso. Que quizás eran animales fantásticos, famélicos, arrojados a un destino prefijado de antemano por una entelequia. Los sucesos no se articulan como en una ficción, pensó. Las cosas solo pasan. Un campo de concentración, un evento fantástico. Un universo indiferente. La muerte. Todo condensado en un paisaje y entre dos hombres que se conocen y que ahora temen esa verdad devastadora. Que justamente no existe verdad, solo un terrible agujero de absoluta nada que finge encadenar los eventos para luego negar su continuidad.

Pero un mago milagroso puede pergeñar un mural análogo al Guernica, una sinfonía semejante a la Novena, una novela equivalente a Crimen y castigo, sacándolas de un lugar al que Igor jamás podría acceder. La obra maestra de Samuel nació resquebrajada por el dolor y tomó la forma de Raquel y Anita agarradas de la mano, caminando hacia la cámara de gas, una ruta que irreversible antes de que el deseo de Samuel, la avidez, el sueño de Samuel se materializaran a partir de una simple palabra. Todos sabemos que la verdad no existe, pero todos sabemos que nada es más poderoso que nuestra verdad secreta.

—¡Sí! —exclamó Samuel ante el perplejo Igor, y ochenta años se enrollaron sobre el eje de la memoria para compartir el destino de las mujeres amadas.

Ese día, la ducha de los hombres funcionó y tanto Samuel como Igor fueron un agujero de absoluta nada.


Los autores que escribieron los siete cuentos: Ada Inés Lerner, Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Claudia Isabel Lonfat, Daniel Alcoba, Dora Gómez Q, Fernando Andrés Puga, Javier López, Jorge Zarco, José Luis Velarde, Laura Irene Ludueña, Luciano Doti, Luciano Lara, Luisa Madariaga Young, María Cristina Rolnik, María Elena Rodríguez, Patricio G. Bazán, Rolando José Di Lorenzo, Sebastián Fontanarrosa, Víctor Lowenstein, Sergio Gaut vel Hartman.

 

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